Nos pasamos la
vida haciendo preguntas: ¿qué hay esta noche para cenar?, ¿cómo se llama esa
chica?, ¿cuál es la tecla del ordenador para «borrar»?, ¿cuánto son cincuenta
por treinta?, ¿cuál es la capital de Honduras?, ¿adónde iremos de vacaciones?,
¿quién ha cogido mi móvil?, ¿has estado en París?, ¿a qué temperatura hierve el
agua?, ¿me quieres?
Necesitamos
hacer preguntas para saber cómo resolver nuestros problemas, o sea, cómo actuar
para conseguir lo que queremos. En una palabra, hacemos —y nos hacemos—
preguntas para aprender a vivir mejor. Quiero saber qué voy a comer, adónde
puedo ir, cómo es el mundo, qué tengo que hacer para viajar en el menor tiempo
posible a casa o a donde viven mis amigos, etcétera. Si tengo inquietudes
científicas, me gustaría saber cómo hacer volar un avión o cómo curar el
cáncer. De la respuesta a cada una de esas preguntas depende lo que haré
después: si lo que quiero es ir a Nueva York y pregunto cómo puedo viajar hasta
allí, será muy interesante enterarme de que en avión tardaré seis horas, en
barco dos o tres días y a nado aproximadamente un año, si los tiburones no lo
impiden. A partir de lo que aprendo con esas respuestas tan informativas,
decidiré si prefiero comprarme un billete de avión o un traje de baño.
¿A quién tengo
que hacer esas preguntas tan necesarias para conseguir lo que quiero y para
actuar del modo más práctico posible? Pues deberé preguntar a quienes saben más
que yo, a los expertos en cada uno de los temas que me interesan: a los
geógrafos si se trata de geografía, a los médicos si es cuestión de salud, a
los informáticos si no sé por qué se me bloquea el ordenador, a la agencia de
viajes para organizar lo mejor posible mi paseo por Nueva York, etcétera.
Afortunadamente, aunque uno ignore muchas cosas, estamos rodeados de sabios que
pueden aclararnos la mayoría de nuestras dudas. Lo importante es acertar con la
persona a la que vamos a preguntar. Porque el carpintero no nos servirá de nada
en cuestiones informáticas ni el mejor entrenador de fútbol sabrá quizá
aclararnos cuál es la ruta más segura para escalar el Everest. De modo que la
primera pregunta, anterior a cada una de las demás, es: ¿quién sabe más de esta
cuestión que me interesa?, ¿dónde está el experto que puede darme la
información útil que necesito? Y en cuanto lo tengamos localizado —sea en
persona, en un libro, en Wikipedia o como fuere—, ¡a por él sin
contemplaciones, hasta que suelte lo que quiero saber!
Como
normalmente pregunto para saber qué debo hacer, en cuanto conozco la respuesta
me pongo manos a la obra y la pregunta en sí misma deja de interesarme. ¿A qué
temperatura hierve el agua?, pregunto, porque resulta que quiero cocerme un
huevo para desayunar. Cuando lo sé, pongo el microondas a esa temperatura y me
olvido de lo demás. ¡Ah, y luego me como el huevo! Sólo quiero saber para
actuar: cuando ya sé lo que debo hacer, tacho la pregunta y paso a otra
cuestión urgente. Pero… ¿y si de pronto se me ocurre una pregunta que no tiene
nada que ver con lo que voy a comer, ni con mis viajes, ni con las prestaciones
de mi móvil, ni siquiera con la geografía, la física o las demás ciencias que
conozco? Una pregunta con la que no puedo hacer nada y con la que no sé qué
hacer… ¿entonces, qué?
Vamos con otro
ejemplo, para entendernos… o liarnos un poco más. Supón que le preguntas a
alguien qué hora es. Se lo preguntas a alguien que tiene un buen reloj, claro.
Quieres saber la hora porque vas a coger un tren o porque tienes que poner la
tele cuando empiece tu programa favorito o porque has quedado con los amigos
para ir a bailar, lo que prefieras. El dueño del reloj estudia el cacharro que
lleva en su muñeca y te responde: «Las seis menos cuarto». Bueno, pues ya está:
el asunto de la hora deja de preocuparte, queda cancelado. Ahora lo que te
importa es si debes apresurarte para no llegar tarde a tu cita, al partido o al
tren. O si aún es pronto y puedes echarte otra partidita de play station… Pero
imagínate que en lugar de preguntar «¿qué hora es?» se te ocurre la pregunta «¿qué
es el tiempo?». Ay, caramba, ahora sí que empiezan las dificultades.
