Dirigido tanto a alumnos de Secundaria (que pueden encontrar reseñas -algunas hechas por ellos- y fragmentos de libros, o cuentos y poemas) como a padres (incidiendo en diversos aspectos sobre bibliotecas o animación a la lectura).
lunes, 31 de diciembre de 2018
domingo, 30 de diciembre de 2018
UN EXTRAÑO RELATO DE NAVIDAD
El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?... Sí, tengo
uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí,
señoras, un milagro de Nochebuena.
Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es
indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis
propios ojos.
¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias
religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas.
Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia,
por no disminuir el efecto de mi extraña historia. Confesaré, por lo pronto,
que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente
para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible,
aparentando la credulidad propia de un campesino.
Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un
pueblecillo que se llama Rolleville.
Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó
a nevar a fines de noviembre. Se amontonaban al norte densas nubes, y caían
blandamente los copos de nieve tenue y blanca.
En una sola noche se cubrió toda la llanura.
Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados
como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles
gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.
Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a
bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin
encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la
nieve.
Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.
Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La
tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.
Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un
cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha
luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía
un espejo.
La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía
muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las
chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas
columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.
De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo
hiciera más quebradizas las ramas, y a veces se desgajan una, cayendo como un
brazo cortado a cercén.
Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de
otras. Vivíanse malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar
a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una
hondonada.
Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la
comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche
silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban,
sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar
hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto
invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.
La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de
Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de
pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Se entretuvo algunas horas hablando con
los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío;
recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se
puso en camino antes de que anocheciera.
De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve,
un huevo muy blanco; se inclinó para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo.
¿Cómo se hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para
ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para
llevárselo a su mujer.
-Toma este huevo que encontré en el camino.
La mujer bajó la cabeza, recelosa:
-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has
emborrachado?
-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba
junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que
no se enfriase. Cómetelo esta noche.
Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero
comenzó a referir lo que se decía en la comarca.
La mujer escuchaba, palideciendo.
-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por
la chimenea.
Se sentaron y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un
pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con
desconfianza.
-¿Y si tuviese algún maleficio?
-¿Qué maleficio puede tener?
-¡Toma! ¡Si yo supiera!
-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo
con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:
-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?
Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su
marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a
cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.
Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso
la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo
que atarla.
Y la mujer, sin reposo, vociferaba:
-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!
Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos;
ninguno me dio resultado. Estaba loca.
Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a
las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en
finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'
Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar
en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan
potente que no parecían propios de un ser humano.
Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz,
como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del
exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se
retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.
Los diablos no quisieron salir.
Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.
La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:
-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez
Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.
-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la
ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda
salvarse.
-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su
ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?
Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.
De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas
vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca
de la nieve.
Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de
bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el
horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.
Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.
La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la
cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.
A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas
todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas;
roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo
tintineo a los devotos los cambios de postura.
Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la
casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que
sigue a la comunión.
Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo
a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el
cura terminaba el misterio divino.
Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y se acercaron
a la endemoniada.
Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el
tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a
duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en
dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos
huyeron.
Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos
encendidos, apenas parecía una mujer.
La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola
fuertemente, agazapada.
Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la
custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y
alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda
solemnidad a la vista de la endemoniada.
La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en
aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de
parecer una estatua.
La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la
custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran
menos desgarradoras.
Aquello duró bastante.
Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la
vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez,
recobraba su blandura.
La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y
la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios
ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus
ojos definitivamente.
Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida
por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro;
humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.
La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.
Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al
despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del
exorcismo.
Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.
Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.
Guy de
Maupassant
viernes, 28 de diciembre de 2018
TRES ILUSIONES ¡DE CINE!
El
Museo ABC nos presenta tres historias cuya narrativa ha mutado a través de
diferentes artes. La muerte en Venecia, Los girasoles ciegos y Seda nacieron
como libros, pasaron al cine y evolucionaron hasta esta exposición. Sus historias
se visten una y otra vez para crear la ilusión de que habitamos otro tiempo,
otro lugar. Pero, ¿podemos asegurar que se trata de un engaño? Si fuera un
espejismo la obsesión del protagonista ideado por Thomas Mann, el dolor de los
derrotados descrito por Alberto Méndez o la pasión de Hervé Joncour —el
personaje principal de Seda—, ¿por qué, al conocerlos, algo nos punza el
corazón? ¿Acaso la inquietud que nos habita al adentrarnos en estas historias
no es cierta? Hay un espacio profundo donde el arte nos encuentra.
Muerte en
Venecia, Seda y Los Girasoles Ciegos son relatos que forman parte de nuestra
cultura popular. Nacieron como novelas y se convirtieron en referencias de la
literatura contemporánea, directores europeos de renombre adaptaron sus guiones
al cine, y, ahora, de la mano de grandes ilustradores actuales vuelven a ser
editados en papel por Edelvives.
Los Girasoles
Ciegos (escrita por Alberto Méndez y dirigida por J. L.
Cuerda) se edita con ilustraciones de Gianluigi Toccafondo. Fotocopias de
fotografías y pintura se reúnen en un collage de una apabullante fuerza expresiva,
donde reina un clima tan apesadumbrado como ensordecedor.
Este libro es
el regreso a las historias reales de la posguerra que contaron en voz baja
narradores que no querían contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus
familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los
tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabías. Cuatro
historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje
pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la
verdadera protagonista de esta narración: la derrota.
Un capitán del
ejército de Franco que, el mismo día de la Victoria, renuncia a ganar la
guerra; un niño poeta que huye asustado con su compañera niña embarazada y vive
una historia vertiginosa de madurez y muerte en el breve plazo de unos meses;
un preso en la cárcel de Porlier que se niega a vivir en la impostura para que
el verdugo pueda ser calificado de verdugo; por último, un diácono rijoso que
enmascara su lascivia tras el fascismo apostólico que reclama la sangre
purificadora del vencido.
