(…)
–¡Día de
Difuntos! –exclamé.
Y el bronce
herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han
sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia
muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus
tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a
manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España
¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía
llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una
situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del
mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
–¡Fuera
–exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–:
¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle;
pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la
retirada a Gómez.
Dirigíanse las
gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en
otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio!
¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros,
dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo
espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de
Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el
nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón
la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en
tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos,
yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las
calles del grande osario.
–¡Necios!
–decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por
ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos,
insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio
epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros
sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad,
la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no
son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del
celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,
porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se
atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley,
la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué
monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es
él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros
esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás
tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado
hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni
los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el
reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el
basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La
Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se
habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí
las muestras de la ingratitud.
¿Y este
mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el
valor castellano, con todos sus pertrechos».
Los
Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Doña María de
Aragón: «Aquí yacen los tres años».
Y podía
haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el
sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del
santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».
Y otra añadía,
más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá:
¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió
de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no
la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los
que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo,
con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes
de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las
paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto?
¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en
el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel
célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento
reposa,
en su vida hizo otra
cosa.
Dos redactores
del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el
relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la
de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de
Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde,
mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el
negocio.
Sombras
venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos.
«¡Aquí yace la subordinación militar!»
Una figura de
yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una
especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del
Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa.
«Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me
pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en
él una cosa tan pequeña?
La Imprenta
Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad.
Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a
echar flores.
La Victoria.
Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había
monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este
terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de
enajenación de conventos!»
¡Mis carnes se
estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros.
«Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una
inscripción.
«El Salón de
Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al
mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el
Estatuto,
vivió y murió en un
minuto.
Sea por muchos
años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento
de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que
dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable!
Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su
retiro y villano en su rincón.
Pero ya
anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre
el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel
aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la
inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa;
entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a
cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí
yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto
saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad!
¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza!
¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos
ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube
sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas.
Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi
propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo!
También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice?
Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio,
silencio!
Mariano José de Larra, Día de
Difuntos de 1836
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