Porque, para
empezar, sea el tiempo lo que sea vas a seguir viviendo igual: no saldrás más
temprano ni más tarde para ver a los amigos o para tomar el tren. La pregunta
por el tiempo no tiene nada que ver con lo que vas a hacer sino más bien con lo
que tú eres. El tiempo es algo que te pasa a ti, algo que forma parte de tu
vida: quieres saber qué es el tiempo porque pretendes conocerte mejor, porque
te interesa saber de qué va todo este asunto —la vida— en el que resulta que
estás metido. Preguntar «¿qué es el tiempo?» es algo parecido a preguntar
«¿cómo soy yo?». No es una cuestión nada fácil de responder…
Segunda
complicación: si quieres saber qué es el tiempo… ¿a quién se lo preguntas?, ¿a
un relojero?, ¿a un fabricante de calendarios? La verdad es que no hay
especialistas en el tiempo, no hay «tiempólogos». A lo mejor un científico te
habla de la teoría de la relatividad y del tiempo en el espacio
interplanetario; un antropólogo puede explicarte las diferentes formas de medir
el paso del tiempo que han inventado las sociedades; y un poeta te cantará en
verso la nostalgia del tiempo que se fue y de lo que se llevó con él… Pero tú
no te conformas con ninguna de esas opiniones parciales porque lo que te
gustaría saber es lo que el tiempo realmente es, sea en el espacio
interplanetario, en la historia o en tu biografía. ¿De qué va el tiempo… y por
qué se va? No hay expertos en este tema, pero en cambio la cuestión puede
interesarle a cualquiera como tú, es decir, a cualquier otro ser humano. De
modo que no hace falta que te empeñes en encontrar a un sabio para que te
resuelva tus dudas: mejor será que hables con los demás, con tus semejantes,
con otros preocupados como tú. A ver si entre todos encontráis alguna respuesta
válida.
Te señalo otra
característica sorprendente de esta interrogación que te has hecho (a estas
alturas, a lo mejor ya te has arrepentido de ello, caramba). A diferencia de
las demás preguntas, las que dejan de interesarte en cuanto te las contesta el
que sabe del asunto, en este caso la cuestión del tiempo te intriga más cuanto
más te la intentan responder unos y otros. Las diversas contestaciones aumentan
cada vez más tu curiosidad por el tema en lugar de liquidarla: se te despiertan
las ganas de preguntar más y más, no de renunciar a preguntar.
Y no creas que
se trata sólo de la pregunta por el tiempo; si quieres saber qué es la
libertad, o la muerte, o el Universo, o la verdad, o la naturaleza o… algunas
otras grandes cosas así, te ocurrirá lo mismo. Como verás, no son ni mucho
menos temas «raros»: ¿acaso es una cosa extravagante o insólita la muerte o la
libertad? Pero tampoco son preguntas corrientes, o sea que no son prácticas, ni
científicas: son preguntas filosóficas. Llamamos «filosofía» al esfuerzo por
contestar esas preguntas y por seguir preguntando después, a partir de las
respuestas que has recibido o que has encontrado tú mismo. Porque una
característica de ponerse en plan filosófico es no conformarse fácilmente con
la primera explicación que tienes de un asunto, ni con la segunda, ni siquiera
con la tercera o la cuarta.
Encontrarás
gente que para todas estas preguntas te va a prometer una respuesta definitiva
y total, ya verás. Ellos saben la verdad buena y garantizada sobre cada duda
que tengas porque se la contó una noche al oído Dios, o quizá un mago tipo
Gandalf o Dumbledore, o un extraterrestre de lo más alucinante con ganas de
hacer favores. Los conocerás enseguida porque te dirán que no preguntes más, que
no te empeñes en pensar por tu cuenta, que tengas fe ciega y que aceptes lo que
ellos te enseñan. Te dirán —los muy… en fin, prefiero callarme— que no debes
ser orgulloso, sino dócil ante los misterios del Universo. Y sobre todo que
tienes que creerte sus explicaciones y sus cuentos a pies juntillas, aunque no
logren darte razones para aceptarlos. Las cosas son así y punto, amén. Incluso
algunos intentarán convencerte de que lo suyo es también filosofía: ¡mentira!
Ningún filósofo auténtico te exigirá que creas lo que no entiendes o lo que él
no puede explicarte. Voy a contarte un ejemplo que muchos me juran que sucedió
de verdad, aunque como yo no estaba allí, no puedo asegurártelo.
Resulta que,
hace unos pocos años, se presentó en una pequeña ciudad inglesa un gran sabio
hindú que iba a dar una conferencia pública nada menos que sobre el Universo.