Todo lo que se
narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque
la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita la estadística.
Fueron tantos los horrores que, al final, todos los miedos, todos los
sufrimientos, todos los dramas, sólo tienen en común una cosa: los muertos.
Pero los muertos de nuestra posguerra ya están resueltos en cifras oficiales,
aunque ya es hora de que empecemos a recordar que sabemos.
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA 2005
La obra Seda (escrita por Alessandro Baricco y
llevada al cine por François Girard) vuelve al papel con ilustraciones de Rébecca
Dautremer, a través de escenarios que rozan lo onírico y que nos
invitan a indagar en el ánimo de sus personajes.
Ésta no es una
novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia. Empieza con hombre que
atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada
de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría
decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría
valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores, que se
sabe muy bien lo que son, pero que no tienen un nombre exacto que los designe.
Y, en todo caso, es nombre no es amor. (Esto es algo muy antiguo. Cuando no se
tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. Así
funciona. Desde hace siglos).
Todas las
historias tienen una música propia. Ésta es una música blanca- Es importante
decirlo porque la música blanca es una música extraña, a veces te desconcierta:
se ejecuta suavemente y se baila lentamente. Cuando la ejecutan bien como oír
el silencio y a los que la bailan estupendamente se les mira y parecen
inmóviles. La música blanca es algo rematadamente difícil.
La Muerte
en Venecia (escrita por Thomas Mann y dirigida por Luchino
Visconti) es ahora ilustrada por el artista Ángel Mateo Charris. Con un
singular estilo en el que tienen cita pintores clásicos y contemporáneos,
brinda una importancia especial al ambiente y la atmósfera en la que se
desarrolla esta historia.
Gustav von
Aschenbach, un reconocido escritor alemán, decide visitar Venecia para pasar
allí los meses de verano. Coincide en el hotel con una familia polaca y
descubre el ideal de belleza en el joven hijo de la familia, Tadzio. Aschenbach
observa cada vez más al chico y cae en una especie de enamoramiento que le
sirve para reflexionar sobre temas como la verdad y la belleza. A medida que
crece la fascinación por el joven, sobre Venecia se cierne una epidemia de
cólera.
PREMIO NOBEL LITERATURA 1929
jueves, 27 de diciembre de 2018
CONFESIÓN
Han pasado
siete largos años desde la primera noche en que él me visitó en mi dormitorio,
siete largos años desde que tuvo lugar la cadena de inquietantes, inolvidables
y peligrosos eventos; eventos que, estoy segura, nadie más creerá, aunque nos
cuidamos de anotarlos de forma escrupulosa. Son aquellas transcripciones de
nuestros diarios —el mío y el de otros— las que miro de vez en cuando para
recordarme que todo sucedió de verdad y que no fue tan solo un sueño.
En ocasiones,
cuando atisbo niebla blanca levantándose en el jardín, cuando una sombra cruza
una pared en la noche o cuando veo motas de polvo arremolinándose en un rayo de
luna, me sorprendo sobresaltándome presa de la expectación y de la inquietud.
Jonathan me aprieta la mano y me mira en silencio con expresión
tranquilizadora, como si quisiera hacerme saber que lo comprende, que estamos a
salvo. Pero cuando vuelve junto a la chimenea para reanudar su lectura, mi
corazón continúa martilleando dentro de mi pecho y me invade no solo la aprensión
de que Jonathan sepa lo que siento, sino otra sensación… el anhelo.
Sí, el anhelo.
El registro
que llevaba —el diario que escribí en taquigrafía con tanto esmero y luego
mecanografié para que pudieran leerlo los demás— no revelaba toda la verdad; no
mi verdad. Algunos pensamientos y experiencias son demasiado íntimos para que
otros los conozcan, y algunos deseos demasiado escandalosos para admitirlos, ni
siquiera ante mí misma. Si se lo revelase todo a Jonathan sé que lo perdería
para siempre, del mismo modo que perdería la buena opinión que la sociedad
tiene de mí.
Sé lo que mi
marido desea, lo que desean todos los hombres. Para que una mujer, soltera o
casada, sea amada y respetada, debe ser inocente: pura de mente, cuerpo y alma.
Yo lo fui una vez, hasta que él entró en mi vida. A veces le temía. Otras le
deseaba. Y, en ocasiones, le despreciaba. Y sin embargo, aun sabiendo lo que
era y lo que anhelaba, no podía evitar amarle.
Jamás olvidaré
la magia de su abrazo, el irresistible magnetismo de sus ojos cuando me miraba
o cómo era girar en la pista de baile entre sus brazos. Me estremezco de gozo
cuando recuerdo la embriagadora sensación de viajar con él a la velocidad de la
luz y el modo en que me hacía jadear con inimaginable placer y deseo con solo
rozarme. Pero lo más asombroso fueron las interminables horas que pasamos
conversando, esos momentos robados en los que desnudamos mutuamente nuestro ser
más íntimo y descubrimos todo cuanto teníamos en común.
Le amaba. Le
amaba apasionada y profundamente, desde lo más recóndito de mi alma y con cada
latido de mi corazón. Hubo un tiempo en el que podría haber renunciado, sin
pensarlo dos veces, a esta vida humana para estar a su lado para siempre.
Y sin embargo…
La verdad de
lo que sucedió ha pesado sobre mi conciencia durante todos estos años
privándome del placer de las cosas cotidianas, despojándome del apetito y
negándome el sueño. No puedo seguir cargando con la culpa que me consume. He de
plasmarlo todo en papel, que nunca habrán de ver otros ojos, pero estoy segura
de que solo escribiéndolo seré al fin libre para olvidar.
