Los fuegos fatuos,
son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha
visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que
esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman
aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté
predispuesta a la tristeza o a la poesía. Para los campesinos son almas en pena
que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera
desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo
del pantano o del río. Como al trasgo, se les oye reír más claramente conforme
se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto. Las
creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos
perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr
su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.
Se cuenta que un
pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y
venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales
disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía
bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse
delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de
su desazón, contó lo siguiente:
Una noche que se
encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un
gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo. Pero
antes de que hubiera logrado levantarse, pues se sentía pesado y como
asfixiado, vio ante él a una mujer tan pequeña, tan pequeña, y tan menuda, y
tan vieja, que se asustó pues ninguna mujer viva podía tener semejante tamaño y
semejante edad. Estaba cubierta por sus largos cabellos canosos que la tapaban
por completo y sólo dejaban salir su pequeña cabeza arrugada y sus pequeños
pies.
-Vamos muchacho,
ven conmigo; ha llegado la hora -le dijo.
-¿La hora de qué?
-preguntó el pastor desconcertado.
-La hora de
casarnos -respondió-. ¿No me has prometido matrimonio?
-¡No creo! Sobre
todo porque no la conozco y la veo por primera vez en mi vida.
-Estás mintiendo,
mi apuesto pastor. Me has visto bajo un aspecto luminoso. ¿No reconoces a
Flambette, la madre de los fuegos fatuos de la pradera? ¿Y no me has jurado, a
cambio de los grandes servicios que te he hecho, que harías lo primero que
viniera a pedirte?
-Sí, tiene razón;
no soy hombre que incumpla su palabra, pero juré con la condición de que no se
me pidiera nada que fuera contrario a mi fe de cristiano ni a los intereses de
mi alma.
-¿Vengo acaso a
engatusarte como una aventurera? ¿No vengo decentemente revestida con mi
cabellera de plata fina y adornada como una novia? Quiero llevarte a la misa de
medianoche, y nada es más saludable para el alma de un vivo que el matrimonio
con una bella muerta como yo. Vamos, ¿vienes? No tengo tiempo que perder
charlando.
-Nada de eso, mi
buena señora, es demasiado honor para un pobre hombre como yo y además prometí
a san Ludre, mi patrón, permanecer soltero toda mi vida.
El nombre del
santo, mezclado con el rechazo del pastor, puso a la anciana furiosa. Comenzó a
saltar rugiendo como una tormenta y a hacer remolinear su cabellera que, al
levantarse, dejó ver su cuerpo negro y peludo. El pobre pastor retrocedió
horrorizado al ver que era el cuerpo de una cabra, con la cabeza, los pies y
las manos de una mujer decrépita.
-¡Vuelve al diablo,
fea bruja! Reniego de ti y te conjuro en nombre del…
Iba a hacer la
señal de la Cruz, pero se detuvo considerando que era inútil pues sólo con el
gesto de su mano, la diablesa había desaparecido y no quedaba de ella nada más
que una pequeña llama azul que flotaba por fuera del redil.
-Muy bien, haga
tantos fuegos fatuos como quiera, me da igual, me burlo de sus luces y de sus
payasadas.
Tras lo cual, quiso
volver a acostarse; pero he aquí que sus perros, que hasta ese momento habían
permanecido como encantados, se acercaron a él gruñendo y enseñando los dientes
como si quisieran devorarlo, lo que lo puso airado contra ellos y, cogiendo su
cayado ferrado, les pegó como merecían por su mala vigilancia y su pésimo
humor. Los perros se acostaron a sus pies temblando y llorando. Habríase dicho
que lamentaban lo que el espíritu perverso les había obligado a hacer.
Viéndolos tan calmados y sumisos, Ludre se disponía a dormir de nuevo cuando
los vio levantarse como bestias furiosas y lanzarse sobre el rebaño. Había
doscientas ovejas que, presas de miedo y de vértigo, saltaron por encima del
cercado del redil y huyeron por los campos como si se hubieran transformado en
ciervas, mientras que los perros, rabiosos como lobos, las perseguían
mordiéndoles en las patas y arrancándoles la lana que volaba formando nubes
blancas sobre los matorrales. El pastor, muy preocupado, no se tomó el tiempo
necesario para volver a ponerse los zapatos y la chaqueta que se había quitado
por el calor. Se puso a correr tras su rebaño, jurando detrás de sus perros que
no le prestaban atención y corrían cada vez más, ladrando como los perros de
caza que han levantado la liebre, y espantando al rebaño asustado. Tanto
corrieron que el pastor hizo al menos doce leguas alrededor de la charca de los
fuegos fatuos, sin poder alcanzar su rebaño ni detener sus perros, a los que
habría matado de buena gana si hubiera podido alcanzarlos.
