A principios
del siglo XXI, la ciudad donde nací dejó de ser la ciudad donde había nacido.
La ciudad real se convirtió en la ciudad de la memoria y sus calles, en el eco
de las calles donde yo había vivido. Sólo el eco —como los pasos en un
escenario vacío, y su recuerdo, un espejismo—. La ciudad reivindicaba ahora su
condición de ser otra, cuyo espíritu se había mermado a través de la fiebre
homogeneizadora de las ciudades europeas. Para unos, el museo turístico, la
catalogación, el maquillaje restaurador, la metáfora de la nueva fortuna o el
poder, el reencuentro con lo que nunca existió; para mí, el lugar de la
literatura. Porque ciudad y literatura se unen en un espacio común: quizá
porque ese binomio —ciudad-literatura y al fondo el yo, como en una ficción— es
un lugar donde siempre he sido feliz. La lista de esa felicidad es larga. La
Alejandría de Cavafis y Lawrence Durrell, la Ferrara de Giorgio Bassani, el San
Petersburgo de Nabokov, el París de Proust, pero también de Cyril Connolly,
Patrick Modiano y Bernard Frank, el Londres de Dickens, la Estambul de Orhan
Pamuk, el Trieste de Joyce, o la Venecia de Proust —de nuevo—, Paul Morand,
Thomas Mann, Joseph Brodsky y tantos otros... Figuras dibujadas en el agua
verdosa de un estanque, la memoria, donde los peces —su luz naranja, blanca,
azul y negra— se mueven al ritmo de la música de Satie, como los recuerdos. Y
en el centro, antes que ninguna otra, Palma, una ciudad que ha sido no sólo mi
ciudad natal, sino la ciudad en la que aprendí a vivir otras ciudades que
también he amado. Palma es la ciudad que me enseñó a amar las ciudades y a
sentir como propio el principio de la civilidad, que es un sentimiento urbano.
José Carlos Llop. En la Ciudad
Sumergida
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