James Syrie, Drácula, mi Amor: el
Diario Secreto de Mina Harker
miércoles, 26 de diciembre de 2018
NICOLÁS SAN NORTE Y LA BATALLA CONTRA EL REY DE LAS PESADILLAS
Enviado
por Luis
Este libro de William
Edward Joyce y magníficamente ilustrado por Laura Geringer Gross es
el primero de la serie Los Guardianes de la Infancia.
Aquí conocemos
la historia de un pueblecito muy peculiar, Santoff Claussen. En él vive Ombric,
un poderoso mago, erudito y bondadoso. Cuando Sombra, el rey de las pesadillas,
despierta de su letargo las protecciones mágicas de la aldea comienzan a fallar
y con ellas la seguridad de sus habitantes peligra.
Sombra y sus
secuaces, los oscuros temores, penetrarán en la mente de los niños de Santoff
Claussen poblando la noche de aterradores sueños. Ante la amenaza, Ombric
pedirá ayuda al Zar Lunar, habitante del pálido satélite y eterno enemigo de
Sombra.
Nicolás San
Norte es el bandido más intrépido de todos los tiempos. Es listo, egoísta y
sólo se preocupa por su propio bienestar. Sin embargo, cuando el Zar Lunar lo
escoge y le guía hasta Ombric para que le ayude a combatir a Sombra, es porque
ve algo en su corazón que ni siquiera Nicolás conoce.
El ladrón se
embarcará en una experiencia mágica que cambiará su vida, sus sueños y su forma
de pensar. Al lado de Ombric y de la pequeña y valiente Katherine, Nicolás
comprenderá el valor de la amistad y el cariño, mientras combaten juntos el
mal.
martes, 25 de diciembre de 2018
NAVIDAD EN EL MAR
Las velas se habían
congelado y herían a la mano desnuda que las rozaba,
la cubierta era una
capa de hielo en la que un hombre de mar apenas podía sostenerse;
el viento soplaba por
el nornoroeste, desde el mar bruñido de borrasca,
y sólo los
acantilados y los borbollones nos resguardaban a sotavento.
Antes de que rompiera
el alba, se escuchó el bramido de las olas,
mas fue sólo con la
irrupción de la luz que descubrimos la gravedad de nuestra situación.
Al instante, en un
alarido, enclavamos nuestras manos en cubierta,
sujetamos la cofa y
nos mantuvimos alertas para dirigir el navío.
Todo el día viramos y
viramos entre el Cabo Sur y el Cabo Norte,
todo el día tiramos
de las velas congeladas, sin resultado.
Todo el día, frío
como la caridad, con gran dolor y con temor,
a fin de asirnos a la
vida, por instinto, viramos de un Cabo a otro.
Intentamos eludir el
derrotero del Cabo Sur, pues hacia allá la marea se avenía más calma,
pero cada golpe de
timón más nos acercaba al Cabo Norte.
Así, pues, vimos el
acantilado y las casas, y a las imponentes olas elevarse hasta las nubes,
y al guardacostas en
su jardín, siguiéndonos con su catalejo.
La escarcha cubría
los techos de la villa, blanca como la espuma del mar,
y el fuego, rojo y
reconfortante, ardía luminoso en cada hogar a lo largo de la costa;
las ventanas
titilaban con claridad, las exhalaciones de las chimeneas no cesaban,
y juro que percibimos
el aroma de las viandas, conforme el navío cambiaba de curso.
Con regocijo sonaron
las campanas de la iglesia, hasta el estremecimiento...
pues es justo que les
diga que, de todos los días del año,
aquel día de nuestra
desventura no fue sino la sagrada mañana de Navidad,
y aquella casa apenas
más allá del hogar del guardacostas, el hogar en el que yo nací.
Bien atendí la
calidez de la habitación, y la calidez de los rostros que me recibían:
los plateados
anteojos de mi madre, el plateado cabello de mi padre;
y atendí también al
fogón y sus brasas, un revoloteo de espíritus hogareños
que danzaba hacia la
valija china, que descansaba solemnemente en la repisa.
Y bien supe de qué
hablaban: no hablaban sino de mí,
de la sombra en el
hogar y del hijo que se hizo a la mar,
y del inquieto rapaz,
el perfecto idiota que debí parecerles, por innúmeras razones,
al estar allí,
estrujado por mis ropas congeladas en el sagrado día de Navidad.
El faro se encendió,
la oscuridad comenzó a instalarse en la costa.
“¡Todas las manos, a
aligerar las gavias!”. Escuché el llamado del capitán.
“¡Por Dios, el navío
no lo soportará!”, replicó Jackson, nuestro primer oficial.
“No hay alternativa.
O salimos a flote o nos hundimos, oficial Jackson”, el capitán replicó.
En un vaivén, el
navío se tambaleó... pero las velas eran nuevas, y eran las mejores...
y el navío se orientó
a barlovento, como si nos hubiera comprendido;
y conforme la
invernal jornada llegaba a su fin, a las puertas de la noche,
despejamos la agreste
lengua de tierra, y una luz nos arropó.
Y cuando la proa
apuntaba, nuevamente, hacia el próvido sendero del mar,
toda la tripulación
dejó escapar un lánguido suspiro de alivio. Todos menos yo.
Pues lo único en lo
que podía pensar, bajo el frío y la oscuridad,
era que, una vez más,
me alejaba de mi hogar... y que mis padres... que mis padres envejecían.
