Bregan era un buen herrero y en todas
las aldeas de la vecindad de Aquae Sulis nadie le superaba en la confección de
las mejores hojas para guadañas y hoces. Pero hasta hoy, el forjador nunca
había expuesto su vena artística en ninguno de los instrumentos agrícolas
elaborados por sus manos.
Sin saber cómo, el herrero había
diseñado y logrado un dragón de hierro. Esta criatura no tenía nada que ver con
el pequeño y malevolente juguete que Llanwith tenía en su daga, ésta era una criatura
de tal poder que parecía haber saltado por sí misma desde las vetas de hierro
de las montañas. El cuerpo y la cabeza de la bestia formaban la empuñadura que
estaba hábilmente calculada para que pudiese asirse con firmeza, con la boca
rugiente del dragón al final del vástago. Las alas metálicas semidesplegadas se
curvaban hacia atrás de tal forma que ofrecían su protección a la mano que la
empuñase. La cola del dragón se doblaba hacia adelante en una extraña espiral
hasta entrar por la boca del dragón al final del pomo y así, la mano del dueño
quedaba acunada en un puño de hierro.
La empuñadura estaba tapizada
con piel de pescado, que envolvía el cuerpo del dragón, brindando un suave acolchado
a la mano del dueño. Las fauces abiertas y el hueso en la frente de la cabeza
enredada formaban dientes de sierra en el pomo, ideal para golpear a corto
alcance. La empuñadura imitaba las escamas de un gran dragón, creando una daga
que era a la vez tan extraña como exótica e inigualable.
Bregan había fabricado un arma
muy distinta a las simples empuñaduras rectas de las espadas cortas romanas o incluso
a las hojas celtas que poseían tan bella decoración doble. Aquí, se trataba de
una hoja que no era ni daga ni espada, confeccionada tanto para atacar como
para proteger, de tal manera que su dueño no debiera temer que una estocada
inesperada del enemigo lastimara sus dedos o la hicieran saltar de su mano.
Esta daga era un milagro de funcionalidad y belleza.
Artorex quedó tan boquiabierto,
con la mandíbula caída, que provocó la mofa de Gallia, porque le recordaba la
cabeza de uno de los pescados que vendía su hermano.
—He rechazado varios
pretendientes porque parecían bacalaos —se rió, pero sus ojos no se apartaban
del extraño instrumento de muerte.
—Nunca he visto nada parecido
—se maravilló Artorex—. ¿Veis? Las alas del dragón protegen mis nudillos, mientras
que la cola resguarda el dorso de mi mano y mis dedos. Bregan ha creado una
obra maestra.
—Lo merecíais —insistió Gallia con
convencimiento.
—No —murmuró él—. No tengo ningún
tótem y menos un dragón. Hombres como el príncipe Llanwith merecen la
protección de esta bestia. ¿Pero quién soy yo para llevar la serpiente alada de
los reyes celtas?
—Sois mi esposo. Sois heroico y noble
y no estoy dispuesta a escuchar vuestras tonterías. ¿Lo oís, Licia? Vuestro
padre pretende ser sólo un hombre más… ¡el muy tonto! Nosotras sí sabemos que
no es así, ¿verdad, mi dragoncilla?
Cuando Targo vio el arma por primera
vez, la acarició con sus dedos encallecidos, como si fuera el cuerpo de una
mujer.
—Bregan ha estado trabajando más
de un año en esta arma. Durante muchos días pensó en cómo diseñarla, buscando un
tótem que os hiciese justicia. Finalmente eligió el dragón, porque lo llevaban
las legiones romanas y también porque es una criatura que nace del fuego. Os ha
hecho un arma distinta a todas las que he visto, una que sirve para equilibrar
la espada. Está fuera del alcance largo, pero es mortal si encuentra una
abertura. En verdad os envidio el regalo.
Los hombres de la villa se
quedaron estupefactos ante el diseño de la daga del dragón y muchos la cogieron
en sus manos para apreciar su perfecto equilibrio. El regalo de Bregan llevó a muchos
otros guerreros a su forja en los años siguientes, pero ninguna de las armas
que diseñó llegaron a igualar la belleza del cuchillo de hierro. Más tarde,
Artorex recibiría armas con empuñaduras de oro, plata y oro blanco y
guarniciones decoradas con gemas de gran valor, pero el dragón de hierro de Bregan
nunca dejaría de estar al alcance de su mano.
Con estas cosas se forjan las leyendas.
M. K. Hume, El Rey Arturo: El Hijo del Dragón
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