En silencio
observamos el cielo ceniciento. El viento alejaba morosamente la tormenta en
dirección al Sur. Me dio por pensar que unas horas después aquellas mismas
nubes se descargarían sobre París, encharcando tejados, balconadas y calles, y
tal vez mojando los largos cabellos de mi madre allí donde estuviese.
-Azul de
Prusia, cobalto, verde cinabrio, blanco de cinc... -murmuró Vincent,
concentrado y con los ojos cerrados.
No me atreví a
interrumpir su colorista retahíla, y prosiguió:
-... ultramar,
verde veronés, amarillo cromo, grafito anaranjado... Sí, con esos llegará
-añadió abriendo los ojos.
Dejó de
llover. Yo lo miraba con la boca abierta sin entender a qué se debía aquella
especie de trance. Él me miró y, al descubrir mi expresión, se explicó:
-¡Ni que fuese
la primera vez que me ves pintar!
Abrí todavía
más la boca y pregunté:
-¿Estaba
pintando?
-¡Por
supuesto! No necesito estar delante del caballete. Cierro los ojos, veo el
lienzo en blanco y me pongo a pintar. En muchos momentos de mi vida no he
tenido ni para pinturas, así que pintaba en mi cabeza. Primero, escogía los
colores, los mezclaba despacio y luego, pincelada a pincelada, la composición
iba surgiendo ante mí. A veces podía pasarme horas componiendo una imagen. y...
Una humeante
locomotora silbó al entrar en la estación e interrumpió su discurso. Los
viajeros del andén sonrieron y subieron rápidos a los vagones atestados de
gente. En ese instante pudimos observar cómo, en uno de los compartimentos, un
aya gritaba y pegaba a su señor, recriminándole que tenía las manos demasiado
largas. Vincent se levantó como si fuese a tomar también el tren,
-Quédate ahí y
practica, verás como no resulta tan difícil. Me voy a casa del doctor Gachet.
Nos veremos por la tarde en la posada, y ya me contarás si lo conseguiste.
El tren
partió. Por las ventanillas de los vagones, los niños saludaban con sus
manitas. El humo y el vapor desaparecieron y me quedé en el banco haciendo lo
que me había sugerido. Abrí bien los ojos y memoricé todo lo que veía ante mí.
Luego los cerré e intenté pintar sin conseguir nada. Volví a intentarlo una y
otra vez, hasta que perdí la cuenta. Deduje que la vida no me había dotado de
una destreza como esa. Veía, únicamente, una oscuridad impenetrable.
Marcos Calveiro, El Pintor del Sombrero de Malvas
PREMILO LAZARILLO 2009
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