Robert Louis Stevenson
lunes, 24 de diciembre de 2018
NOCHEBUENA ARISTOCRÁTICA
Después de la
misa del Gallo celebrada en el oratorio y oída con más recogimiento que una
comedia de teatro antiguo en lunes clásico, los invitados de la marquesa de San
Severino pasaron al comedor.
La fiesta era
de pura intimidad; la marquesa había limitado la invitación a las personas más
allegadas de su familia y a unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no
pasaban de quince.
—La Nochebuena
es una fiesta de familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón
al primero que llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos
ustedes me acompañan esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me
encuentro muy dichosa.
Los invitados
asintieron graciosamente al cumplido.
—¡Ya lo creo!
¿Dónde mejor podía pasarse la señalada noche?
—Así, así,
pocos y buenos.
—¡Il faut
serrer les rangs, querida marquesa!
—¡Home, sweet
home!
Y,
rebosantes de expansiva satisfacción, dispusiéronse a celebrar con alegría la
Noche que, según el poeta, «Envidia dar pudiera / al más luciente día».
Pero, a pesar
de tan propicia disposición, lo cierto es que todos parecían tristes y
preocupados, como si estuvieran con el alma en donde quisieran estar en cuerpo
y alma.
El saque de la
conversación correspondió, como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió
el tanto de salida, sin peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia
escandalosa y tampoco le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y
llamó a los criados para que le sirvieran por segunda vez de un exquisito
turbot con salsa dieppoise.
La
conversación desmayaba y caía a cada paso, mal sostenida por lugares comunes y
frases de ocasión, sin espontaneidad y sin gracia. La risa no era franca ni
sonora; parecían desgarraduras dolorosas y terminaban en un ¡ay! como aliviador
suspiro. No había duda; neblina de tristeza nublaba el ambiente. Era como una
obligación aparentar regocijo y nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre
marquesa! ¡Ella, que, según frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador
de que las horas parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición
vulgar que la noche del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y
encantos. Porque no se hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la
marquesa. Ella, con su bondad confiada, había creído que pasarían una noche
agradable a su lado, y ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los
deberes sociales, estaban allí… y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin
quien, porque cada uno, por su voluntad, por su gusto, habría pasado la
Nochebuena en otra parte, donde le llamaban o el amor o el capricho, o la
diversión, la virtud o el vicio, un móvil cualquiera, pero más atractivo, más
fuerte que la cortesía social, y así pensaba cada uno, el marqués de San
Severino, el dueño de la casa, esposo tranquilo de la bondadosa marquesa, el
primero:
—¡Qué
ocurrencia la de mi mujer! ¡Me aburren estas fiestas de familia! Tener que
estar aquí toda la noche, sentado entre mi tía, la venerable condesa de Encinar
del Valle, y Josefina Montero, prima carnal, es decir, prima ósea de mi mujer.
¡Porque cuidado si está delgada! En cambio, mi tía… ¡Para cuándo son los
empréstitos! ¡Qué aburrimiento! Mi tía sólo habla de comer y de beber, y la
primita… de arder. La una dice que el escaparate de Lhardy está hermoso estos
días; la otra dice que Paul Bourget se amanera, que prefiere a Paul Hervieu.
¡Me vuelven loco! A estas horas estarán cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí
sí que se divertirán! ¡Si esta gente tuviera la feliz ocurrencia de marcharse
temprano!
Así monologaba
el dueño de la casa, el ilustre marqués de San Severino, y la primita
espiritual, a su vez, pensaba:
—¡Qué idea la
de mi prima! ¡Noche más aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar
de nada. A estas horas estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me
hubiese ido yo de muy buena gana… ¡Pero la familia!… ¡Si Pilar hubiera sabido
que yo no venía a su casa por ir a casa de los Vivares!
La marquesa de
Encinar del Valle, grosse gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella
Helena que en la mesa de sus sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el
menú dejaba mucho que desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas,
violetas y lilas blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y
los pastorcitos de Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del
país azul de citerea, pero los filets de volaille eran abominables.
La verdad,
hubiera sido mejor ir al réveillon de Mistress Bryan. Allí sí se comía.
La condesita
de Robledal, figura elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes
como una quimera de artista, pensaba… en lo imposible; en una cita misteriosa
con un ser ideal, en poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los
amores que ella soñaba, sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores
inaccesibles. ¡Triste condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando
arriba! Aquella noche misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como
una niña que con un pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de
madre. El trapo con que había formado su último muñeco dormiría a la hora
aquella o quizás estaría de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales
de un cuartel de húsares, pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo…,
y allí, allí estaba fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras
cenaba desentendida de cuanto la rodeaba.
A su lado,
Manolo Borines, con la cara congestionada y la expresión de vaguedad idiota del
predestinado al reblandecimiento, pensaba, como el marqués en la Chipilina, en
la juerga que habría en aquella casa y lo gustoso que se hallaría en ella.
¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa había prometido bailarles un quadrille con el
grand eccart; seis mil francos se había gastado en dessous para la
circunstancia! ¡Y perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba
al marqués, como si quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos
hacer una escapada; el marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.
Paco Noguera,
literato de salón protegido de los marqueses, que le costeaban las ediciones de
sus poesías, pensaba con tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que
sufrían en casa mil privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas
aristocráticas. Dos tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas
planchaban con mil afanes las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían
unas faldillas pardas y no podían salir a la calle bien abrigadas para que él
vistiera un frac bien cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta,
brillante luz sostenida por el pábilo consumido de dos existencias
sacrificadas, pensaba en ellas con remordimiento, pensaba en la cena miserable
de sus pobres hermanas.
