Cuando ambos
callaron, comprobaron que el silencio se había apoderado de la casa, como una
pesada mortaja.
Únicamente el
mar proseguía con su furioso concierto.
Un relámpago
los iluminó rasgando la penumbra durante unos instantes, en los que Aidan se
fijó en los ojos humedecidos de Evelyn, que brillaron presa de la tristeza.
—Vamos, todo
ha pasado ya. Vuelve a acostarte.
Su hermano
hizo lo que le pedía, pero se mantuvo con los ojos abiertos hacia la negritud
de la noche.
—No podría
dormirme aunque quisiera —musitó.
Ella lo tomó
de la mano y se la acarició suavemente.
—Te cantaré
algo, como cuando eras pequeño. Siempre te dormías escuchando mi voz, ¿recuerdas?
Vamos, ¿qué me dices?
Aidan la
observó en la penumbra y suspiró, emitiendo un sonido que deseaba convertirse
en palabra.
—Lo tomaré
como un sí —dijo Evelyn con ternura—. ¿Qué tal Molly Malone?
A él no le
gustaba aquella canción popular en la que una muchacha vendía los productos
frescos del mar en las calles de Dublín y que finalmente fallecía debido a unas
fiebres. Se decía que su espíritu vagaba por las callejuelas dispuesto a vender
su mercancía a cualquiera que lo escuchase.
Era una figura
anónima, pero muy célebre en el pueblo irlandés y aunque su historia terminaba
de forma aciaga, Aidan siempre admitía que la voz de su hermana lograba
convertir aquella cancioncilla en algo mágico, como si su leyenda realmente
estuviera viva.
Su hermana,
sin esperar respuesta, comenzó a cantar muy quedamente:
—In Dublin’s
fair city, where the girls are so pretty, I first set my eyes on sweet Molly
Malone, as she wheeled her wheel-barrow, through streets broad and narrow,
crying, «Cockles and mussels, alive, alive, oh!».*
Su voz,
cristalina y pura, encendía la noche y la estrellaba en un firmamento de notas
musicales.
Entonces, la
tormenta pareció mitigarse, el mar, enmudecer y el viento, detener sus
embestidas solo para escucharla.
—Eres un
hada... —murmuró Aidan con los ojos vencidos ya por el sueño.
Lo último que
vislumbró antes de dormirse fueron los ojos azules de Evelyn, que no podían
retener las lágrimas.
Sandra Andrés Belenguer, La Nochede tus Ojos
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