DÍA DE LAS LIBRERÍAS 2017
Aprendí así a conocer a los
«clientes» del libro. Me esforzaba por penetrar en sus deseos, por comprender
sus gustos, sus opiniones y sus tendencias, por adivinar las razones de su
admiración, de su entusiasmo, de su alegría o su descontento a propósito de tal
o cual obra.
Conseguía desentrañar un
carácter, un estado de ánimo o un pensamiento solo por el modo casi tierno como
cogían un volumen, por la delicadeza con que pasaban sus páginas, por cómo las
leían piadosamente o las hojeaban a toda velocidad, sin prestar atención,
poniéndolo enseguida otra vez sobre la mesa, a veces tan descuidadamente que
llegaba a estropearse esa parte tan sensible que son las puntas. Con
discreción, me aventuraba a colocar a mano del lector el libro que yo
consideraba el adecuado para él, con el fin de evitarle el embarazo de verse
influido por una recomendación. Si le parecía de su agrado, yo me sentía
exultante.
Empezaba a tomarle afecto a la
clientela. Acompañaba mentalmente a algunos visitantes hasta el final de su
recorrido y me imaginaba su contacto con el libro que se llevaban; luego,
esperaba con impaciencia que volvieran para saber cuáles habían sido sus
reacciones.
Pero también podía ocurrir que
detestara a un vándalo. Porque había gente que martirizaba los libros, los
avasallaba con críticas violentas, con reproches, hasta deformar pérfidamente
su contenido.
He de confesar, para mi
vergüenza, que eran sobre todo las mujeres las que más carecían de moderación.
Fue así como acabé encontrando el
complemento necesario de todo libro: el lector.
En general, reinaba entre uno y
otro una perfecta armonía en la pequeña tienda de la rue Gay-Lussac.
Cuando me llegó la hora de
escoger una profesión, no lo dudé: seguí mi vocación de librera.
Françoise Frenkel, Una Librería en Berlín
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