Lola Montero
pensaba en que Isidoro Torres cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y
en que la condesa quería casarle a toda costa con su hija…, y en que ella debía
estar allí o Isidoro en casa de los de San Severino, y los nervios desbocados
no la dejaban sosegar ni atravesar bocado… Y así todos, con el pensamiento lejos
y el alma donde quisieran haber estado en cuerpo y alma.
Y la dueña de
la casa, tan satisfecha de ver reunidas a su alrededor a las personas de su
cariño. Sólo dos le faltaban: su hermana, la marquesa del Robledal, venerable
señora, consagrada por entero a la devoción, una santa, una verdadera santa, y
otra… de quien no quería acordarse, su cuñadito, el condesito de Santa Elena…,
de quien más valía no hablar… Pasaría la Nochebuena rodeado de toreros y
perdidos en algún colmado, ése estaba fuera de la sociedad… y de todo.
La marquesa,
en su bondad placentera, no podía pensar que las dos personas que faltaban a su
mesa aquella noche eran las dos únicas personas felices. Una por sublime
virtud, otra por los vicios más abyectos, eran las únicas que rompían la
monotonía vulgar de la vida, las únicas que dejaban sobresalir su propia vida
sobre la vida impuesta por los demás, sacrificada a las conveniencias sociales.
Jacinto Benavente
PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1922
domingo, 23 de diciembre de 2018
viernes, 21 de diciembre de 2018
BELLAS DURMIENTES
Enviado por
Jaime
En esta
colaboración entre padre e hijo, Stephen King y Owen King nos ofrecen la
historia más arriesgada de cuantas han contado hasta ahora: ¿qué pasaría si las
mujeres abandonaran este mundo?
En un futuro
tan real y cercano que podría ser hoy, cuando las mujeres se duermen, brota de
su cuerpo una especie de capullo que las aísla del exterior (el llamado virus
Aurora, por la protagonista de La Bella Durmiente). Si las
despiertan, las molestan o tocan el capullo que las envuelve, reaccionan con
una violencia extrema. Y durante el sueño se evaden a otro mundo. Los hombres,
por su parte, quedan abandonados a sus instintos primarios: disturbios,
conflictos de diverso tipo que nos conducen al fin del mundo…
La misteriosa
Evie Black, encarcelada por un asesinato, sin embargo, es inmune a esta
bendición o castigo del trastorno del sueño. ¿Se trata de una anomalía médica
que hay que estudiar? O ¿es un demonio al que hay que liquidar?
Una fábula del
siglo XXI que nos presenta una distopía, en la que se critican usos y
costumbres machistas, sobre la posibilidad de un mundo exclusivamente femenino
más pacífico y más justo que resulta especialmente relevante hoy en día.
La novela
parte de una idea del hijo, Owen, pero sigue el esquema básico de las novelas
de Stephen King. En esta novela coral, destacan sobre todo dos personajes, un
hombre y una mujer: Clinton Norcross, el psiquiatra de la prisión, que ve como
su esposa toma cafeína en un vano intento de mantenerse despierta, y Evie Black,
la joven que está en prisión y considera justa la respuesta de las mujeres
hacia aquellos que las despiertan. El ritmo va in crescendo, atrapándonos.
miércoles, 19 de diciembre de 2018
BARRO DE MEDELLÍN
Enviado por Juan
Para Camilo y
Andrés, los días transcurren vagabundeando por las calles de su barrio en
Medellín, el mejor lugar del mundo. Camilo tiene claro que, cuando sean
mayores, dirigirán una banda de ladrones. Pero Andrés no quiere ser ladrón,
como su padre y su abuelo. Eso sí, siempre estarán juntos.
La vida de
Camilo no es nada fácil. Vive en un barrio pobre. Tiene un padre alcohólico que
le trae muchos problemas (le manda comprar alcohol sin darle dinero; si no lo
consigue, le dará una paliza) y una madre trabajadora y abnegada que a duras
penas logra obtener lo necesario para el sustento de Camilo y su hermano
pequeño.
Camilo tuvo
que robar los ladrillos para construir la
casa en la que viven, los robó de la Biblioteca, cuando la comenzaban a edificar, y, para que no los pillen, su padre le ordena a Camilo que le de barro a la casa cada vez que llueve.
casa en la que viven, los robó de la Biblioteca, cuando la comenzaban a edificar, y, para que no los pillen, su padre le ordena a Camilo que le de barro a la casa cada vez que llueve.
Un día entran
en la Biblioteca, y Camilo roba un libro para después cambiárselo a Rafael por aguardiente. Al día siguiente, repite la misma operación. Al
tercer día, a la salida, Mar, la bibliotecaria, se lo cambia por otro libro. Cuando
Camilo se dirigía a la taberna para continuar con sus trapicheos, decide no cambiar
el libro por aguardiente, que prefería dormir en la calle que volver hacerlo y
convertirse en un ladrón. Busca un refugio para en la taberna poder pasar la noche, y allí empieza a leer el libro de la Biblioteca.
Alfredo
Gómez Cerdá nos muestra cómo la
cultura puede cambiar la vida de una persona. El libro está escrito de una
forma muy sencilla, fácil de comprender
PREMIO DE LITERATURA INFANTIL ALA DELTA 2008
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL 2009
martes, 18 de diciembre de 2018
EN UNA HELADA NOCHE INVERNAL
Fuera reinaba
una helada noche de invierno. Del cielo descendían copos de nieve, grandes como
porciones de helado de cinco marcos. El hielo exhalaba sobre la ventana flores
gélidas. Dentro caía un fulgurante resplandor lunar, pero no llevaba calor.
Hacía rato ya que en la estufa se había apagado hasta el último trozo de
carbón. Todo era frío, oscuridad y silencio. El reloj medía el paso del tiempo
con golpes profundos y sonoros. En la camita, el niño estaba inmensamente triste.