Cuando amaneció, se
quedó orprendido al ver que las ovejas que él creía perseguir no eran sino
pequeñas mujeres blancas, largas y menudas, que corrían como el viento y que no
parecían cansarse más de lo que lo hace el viento. Por lo que respecta a los
perros, los vio transformados en dos gruesos cuervos que volaban de rama en
rama graznando. Convencido entonces de que había caído en un aquelarre, volvió
derrengado y triste a su redil, donde se sorprendió mucho de encontrar su
rebaño durmiendo bajo la vigilancia de los perros, que se acercaron a él para
acariciarlo. Se dejó caer en su cama y durmió como un tronco. Pero, a la mañana
siguiente, cuando salió el sol, contó sus animales y encontró que faltaba una
oveja, que no pudo encontrar por más que buscó. Por la tarde, un leñador que
trabajaba cerca de la charca de los fuegos fatuos le trajo sobre su asno la
pobre oveja ahogada, preguntándole cómo cuidaba las ovejas y aconsejándole que
no durmiera tanto si quería conservar su buena fama de pastor y la confianza de
sus patrones.
Soñó que una vieja
cabra, con grandes cuernos de plata, le hablaba a sus ovejas y que éstas la
seguían galopando y saltando como cabritos alrededor de la charca. Imaginó que
sus perros se cambiaban en pastores y él mismo en un macho cabrío al que estos
pastores golpeaban y obligaban a correr. Como la víspera, se detuvo al
amanecer, reconoció las figuras blancas que ya lo habían engañado, regresó, lo
encontró todo tranquilo en su redil, se durmió por el gran cansancio, se
levantó tarde, contó sus ovejas y encontró que faltaba una. Esta vez corrió
hacia la charca y encontró al animal que se estaba ahogando. La sacó del agua,
pero era demasiado tarde y ya no era buena sino para ser despellejada.
Estos desagradables
hechos duraban ya ocho días. Faltaban ocho cabezas en el rebaño y el pastor,
bien porque corriera dormido como un sonámbulo, bien porque soñara en medio de
la fiebre que tenía las piernas en movimiento y el espíritu afligido, lo cierto
es que se sentía muy fatigado y tan enfermo que creí que se iba a morir.
-Mi pobre amigo,
-le dijo un viejo pastor muy sabio al que él le contaba sus cuitas-, tienes que
casarte con la vieja o renunciar a tu oficio. Conozco a esa cabra de cabellos
plateados por haberla visto cortejar a uno de nuestros amigos, al que hizo
morir de fiebre y pena. Por eso no he querido nunca tratar con las flambettes
aunque me hicieran numerosas insinuaciones y de que las viera danzar como
bellas jovencitas alrededor de mi redil.
-¿Y no sabría usted
darme algún remedio para librarme de ellas?
-He oído decir que
aquel que pudiera cortarle la barba a esa maldita cabra la gobernaría a su
antojo; pero se corre un gran riesgo porque si se le deja, aunque sólo sea un
pelo, recupera toda su fuerza y te retuerce el cuello.
-¡Caramba! Lo intentaré,
pues lo mismo da morir en ese empeño que ir languideciendo poco a poco como
hago yo.
La noche siguiente,
vio a la vieja acercarse a su cabaña y le dijo:
-Ven aquí, bella
entre las bellas, y casémonos de inmediato.
Cómo fue la boda,
no se supo jamás; pero, hacia medianoche, el pastor cogió las tijeras de
esquilar las ovejas y, de un solo golpe le cortó tan bien la barba, que el elfo
tenía el mentón desnudo, y él se puso muy contento al ver que era rosado y
blanco como el de una jovencita. Entonces, se le ocurrió la idea de esquilar
toda la cabra, pensando que tal vez perdiera su fealdad al mismo tiempo que el
pelo. Como seguía durmiendo, o haciendo como que dormía, no le costó mucho
esfuerzo hacer todo el esquilo. Pero, una vez que concluyó, se dio cuenta de
que había esquilado su cayado y que estaba solo, acostado junto a su bastón de
serbal.
Se levantó muy
inquieto por lo que pudiera significar esta nueva diablura y lo primero que
hizo fue recontar sus animales, que resultaron ser doscientas, como si ninguna
se hubiera ahogado. Entonces, se apresuró a quemar todo el pelo de la cabra y a
darle gracias al bueno de san Ludre, que no permitió nunca más a los fuegos
fatuos que lo atormentaran.
George Sand
Increíble cuento
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