miércoles, 29 de noviembre de 2017

¿FILOSOFÍA? ¿QUÉ ES ESO?


Nos pasamos la vida haciendo preguntas: ¿qué hay esta noche para cenar?, ¿cómo se llama esa chica?, ¿cuál es la tecla del ordenador para «borrar»?, ¿cuánto son cincuenta por treinta?, ¿cuál es la capital de Honduras?, ¿adónde iremos de vacaciones?, ¿quién ha cogido mi móvil?, ¿has estado en París?, ¿a qué temperatura hierve el agua?, ¿me quieres?
Necesitamos hacer preguntas para saber cómo resolver nuestros problemas, o sea, cómo actuar para conseguir lo que queremos. En una palabra, hacemos —y nos hacemos— preguntas para aprender a vivir mejor. Quiero saber qué voy a comer, adónde puedo ir, cómo es el mundo, qué tengo que hacer para viajar en el menor tiempo posible a casa o a donde viven mis amigos, etcétera. Si tengo inquietudes científicas, me gustaría saber cómo hacer volar un avión o cómo curar el cáncer. De la respuesta a cada una de esas preguntas depende lo que haré después: si lo que quiero es ir a Nueva York y pregunto cómo puedo viajar hasta allí, será muy interesante enterarme de que en avión tardaré seis horas, en barco dos o tres días y a nado aproximadamente un año, si los tiburones no lo impiden. A partir de lo que aprendo con esas respuestas tan informativas, decidiré si prefiero comprarme un billete de avión o un traje de baño.
¿A quién tengo que hacer esas preguntas tan necesarias para conseguir lo que quiero y para actuar del modo más práctico posible? Pues deberé preguntar a quienes saben más que yo, a los expertos en cada uno de los temas que me interesan: a los geógrafos si se trata de geografía, a los médicos si es cuestión de salud, a los informáticos si no sé por qué se me bloquea el ordenador, a la agencia de viajes para organizar lo mejor posible mi paseo por Nueva York, etcétera. Afortunadamente, aunque uno ignore muchas cosas, estamos rodeados de sabios que pueden aclararnos la mayoría de nuestras dudas. Lo importante es acertar con la persona a la que vamos a preguntar. Porque el carpintero no nos servirá de nada en cuestiones informáticas ni el mejor entrenador de fútbol sabrá quizá aclararnos cuál es la ruta más segura para escalar el Everest. De modo que la primera pregunta, anterior a cada una de las demás, es: ¿quién sabe más de esta cuestión que me interesa?, ¿dónde está el experto que puede darme la información útil que necesito? Y en cuanto lo tengamos localizado —sea en persona, en un libro, en Wikipedia o como fuere—, ¡a por él sin contemplaciones, hasta que suelte lo que quiero saber!
Como normalmente pregunto para saber qué debo hacer, en cuanto conozco la respuesta me pongo manos a la obra y la pregunta en sí misma deja de interesarme. ¿A qué temperatura hierve el agua?, pregunto, porque resulta que quiero cocerme un huevo para desayunar. Cuando lo sé, pongo el microondas a esa temperatura y me olvido de lo demás. ¡Ah, y luego me como el huevo! Sólo quiero saber para actuar: cuando ya sé lo que debo hacer, tacho la pregunta y paso a otra cuestión urgente. Pero… ¿y si de pronto se me ocurre una pregunta que no tiene nada que ver con lo que voy a comer, ni con mis viajes, ni con las prestaciones de mi móvil, ni siquiera con la geografía, la física o las demás ciencias que conozco? Una pregunta con la que no puedo hacer nada y con la que no sé qué hacer… ¿entonces, qué?
Vamos con otro ejemplo, para entendernos… o liarnos un poco más. Supón que le preguntas a alguien qué hora es. Se lo preguntas a alguien que tiene un buen reloj, claro. Quieres saber la hora porque vas a coger un tren o porque tienes que poner la tele cuando empiece tu programa favorito o porque has quedado con los amigos para ir a bailar, lo que prefieras. El dueño del reloj estudia el cacharro que lleva en su muñeca y te responde: «Las seis menos cuarto». Bueno, pues ya está: el asunto de la hora deja de preocuparte, queda cancelado. Ahora lo que te importa es si debes apresurarte para no llegar tarde a tu cita, al partido o al tren. O si aún es pronto y puedes echarte otra partidita de play station… Pero imagínate que en lugar de preguntar «¿qué hora es?» se te ocurre la pregunta «¿qué es el tiempo?». Ay, caramba, ahora sí que empiezan las dificultades.
Porque, para empezar, sea el tiempo lo que sea vas a seguir viviendo igual: no saldrás más temprano ni más tarde para ver a los amigos o para tomar el tren. La pregunta por el tiempo no tiene nada que ver con lo que vas a hacer sino más bien con lo que tú eres. El tiempo es algo que te pasa a ti, algo que forma parte de tu vida: quieres saber qué es el tiempo porque pretendes conocerte mejor, porque te interesa saber de qué va todo este asunto —la vida— en el que resulta que estás metido. Preguntar «¿qué es el tiempo?» es algo parecido a preguntar «¿cómo soy yo?». No es una cuestión nada fácil de responder…
Segunda complicación: si quieres saber qué es el tiempo… ¿a quién se lo preguntas?, ¿a un relojero?, ¿a un fabricante de calendarios? La verdad es que no hay especialistas en el tiempo, no hay «tiempólogos». A lo mejor un científico te habla de la teoría de la relatividad y del tiempo en el espacio interplanetario; un antropólogo puede explicarte las diferentes formas de medir el paso del tiempo que han inventado las sociedades; y un poeta te cantará en verso la nostalgia del tiempo que se fue y de lo que se llevó con él… Pero tú no te conformas con ninguna de esas opiniones parciales porque lo que te gustaría saber es lo que el tiempo realmente es, sea en el espacio interplanetario, en la historia o en tu biografía. ¿De qué va el tiempo… y por qué se va? No hay expertos en este tema, pero en cambio la cuestión puede interesarle a cualquiera como tú, es decir, a cualquier otro ser humano. De modo que no hace falta que te empeñes en encontrar a un sabio para que te resuelva tus dudas: mejor será que hables con los demás, con tus semejantes, con otros preocupados como tú. A ver si entre todos encontráis alguna respuesta válida.