Su madre, por una razón desconocida, todavía no había vuelto del trabajo. Su
padre hacía tiempo que se había ido de casa, poco a poco se convertía en un
recuerdo vago, cada vez más descolorido. El niño tenía hambre. Se encogió en un
rincón de la cama. Chillaba en voz baja como un conejo.
De pronto se
oyeron en la cocina unos pasos prudentes y desconocidos. Por la puerta
entreabierta, el niño vio que un extraño se alumbraba con una pequeña linterna.
Ahora la figura se introducía silenciosamente en la habitación. Era un viejo
ratero con una gorra de visera aplastada. Llevaba el rostro tapado con un
antifaz negro de bandido. Con vivacidad lanzaba miradas a su alrededor. En la
cintura se le balanceaba un racimo de ganzúas. En silencio ató la sábana con
todo lo que le cabía en ella. A continuación volvió a desaparecer. Hay que
reconocer que no se trataba de una persona particularmente mala. Se había
lanzado a la profesión de ladrón sólo por el hecho de no tener éxito en otras
actividades. Además, tartamudeaba un poquito. ¡Imperceptiblemente! A veces,
algunos se burlaban de él por este motivo. Al ver al niño en la camita se dio
un susto tremendo. De miedo le empezaron a castañetear los dientes y a temblar
las rodillas. ¡Ser ladrón era un trabajo difícil!
En cambio, el
niño empezó a reír de felicidad. Se puso de pie en la cama, y tendió las manos
confiadamente hacia el visitante. ¡Estaba contento de tener por fin compañía!
También, finalmente, el ladrón al verse en ese trance se puso a reír. Se dice
que la risa es a veces contagiosa. De pronto el ladrón vio en los ojos del niño
lágrimas secas.
—¡Vaya! ¡Vaya!
—dijo en tono de reproche—. Alguien estaba llorando, aquí.
—¡Mi mamá no
ha vuelto hoy de trabajar! —sollozaba el niño.
—Vendrá dentro
de un rato. ¡Seguro! —dijo el ladrón con voz firme—. Simplemente, sólo se ha
retrasado un poco. ¡Ya verás!
—¿Es que
conoces a mi mamá? —se sorprendió el niño.
—¡Claro que
sí! —mintió el ladrón, atrevido. Ni siquiera se ruborizó—. Es una vieja amiga
mía.
El reloj
volvió a dar la hora. El ratero dio un respingo.
—¡Bueno, pero
ahora, de verdad, tengo que irme! —explicó con una sonrisa de disculpa.
—¡Por favor!
Dile a mi mamá que venga cuanto antes a darme un beso de buenas noches
—imploraba el niño.
—¡Cómo no! Se
lo diré —prometió el ladrón con una voz extrañamente silenciosa. Se dio la
vuelta para marcharse. Titubeó un poco, él mismo no sabía en realidad por qué.
El niño volvió
a llorar silenciosamente a lágrima viva. Tenía mucho miedo de quedarse de nuevo
solo en la habitación.
—¡Por favor!
—llamaba al ladrón—. ¿No podrías, mientras tanto, darme el besito en vez de mi
mamá?
El viejo
ratero, con paso extraordinariamente lento, volvió de la entrada.
—¡Podría!
—dijo con voz estrangulada.
¡Algo así no
le había sucedido jamás en su larga carrera de ladrón! Se quitó el antifaz de
bandido. Besó al niño en la frente lo más tiernamente que supo. También le
acarició los cabellos con su ligera mano de ladrón. El niño se puso a reír de
felicidad.
—¡Ja, ja, ja!
—le acompañó el viejo ladrón. De pronto se le escapó inesperadamente—:
¡Aleluya! —El ladrón se quedó muy sorprendido. Nada semejante había pensado
antes.
Algunas
palabras surgen solas en la boca, sin que podamos influir sobre ellas en modo
alguno. A veces, estas palabras inesperadas son incluso mucho mejores que las
ideas cuidadosamente preparadas de antemano.
—¿Aleluya? —se
sorprendió el niño—. Oye, ¿quién eres tú en realidad?
—¿Yo? —dijo el
ladrón. Repetir la pregunta o al menos una parte de ella, era un viejo truco de
bandolero, apropiado para una situación que requería ganar un poco de tiempo
para poder pensar—. ¿Quién soy? Bueno, sabes, soy un ángel. —No sabía en
absoluto por qué lo decía, en realidad. A él mismo le sorprendió muchísimo.
Incluso agitó las manos como si fueran alas.
—¡Un angelito!
—se animó el niño. Saltaba de alegría con tanta fuerza que le faltó poco para
volcar la cama—. ¡Un angelito de verdad!
El ladrón se
quitó el racimo de ganzúas para que no le estorbaran en el trabajo. Primero
encendió un buen fuego en la estufa. Luego se acercó rápidamente a una tienda
abierta de noche a comprar golosinas escogidas. Preparó una cena excelente. De
primero, una sopa con albóndigas de hígado. Dio la casualidad de que era la
sopa preferida del niño. Luego un pollo asado con guisantes. Un flan de
vainilla. Y para terminar una compota de ciruelas. Sencillamente fuera de
serie. Después de cenar, lavaron juntos los platos. Se entendían muy bien.
Hablaban de todo.
—Oye, ¿eres un
ángel auténtico? —preguntaba el niño.
—¡Sí! —dijo el
ladrón con la boca pequeña.
—¿Seguro?
—quería confirmarlo el niño.
—¡Puedes estar
seguro! —confirmó el ladrón.
—Hmmm —dijo el
niño—. ¿Entonces sabes volar?
—¡Cómo no!
—sonreía el ladrón sin darle importancia.
