y precisamente
ahora que ya no creo en ellos. De joven me encantaban: los fajos de papel en
cajas de cobre, los pergaminos empastados en los que había que pasar las hojas
de una en una. Me descubrieron el mundo.
O eso era lo
que yo creía.
En eso nos ha
convertido la iglesia cristiana: En ratas de biblioteca. Ahora pienso que quizá
no sea ninguna ventaja.
Antes de que
Patricio llegara a Irlanda, éramos gentes del viento, de la tormenta, de las crecidas
de los ríos en primavera. Contábamos el paso de las estaciones y los
movimientos del sol según los cambios del cielo. Resistíamos las hambrunas en
primavera y festejábamos la abundancia que el otoño nos ofrecía. De día vivíamos
bajo el sol, cuando éste lucía; y bajo la oscura lluvia y las tenues neblinas
si no lo hacía. Nos cantábamos melodías que alcanzaban los cielos alzadas por
el sol, la luna y las estrellas, y observábamos los astros cuando salían y
lucían sobre los sepulcros para llevarse con ellos las almas de los muertos.
Buscábamos la verdad, la tolerancia, el amor y la belleza en el rostro de nuestros
semejantes, en sus manos, su corazón y su cuerpo; nunca en las páginas de papel
oscuras y frágiles, ni en los pergaminos.
Éramos gentes
de la música, y cantábamos y danzábamos, el trueno y el murmullo de las mareas en
la arena y los guijarros, el rugido del viento en el bosque cortejando las
llanuras y los campos, el agudo lamento de una tormenta invernal. Cuando teníamos
hambre, comíamos, si es que teníamos el qué. Muchas veces no era así. Cuando
hacía frío, nos reuníamos alrededor del fuego y contábamos magníficas historias
de amor, de guerra, sobre la horror y la maldad, de dioses y héroes, que a veces
superaban a los mismos dioses con su inquebrantable valentía y espíritu de
sacrificio.
Sí, es cierto,
admiraba los libros, y todavía lo sigo haciendo. Tienen el poder de preservar
una verdad durante dos mil años y mostrársela a aquel que tenga la capacidad y
cuidado de leerla; pueden grabar una mentira en letras de oro para el resto de los
tiempos. Pero lo peor de todo es que pueden no tratar de nada.
De nada real.
Y hombres y
mujeres entregan su vida buscando entre las sombras aquello que no existió más
que en la mente de un loco. Pueden desperdiciar años tras una pizca de verdad
que creen que se esconde en los desvaríos sin sentido de un pobre tonto. Como
sabéis, el huso hila la madeja, la lanzadera vuela sobre la urdimbre y la trama,
los abalorios de colores adornan las telas, las azuelas alisan la madera, la
cuchilla la corta y la espátula limpia las pieles. Pero un conjunto de palabras
puede no tener ningún sentido.
Por eso
debemos regresar a la música, la danza, el hambre, el deseo y el amor, para que
no olvidemos quiénes somos y por qué. Debemos sentarnos alrededor del fuego y
contar historias, historias de hombres y dioses, y con ellas aprender a vivir.
En el trabajo y en la guerra, en la vida y en la muerte, guiados por la
experiencia de nuestros antepasados. Con sabiduría y valentía, habilidad y verdad,
música y danza.
Yo misma soy
una criatura de la danza, la imitación de los movimientos abarcados en el diálogo
entre la Tierra y el cielo. La danza del poder, los pasos que di al borde de un
precipicio hace ya tanto tiempo.
Alice Borchardt, La Reina Dragón
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