Te señalo otra característica sorprendente de esta interrogación que te has hecho (a estas alturas, a lo mejor ya te has arrepentido de ello, caramba). A diferencia de las demás preguntas, las que dejan de interesarte en cuanto te las contesta el que sabe del asunto, en este caso la cuestión del tiempo te intriga más cuanto más te la intentan responder unos y otros. Las diversas contestaciones aumentan cada vez más tu curiosidad por el tema en lugar de liquidarla: se te despiertan las ganas de preguntar más y más, no de renunciar a preguntar.
Y no creas que se trata sólo de la pregunta por el tiempo; si quieres saber qué es la libertad, o la muerte, o el Universo, o la verdad, o la naturaleza o… algunas otras grandes cosas así, te ocurrirá lo mismo. Como verás, no son ni mucho menos temas «raros»: ¿acaso es una cosa extravagante o insólita la muerte o la libertad? Pero tampoco son preguntas corrientes, o sea que no son prácticas, ni científicas: son preguntas filosóficas. Llamamos «filosofía» al esfuerzo por contestar esas preguntas y por seguir preguntando después, a partir de las respuestas que has recibido o que has encontrado tú mismo. Porque una característica de ponerse en plan filosófico es no conformarse fácilmente con la primera explicación que tienes de un asunto, ni con la segunda, ni siquiera con la tercera o la cuarta.
Encontrarás gente que para todas estas preguntas te va a prometer una respuesta definitiva y total, ya verás. Ellos saben la verdad buena y garantizada sobre cada duda que tengas porque se la contó una noche al oído Dios, o quizá un mago tipo Gandalf o Dumbledore, o un extraterrestre de lo más alucinante con ganas de hacer favores. Los conocerás enseguida porque te dirán que no preguntes más, que no te empeñes en pensar por tu cuenta, que tengas fe ciega y que aceptes lo que ellos te enseñan. Te dirán —los muy… en fin, prefiero callarme— que no debes ser orgulloso, sino dócil ante los misterios del Universo. Y sobre todo que tienes que creerte sus explicaciones y sus cuentos a pies juntillas, aunque no logren darte razones para aceptarlos. Las cosas son así y punto, amén. Incluso algunos intentarán convencerte de que lo suyo es también filosofía: ¡mentira! Ningún filósofo auténtico te exigirá que creas lo que no entiendes o lo que él no puede explicarte. Voy a contarte un ejemplo que muchos me juran que sucedió de verdad, aunque como yo no estaba allí, no puedo asegurártelo.
Resulta que, hace unos pocos años, se presentó en una pequeña ciudad inglesa un gran sabio hindú que iba a dar una conferencia pública nada menos que sobre el Universo. ¡El Universo, agárrate para no caerte! Naturalmente, acudió mucho público curioso. La tarde de la conferencia, la sala estaba llena de gente y no cabía ni una mosca (bueno, una mosca sí que había, pero quiso entrar otra y ya no pudo). Por fin llegó el gurú, una especie de faquir de lujo que llevaba un turbante con pluma y todo, túnica de colorines, etcétera (una advertencia: desconfía de todos los que se ponen uniformes raros para tratar con la gente: medallas, gorros, capas y lo demás; casi siempre lo único que pretenden es impresionarte para que les obedezcas). El supuesto sabio comenzó su discurso en tono retumbante y misterioso: «¿Queréis saber dónde está el Universo? El Universo está apoyado sobre el lomo de un gigantesco elefante y ese elefante pone sus patas sobre el caparazón de una inmensa tortuga». Se oyeron exclamaciones entre el público —«¡Ah! ¡Oh!»— y un viejecito despistado exclamó piadosamente: «¡Alabado sea el Señor!». Pero entonces una señora gordita y con gafas, sentada en la segunda fila, preguntó tranquilamente: «Bueno, pero… ¿dónde está la tortuga?».
El faquir dibujó un pase mágico con las manos, como si quisiera hacer desaparecer del Universo a la preguntona, y contestó, con voz cavernosa: «La tortuga está subida en la espalda de una araña colosal». Hubo gente del público que sintió un escalofrío, imaginando a semejante bicho. Sin embargo, la señora gordita no pareció demasiado impresionada y volvió a levantar la mano para preguntar otra vez: «Ya, claro, pero naturalmente me gustaría saber dónde está esa araña». El hindú se puso de color rojo subido y soltó un resoplido como de olla exprés: «Mi muy querida y… ¡ejem!… curiosilla amiga, je, je —intentó poner una voz meliflua pero le salió un gallo—, puedo asegurarle que la araña está encaramada en una gigantesca roca». Ante esa noticia, la señora pareció animarse todavía más: «¡Estupendo! Y ahora sólo nos falta saber dónde está la roca de marras». Desesperado, el faquir berreó: «¡Señora mía, puedo asegurarle que hay piedras ya hasta abajo!». Abucheo general para el farsante.
¿Era un filósofo de verdad ese sabio tunante con turbante? ¡Claro que no! La auténtica filósofa era la señora preguntona, que no se contentaba con las explicaciones que se quedan a medio camino, colgadas del aire. Hizo bien en preguntar y preguntar, hasta dejar claro que el faquir sólo trataba de impresionar a los otros con palabrería falsamente misteriosa que ocultaba su ignorancia y se aprovechaba de la de los demás. Te aseguro que hay muchos así y casi todos se las dan de santones y de adivinos profundísimos: ¡Ojalá nunca falten las señoras preguntonas y filósofas que sepan ponerles en ridículo!