—¡Por favor,
enséñame cómo se vuela! —dijo el niño—. ¡Nunca he visto un angelito volando!
—Ahora el niño le miraba suplicante. ¡Hasta juntó las manos en un gesto de
ruego! Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par. Un aire helado penetró
en el interior. En el cielo brillaba la luna como un plato dorado.
El ladrón
retrocedió horrorizado. No tenía ningunas ganas de saltar desde la ventana.
¡Quién las tendría! El miedo sacudía su cuerpo. Resultaba que se hallaban
arriba del todo, debajo mismo del tejado. ¡En la quinta planta!
—¡Creo que hoy
hace demasiado frío para volar! —se zafaba el ladrón—. ¿No podríamos dejarlo
para otro día?
En eso se fijó
en los ojos del niño. Estaban llenos de esperanza y expectación. También
apareció en ellos la primera huella de la desilusión. ¡Hacía muchísimo tiempo que
no había visto una mirada así! ¿Desilusionar a un niño abandonado? No, no se
iba a atrever a hacerlo realmente.
—¡Pues, bien!
—dijo el ladrón—. Pero lo más probable es que no pueda volver hasta mañana. ¡No
me esperes antes!
Luego, aquel
hombre tomó aliento profundamente. Reunió todo su valor. También cerró los
ojos. Mentalmente se despidió a toda prisa de varias personas que antaño había
amado. Al final saltó desde la ventana. ¡De cabeza! Se tiró de cabeza como si
se tratara de un salto normal a una piscina.
«¡Quizás se
produzca un milagro!», se le ocurrió cuando ya estaba volando.
Pues realmente
tuvo suerte. Le esperaban hacía un buen rato, debajo de la ventana, unos
cuantos ángeles invisibles, pero fuertes. Resultaba que en el cielo seguían
atentamente el desarrollo de los hechos de la habitación. Los ángeles habían
recibido la orden del supremo señor de los ángeles de disponer inmediatamente
todo lo necesario en casos tan extraordinarios.
—¡Claro, jefe!
—dijeron con respeto los ángeles.
Cogieron al
ladrón que caía y desaparecieron con él en la helada noche invernal. El ladrón
se balanceaba como una camisa recién lavada tendida en la cuerda. Planeaban
estupendamente. Al ladrón le parecía estar envuelto en un edredón caliente.
Dieron varias vueltas de lucimiento alrededor de la luna.
El ladrón
saludó haciendo un gesto chulesco con la gorra, para despedirse. Para dar más
alegría al niño hizo unas cuantas figuras acrobáticas.
—¡Ven otra
vez! —gritaba el niño.
—¡Descuida!
—prometió el ladrón.
Ya no tenía
miedo en absoluto. Comprendió que era objeto de un milagro. Dios sabía por qué,
de pronto sintió la necesidad de llorar. Cuando planeaba sobre el paisaje
nocturno y desde lo alto observaba la belleza bajo sus pies, algo se había
movido en lo profundo de su ser. Al principio era un movimiento realmente
pequeño, casi imperceptible. Se prometió a sí mismo solemnemente no volver a
robar nunca más. Y ése fue el milagro más grande que sucedió aquella helada
noche de invierno. ¡Fue un milagro aún mayor que el vuelo con los ángeles
invisibles! En el cielo se oyeron murmullos de satisfacción. Se pusieron las
gafas y empezaron a leer.
—¡Vino un
ángel! —informó el niño a su madre, cuando por fin volvió del trabajo—. ¡Por lo
visto era un viejo amigo tuyo!
—¿Un ángel?
—se asombró la madre. Estaba muy cansada—. ¿Dices que un viejo amigo mío? —No
podía creerlo en absoluto. ¡A quién se le ocurriría hoy contar algo sobre
ángeles! Pero vio la cacerola con la cena preparada. Vio los platos lavados y
la cocina recogida. ¡Veía también la mirada luminosa de su hijo! ¿Quién habría
encendido el fuego de la estufa? Estaba asombrada. No le quedaba más remedio
que creer que en estos tiempos corrientes, de vez en cuando, todavía se podía
encontrar algún que otro ángel.
Al día
siguiente, al anochecer, alguien llamó a la puerta. La madre abrió con
curiosidad. En el umbral de la puerta estaba, perplejo, un hombre con un ramo
de flores. ¡Era el ratero reformado! Con la mano libre amasaba confuso la
gorra.
—¡Buenas
noches, señora! —dijo con la cortesía más escogida. Le dio a la madre las
flores—. Esto es para usted.
—¡Buenas
noches! —dijo la madre amistosamente—. ¡Pase adentro, mi viejo amigo! —Le hizo
un guiño de cómplice.
El ratero
reformado se sonrojó terriblemente.
Petr Chudozilov, Demasiados Ángeles
domingo, 16 de diciembre de 2018
UN ÁRBOL DE NAVIDAD
Estuve
contemplando esta noche a un grupo alegre de niños, reunidos en torno a un
lindo juguete alemán: un árbol de Navidad. Estaba plantado en el centro de una
mesa redonda muy grande, y se erguía muy por encima de las cabezas de aquéllos.