¡El Universo, agárrate para no caerte! Naturalmente, acudió mucho público
curioso. La tarde de la conferencia, la sala estaba llena de gente y no cabía
ni una mosca (bueno, una mosca sí que había, pero quiso entrar otra y ya no
pudo). Por fin llegó el gurú, una especie de faquir de lujo que llevaba un
turbante con pluma y todo, túnica de colorines, etcétera (una advertencia:
desconfía de todos los que se ponen uniformes raros para tratar con la gente:
medallas, gorros, capas y lo demás; casi siempre lo único que pretenden es
impresionarte para que les obedezcas). El supuesto sabio comenzó su discurso en
tono retumbante y misterioso: «¿Queréis saber dónde está el Universo? El
Universo está apoyado sobre el lomo de un gigantesco elefante y ese elefante
pone sus patas sobre el caparazón de una inmensa tortuga». Se oyeron
exclamaciones entre el público —«¡Ah! ¡Oh!»— y un viejecito despistado exclamó
piadosamente: «¡Alabado sea el Señor!». Pero entonces una señora gordita y con
gafas, sentada en la segunda fila, preguntó tranquilamente: «Bueno, pero…
¿dónde está la tortuga?».
El faquir
dibujó un pase mágico con las manos, como si quisiera hacer desaparecer del
Universo a la preguntona, y contestó, con voz cavernosa: «La tortuga está
subida en la espalda de una araña colosal». Hubo gente del público que sintió
un escalofrío, imaginando a semejante bicho. Sin embargo, la señora gordita no
pareció demasiado impresionada y volvió a levantar la mano para preguntar otra
vez: «Ya, claro, pero naturalmente me gustaría saber dónde está esa araña». El
hindú se puso de color rojo subido y soltó un resoplido como de olla exprés:
«Mi muy querida y… ¡ejem!… curiosilla amiga, je, je —intentó poner una voz
meliflua pero le salió un gallo—, puedo asegurarle que la araña está encaramada
en una gigantesca roca». Ante esa noticia, la señora pareció animarse todavía
más: «¡Estupendo! Y ahora sólo nos falta saber dónde está la roca de marras». Desesperado,
el faquir berreó: «¡Señora mía, puedo asegurarle que hay piedras ya hasta
abajo!». Abucheo general para el farsante.
¿Era un
filósofo de verdad ese sabio tunante con turbante? ¡Claro que no! La auténtica
filósofa era la señora preguntona, que no se contentaba con las explicaciones
que se quedan a medio camino, colgadas del aire. Hizo bien en preguntar y
preguntar, hasta dejar claro que el faquir sólo trataba de impresionar a los
otros con palabrería falsamente misteriosa que ocultaba su ignorancia y se
aprovechaba de la de los demás. Te aseguro que hay muchos así y casi todos se
las dan de santones y de adivinos profundísimos: ¡Ojalá nunca falten las
señoras preguntonas y filósofas que sepan ponerles en ridículo!
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La filosofía
es una forma de buscar verdades y denunciar errores o falsedades que tiene ya
más de dos mil quinientos años de historia. Este libro intenta contar con
sencillez y brevedad algunos de los momentos más importantes de esa historia.
Cada uno de los filósofos de los que hablaremos pensó sobre asuntos que también
te interesan a ti, porque la filosofía se ocupa de lo que inquieta a todos los
seres humanos. Pero ellos pensaron según la realidad en que vivieron, que no es
igual a la tuya: o sea, las preguntas siguen vigentes en su mayor parte (¿qué
es la verdad, la muerte, la libertad, el poder, la naturaleza, el tiempo, la
belleza?, etcétera), aunque no conocieron, ni siquiera imaginaron la bomba
atómica, los teléfonos móviles, Internet ni los videojuegos. ¿Qué significa
esto? Pues que pueden ayudarte a pensar pero no pueden pensar en tu lugar: han
recorrido parte del camino y gracias a ellos ya no tienes que empezar desde
cero, pero tu vida humana en el mundo en que te ha tocado vivirla tienes que
pensarla tú… y nadie más. Esto es lo más importante, para empezar y también
para acabar: nadie piensa completamente solo porque todos recibimos ayuda de
los demás humanos, de quienes vivieron antes y de quienes viven ahora con
nosotros… pero recuerda que nadie puede pensar en tu lugar ni exigir que te
creas a pies juntillas lo que dice y que renuncies a pensar tú mismo.
Fernando Savater, Historia de la
Filosofía sin Temor ni Temblor