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La filosofía es una forma de buscar verdades y denunciar errores o falsedades que tiene ya más de dos mil quinientos años de historia. Este libro intenta contar con sencillez y brevedad algunos de los momentos más importantes de esa historia. Cada uno de los filósofos de los que hablaremos pensó sobre asuntos que también te interesan a ti, porque la filosofía se ocupa de lo que inquieta a todos los seres humanos. Pero ellos pensaron según la realidad en que vivieron, que no es igual a la tuya: o sea, las preguntas siguen vigentes en su mayor parte (¿qué es la verdad, la muerte, la libertad, el poder, la naturaleza, el tiempo, la belleza?, etcétera), aunque no conocieron, ni siquiera imaginaron la bomba atómica, los teléfonos móviles, Internet ni los videojuegos. ¿Qué significa esto? Pues que pueden ayudarte a pensar pero no pueden pensar en tu lugar: han recorrido parte del camino y gracias a ellos ya no tienes que empezar desde cero, pero tu vida humana en el mundo en que te ha tocado vivirla tienes que pensarla tú… y nadie más. Esto es lo más importante, para empezar y también para acabar: nadie piensa completamente solo porque todos recibimos ayuda de los demás humanos, de quienes vivieron antes y de quienes viven ahora con nosotros… pero recuerda que nadie puede pensar en tu lugar ni exigir que te creas a pies juntillas lo que dice y que renuncies a pensar tú mismo.

Fernando Savater, Historia de la Filosofía sin Temor ni Temblor

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