Desde mi punto
de vista, la tarea del que se dedica a introducir a los adolescentes en el
reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son monumentos intocables
o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los hombres,
palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en
la diversidad y entusiasmo en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los
grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están
contándonos nuestros propios sentimientos. En este sentido, yo no creo que el
escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o por el
talento. El escritor, más bien, es el que más se parece a cualquiera, porque es
aquel que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si
la viviera tan intensamente como vive la suya propia. La literatura, pues, no
es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos
laceraba aquel profesor del que les hablé antes, sino un tesoro infinito de
sensaciones, de experiencias y vidas que están a nuestra disposición igual que
lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a
los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo,
de manera que podamos vivir al mismo tiempo en nuestra propia habitación y en
las playas de Troya, en las calles de Nueva York, en las llanuras heladas del
Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no
siempre tenemos a nuestro lado pero que vivieron hace cincuenta años o
veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho
más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo.
Quiero decir: es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo
caso, un lujo de primera necesidad.
Antonio Muñoz Molina, La Disciplina
de la Imaginación
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