El jefe del
pueblo, un hombre de cincuenta años, estaba sentado con las piernas cruzadas en
medio de la estancia, cerca del carbón que ardía en un hogar excavado en la
propia tierra; inspeccionaba mi violín. En el equipaje de los dos «muchachos de
ciudad» que éramos para él Luo y yo, era el único objeto del que parecía emanar
cierto sabor extranjero, un olor a civilización capaz de despertar las
sospechas de los aldeanos.
Un campesino
se acercó con una lámpara de petróleo para facilitar la identificación del
objeto. El jefe levantó verticalmente el violín y examinó las negras efes de la
caja, como un aduanero minucioso que buscara droga. Advertí tres gotas de
sangre en su ojo izquierdo, una grande y dos pequeñas, todas del mismo color
rojo vivo.
Luego, alzó el
instrumento a la altura de sus ojos y lo sacudió con frenesí, como si aguardara
que algo cayese del oscuro fondo de la caja de resonancia. Tuve la impresión de
que las cuerdas iban a romperse de pronto y los puentes, a saltar en pedazos.
Casi toda la
aldea estaba allí, bajo el tejado de aquella casa sobre pilotes perdida en la
cima de la montaña.
Hombres,
mujeres y niños rebullían en su interior, se agarraban a las ventanas, se
apretujaban ante la puerta. Como nada caía del instrumento, el jefe aproximó la
nariz al agujero negro y lo olisqueó un buen rato. Varios pelos gruesos, largos
y sucios que sobresalían del orificio izquierdo comenzaron a temblequear. Y
seguían sin aparecer nuevos indicios.
Hizo correr
sus callosos dedos por una cuerda, luego por otra... La resonancia de un sonido
desconocido dejó petrificada, de inmediato, a la multitud, como si aquella
vibración la forzara a una actitud casi respetuosa.
—Es un juguete
—dijo el jefe con solemnidad.
El veredicto
nos dejó, a Luo y a mí, mudos. Intercambiamos una mirada furtiva, aunque
inquieta. Me pregunté cómo iba a acabar aquello.
Un campesino
tomó el «juguete» de las manos del jefe, martilleó con el puño el dorso de la
caja y luego lo pasó a otro. Durante un rato, mi violín circuló entre la
multitud. Nadie se ocupaba de nosotros, los dos muchachos de ciudad, frágiles,
delgados, fatigados y ridículos. Habíamos caminado todo el día por la montaña y
nuestras ropas, nuestros rostros y nuestros cabellos estaban cubiertos de
barro. Parecíamos dos soldaditos reaccionarios de una película de propaganda,
capturados por una horda de campesinos comunistas tras una batalla perdida.
—Un juguete de
imbéciles —dijo una mujer con voz ronca.
—No —rectificó
el jefe—, un juguete burgués, llegado de la ciudad.
Me invadió el
frío pese a la gran hoguera en el centro de la estancia. Escuché al jefe
añadir:
—¡Hay que
quemarlo!
La orden
provocó de inmediato una viva reacción en la muchedumbre. Todo el mundo
hablaba, gritaba, se empujaba: cada cual intentaba apoderarse del «juguete»,
para tener el placer de arrojado al fuego con sus propias manos.
—Jefe, es un
instrumento de música —explicó Luo con aire desenvuelto—. Mi amigo es un buen
músico, no bromeo.
El jefe cogió
el violín y lo inspeccionó de nuevo.
Luego me lo
tendió:
—Lo siento,
jefe —dije molesto—, no toco muy bien.
De pronto, vi
a Luo guiñándome un ojo. Extrañado, tomé el violín y comencé a afinarlo.
—Escuchará
usted una sonata de Mozart, jefe —anunció Luo, tan tranquilo como antes.
Pasmado, creí
que se había vuelto loco: desde hacía unos años, todas las obras de Mozart o de
cualquier otro músico occidental estaban prohibidas en nuestro país. En los
zapatos empapados, mis pies mojados estaban helados. Temblaba del frío que me
invadía de nuevo.
—¿Qué es una
sonata? —preguntó el jefe, desconfiado.
—No sé
—comencé a farfullar—. Es algo occidental.
—¿Una canción?
—Más o menos
—respondí, evasivo. Inmediatamente, una alarmada expresión de buen comunista
reapareció en la mirada del jefe, y. su voz se volvió hostil:
—¿Cómo se llama
tu canción?
—Parece una
canción, pero es una sonata.
—¡Te pregunto
su nombre! —gritó, mirándome directamente a los ojos.
Las tres gotas
de sangre de su ojo izquierdo me dieron miedo.
—Mozart...
—vacilé.
—¿Mozart qué?
—Mozart piensa
en el presidente Mao —prosiguió Luo en mi lugar.
¡Qué audacia!
Pero fue eficaz: como si hubiera oído algo milagroso, el rostro amenazador del
jefe se suavizó. Sus ojos se fruncieron con una amplia sonrisa de beatitud.
—Mozart
siempre piensa en Mao —dijo.
—Sí, siempre
—confirmó Luo.
Cuando tensé
las crines de mi arco, unos cálidos aplausos resonaron de pronto a mi
alrededor, y casi me intimidaron. Mis dedos entumecidos comenzaron a recorrer
las cuerdas, y las notas de Mozart volvieron a mi memoria, como amigas fieles.
Los rostros de los campesinos, tan duros hacía un momento, se ablandaron minuto
a minuto ante el límpido gozo de Mozart, como el suelo seco bajo la lluvia;
luego, a la luz danzarina de la lámpara de petróleo, fueron borrándose poco a
poco sus contornos.
Toqué un buen
rato mientras Luo encendía un cigarrillo y fumaba tranquilamente, como un
hombre.
Fue nuestra
primera jornada de reeducación. Luo tenía dieciocho años y yo, diecisiete.
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