El
brasero era pequeño y cuadrado, y estaba hecho de un metal viejo oscurecido por
el fuego, podría haber sido cobre o latón. A Eloise le llamó la atención cuando
lo vio en el mercadillo porque tenía grabados unos animales que podrían haber
sido dragones y serpientes marinas. A uno de ellos le faltaba la cabeza.
Sólo
costaba un dólar y Eloise lo compró, junto con un sombrero rojo con una pluma a
un lado. Empezó a arrepentirse de haber comprado el sombrero incluso antes de
llegar a casa, y pensó que quizá se lo regalara a
alguien. Pero cuando llegó a casa se encontró la carta del hospital y dejó el
brasero en el jardín trasero y el sombrero en el armario que había en la
entrada, y no volvió a pensar en ellos.
Pasaron
los meses y también sus ganas de salir de casa. Cada día se sentía más débil y
cada día le robaba más energía que el anterior. Trasladó la cama a la
habitación de la planta baja, porque le dolía todo al caminar, porque estaba
demasiado cansada para subir las escaleras, porque era más sencillo.
Llegó
noviembre y con él la certeza de que jamás vería la Navidad.
Hay
cosas que no puedes abandonar, cosas que no puedes dejar para que las
encuentren tus seres queridos cuando te hayas marchado. Cosas que debes quemar.
Se
llevó al jardín una carpeta de cartón negro llena de papeles, cartas y
fotografías viejas. Llenó el brasero de ramas secas y esas bolsas de papel
marrón del supermercado, y les prendió fuego con un mechero para barbacoas.
Esperó a que ardieran para abrir la carpeta.
Empezó
con las cartas, en particular con las que no quería que viera nadie. Cuando
estaba en la universidad, hubo un profesor y una relación, si se podía llamar
así, que se volvió muy oscura y se estropeó muy deprisa. Guardaba todas sus
cartas unidas con un clip y fue dejándolas caer en las llamas de una en una.
Había una fotografía de los dos juntos y la soltó en el brasero al final de
todo, y contempló cómo se enroscaba y ennegrecía.
Cuando
alargó el brazo para coger el siguiente recuerdo de la carpeta, se dio cuenta
de que no se acordaba del nombre del profesor, ni de lo que enseñaba, ni del
motivo por el que la relación le había hecho tanto daño
y la había dejado al borde del suicidio durante el año siguiente.
A
continuación había una fotografía de su perra, Lassie, tumbada boca arriba
junto al roble del patio. Lassie ya llevaba muerta siete años, pero el árbol
seguía allí, el frío de noviembre lo había deshojado. Tiró la fotografía en el
brasero. Había querido a esa perra.
Miró
el árbol, recordando…
No
había ningún árbol en el patio. Ni siquiera había un tocón; sólo el césped
deslucido de noviembre, lleno de hojas caídas de los árboles vecinos.
Eloise
lo vio y no le preocupó pensar que se había vuelto loca. Se levantó con el
cuerpo rígido y entró en casa. Su reflejo en el espejo la sorprendió, como le
ocurría últimamente. Tenía el pelo muy fino y escaso, y el rostro demacrado.
Cogió
los papeles que había en la mesita de noche de su cama improvisada: encima de
la pila había una carta de su oncólogo, y bajo ella una docena de hojas llenas
de números y palabras. Había más papeles debajo, todos con el logo del hospital
en la primera página. Los cogió todos y, por si acaso, cogió también las
facturas del hospital. El seguro cubría la mayor parte, pero no todo.
Al
salir, se detuvo un momento en la cocina a tomar aliento.
El
brasero la aguardaba y arrojó su información médica a las llamas. Contempló
cómo los papeles se ponían marrones, después negros, y al final se convertían
en ceniza que se llevaba el viento de noviembre.
Cuando
se hubo quemado el último informe médico, Eloise se levantó y entró en casa. El
espejo del pasillo le mostró una Eloise que le resultaba familiar y desconocida
al mismo tiempo: tenía una espesa melena castaña y sonreía desde el otro lado
del espejo como si amara la vida y dejara a su paso una estela de consuelo.
Eloise
fue al armario del pasillo. Había un sombrero rojo en la estantería que apenas
recordaba, pero se lo puso, pensando preocupada que el color rojo haría que su
rostro se viera apagado y amarillento. Se miró al espejo. Le quedaba bien. Se
ladeó el sombrero con picardía.
Fuera,
los últimos trazos del humo que emanaba del brasero negro decorado con
serpientes se perdían en el gélido aire de noviembre.
Neil
Gaiman
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