Se hallaba iluminado con multitud de velitas, y centelleaba por todas partes,
deslumbrante de objetos brillantes. Escondidas entre sus verdes hojas había
muñecas de mejillas sonrosadas, y colgando de sus innumerables ramitas veíanse
auténticos relojes (por lo menos, sus manecillas podían moverse, y se les daba
toda la cuerda que uno quería); sujetas entre las ramas, como para amueblar una
casa de hadas, había mesas, sillas, camas, roperos, todos ellos barnizados a la
francesa, y relojes con cuerda para ocho días, y otros utensilios domésticos
maravillosamente fabricados de metal en Wolverhampton; veíanse igualmente en el árbol hombrecitos
alegres y de cara regordeta, mucho más atrayentes que bastantes hombres de
carne y hueso (lo cual no debe maravillar, porque sus cabezas eran postizas y
estaban atiborradas de confites); había violines y tambores, panderos, libros,
cajas de herramientas, cajas de pinturas, cajas de dulces, cajas de estampas
para mirar por un agujero; cajas, en fin, de todas clases; había, para las
niñas grandecitas, diademas mucho más brillantes que las joyas y el oro de las
personas mayores; había cestillos y alfileteros en gran variedad; había
fusiles, espadas y banderas; y brujas, en pie dentro de un círculo mágico de
cartón, dispuestas a decir la buenaventura; había perinolas, trompos
zumbadores, estuches de agujas, seca-plumas, botellas de sales, pinturas de
hombres ilustres, sujeta-ramilletes; frutas de verdad a las que se había dado
un brillo deslumbrador bruñéndolas con oro en hojas; manzanas, peras y nueces
artificiales, llenas de sorpresas; en una palabra, y para emplear la frase que
una linda niña que estaba delante de mí pronunció, dirigiéndose a otra linda
niña, su amiga del alma: «Hay de todo y más». Esta abigarrada colección de los
objetos más diversos, que llenaba el árbol como con frutos de magia, y que
reflejaba el brillo de las miradas que desde todas partes le dirigían (algunos
de los ojos diamantinos que le admiraban, apenas si alcanzaban el nivel de la
mesa, y otros languidecían poseídos de un asombro tímido en brazos de lindas
mamás, tías y niñeras), plasmaba en realidad viva todas las fantasías de la
niñez; y me hizo pensar a mí en que todos los árboles que crecen y cuantas
cosas nacen sobre la tierra tienen para la época inolvidable de la niñez sus
adornos naturales.
Charles
Dickens
viernes, 14 de diciembre de 2018
CUENTOS VICTORIANOS DE NAVIDAD
El extenso
periodo victoriano fue, por diversas y variadas circunstancias, quien dio carta
de naturaleza al "espíritu navideño" y consolidó buena parte de la
imagen y el carácter que asociamos a estas festividades hoy en día.
Fue, asimismo,
la edad de oro del cuento de Navidad, del que dejaron muestras los más
destacados autores de la época, siendo los de miedo y los de misterio los que
gozaron de más aceptación. En esta recopilación antológica no falta, como es
natural, Charles Dickens, y junto a los suyos se recogen también magníficos
relatos de Anthony Trollope, Charlotte Riddell, Arthur Conan Doyle (uno de
ellos protagonizado por Sherlock Holmes), Juliana Ewing y Wilkie Collins, que,
aunque no sean todos cuentos de Navidad, si que ocurren en esta época del año.
Los relatos son
de géneros muy distintos, desde el típico cuento de fantasía de Navidad hasta
el cuento de fantasmas o el de intriga con detectives, y alguno de ellos con
cierta dosis de humor. Encontramos los siguientes títulos:
·
La historia de los duendes que robaron un
sacristán y Los siete viajeros pobres de Charles Dickens. La
primera es un borrador de lo que sería Canción de Navidad, mientras que la
segunda es una historia que sirve de marco al relato de varias narraciones
·
Navidad en Thompson Hall y La
rama de muérdago de Anthony Trollope. El primero son las
peripecias de una señora inglesa una aciaga noche en un hotel parisino
·
Un extraño juego navideño de Charlotte
Riddell, sería el cuento de fantasmas victoriano.
·
Una nochebuena trepidante o Mi conferencia
sobre la dinamita y La aventura del carbúnculo azul de Arthur
Conan Doyle. En el primero, un timorato científico alemán que se cree
gafado por el destino ha de enfrentarse a un peculiar grupo de anarquistas; en
el segundo, tenemos la pareja Holmes-Watson.
·
Dragones:
un cuento de Nochebuena de Juliana Erwing; cuento infantil
donde se mezcla lo costumbrista con lo fantástico. Geniales las discusiones del matrimonio.
·
La máscara robada o El misterio de la cajade caudales de Wilkie Collins. Una mezcla de humor,
misterio y melodrama junto a un homenaje a Shakespeare.
jueves, 13 de diciembre de 2018
ODIO LOS VILLANCICOS
- Bueno
-dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa
(…) El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar
que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales. -Le
tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver
aquí (...)
- Vamos
-dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta.
Unos acordes de While Shepherds Watched Their Flocks By Night les alcanzaron.
Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras
ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío
cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento
a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido
que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno
rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
- Mire
por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino.
- El
espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y
agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la
farmacia. -Señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas
malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle
entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y
luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se
apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e
intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce
entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba
de Jingle Bells.
Mary se
encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
- ¿Qué se
supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿O Little Town of
Bethlehem?
- Jingle Bells -dijo Dunworthy, y bajó de la
acera.
- ¡James!
-exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático
delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en
la pierna. El conductor esquivó, gritando.
- ¿No
sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio
un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de
peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
- Ten
cuidado, James -advirtió Mary.
Cruzaron la
calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció
bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de
la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los
perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la
parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón
había terminado de masacrar Jingle Bells u O Little Town of Bethlehem y se
enzarzaba ahora con We Three Kings of Orient Are. Dunworthy reconoció la clave
menor.
Mary seguía
sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera.
Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una
tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó
la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se
le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su
abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y
bendito.
- ¡Señor!
-suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy
volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de
lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En la esquina del
bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie
más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la
barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
- Al
menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa
en el suelo-.
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