Tardé un día
entero en hacer las maletas, no por pereza, sino porque me gustaba recrearme en
esa tarea que siempre era para mí como una manera de disfrutar anticipadamente
de los viajes. Desde el momento de abrirlas hasta el de cerrarlas, todo lo que
cabía dentro de ellas era como una imagen comprimida del tiempo, una especie de
agenda apresurada y minuciosa de todo lo que estaba por venir. Disfrutaba mucho
llenándolas porque, al hacerlo, era como si en su interior fuese guardando
proyectos, aunque después la mayoría no se cumpliesen; por eso las mías
llevaban siempre un exceso de carga. Dejar abierta la maleta durante horas,
siempre encima de la cama, asomarme de vez en cuando a ella para hacer recuento
de lo que me faltaba y añadir algo nuevo era para mí más que un rito o una
costumbre: era una manía contra la que me sentía incapaz de luchar, sobre todo
cuando las maletas que debía preparar eran las de ida.
En los viajes
de regreso me detenía menos con el equipaje, quizá porque las maletas de vuelta
están hechas con prisa y por eso son un reflejo de precipitación y desorden,
como todo aquello cuyo único destino es la lavadora. Las maletas que se
preparan para el regreso tienen algo de baúl provisional donde se guarda,
atropelladamente, todo lo que fue; son un mundo revuelto y caótico, en el que
no existe jerarquía ni orden, ni tampoco ese esmero que se pone en las cosas
cuando se hacen con ilusión y sin prisa. Las maletas de los viajes de vuelta
suelen tener el rastro horrible de la arruga, la textura de lo usado, el
aspecto cansado y viejo de lo que ya cumplió su misión o su ciclo y por ello
dejó de interesarnos. En ellas, más que la ilusión de los proyectos, lo que hay
es una impregnación de nostalgia porque en su interior, entre los pliegues de
la ropa arrugada, se apelmazan los recuerdos, los olores de los sitios que ya
se visitaron, las páginas sin misterio de algún libro que ya leímos, la memoria
de las cosas que, para bien o para mal, ya sucedieron.
Pero en las
maletas de ida conviven apretadamente, como en ningún otro lugar, todos los
objetos en los que tenemos depositada alguna clase de esperanza. Sus capas de
ropa, meticulosamente ordenadas según su tamaño, su forma o su peso, son como
pliegues que formaran parte de un único y abigarrado organismo; su distribución
en un espacio tan pequeño tiene algo de apresurado calendario donde están
anotados los proyectos de los días que nos disponemos a vivir. En ellas todo
conserva el olor de los armarios, la tersura de la ropa doblada con mimo, y sus
rincones son espacios donde se hace posible la sorpresa: una prenda que no se
ha estrenado todavía, el misterio de un libro recién comprado y cuya lectura es
como una promesa de las aventuras que nos aguardan… En las maletas de ida hay
una emoción indefinible que se parece mucho a la esperanza, o tal vez al
misterio de esos lugares que están aún por descubrir; en ellas rebosa la
ilusión de lo aún no vivido, son como un horizonte en miniatura en cuyas capas
superpuestas se oculta alguna secreta palpitación de futuro.
Sin embargo
aquella maleta, a la que había estado asomándome durante un día entero, no
tenía el misterio ni la emoción de las maletas de ida. Todo estaba en ella
perfectamente doblado y ordenado, pero me pareció que allí dentro lo que
faltaba era la impaciencia y la ilusión de otras ocasiones; en cambio sobraba
una buena dosis de incertidumbre o de miedo. Y al cerrarla el ruido de la
cremallera sonó como el trallazo de un látigo, como si en realidad estuviera
cerrando con ella una etapa entera de mi vida.
Pedro A. González Moreno, La Mujer de la Escalera
PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario