¡Oh Calíope, Clio, Erato y Euterpe, y musas todas que habitáis las
moradas del Olimpo, que por vuestra belleza conseguís todo lo que os proponéis!
¡Y vosotras, Ninfas del Peloponeso! (…) Otorgad a esta anciana la gracia de
recordar y la fuerza para escribir lo que sus ojos marchitos han vivido. Si la
obtengo, os prometo ofrecer un sacrificio memorable en vuestro Nimfeo de
Esparta.
Me llamo Aretes y soy hija de Eurímaco y de Briseida, nieta de
Laertes, lacedemonia o espartana, como queráis. Si mis cálculos no yerran, mis
ojos han visto más de setenta primaveras, una edad más que respetable para los
tiempos que me han tocado vivir. Si ahora me vierais no reconoceríais a la
muchacha que fui. Ya no puedo ir andando a muchos sitios y preciso de un asno o
una carreta para llegarme al mercado de la aldea o a sus templos para ofrendar
a los dioses. Mis manos arrugadas no son lo precisas que fueron y la memoria
inmediata me flaquea. No así los recuerdos de mi infancia y juventud, que tengo
presentes como si hubieran sucedido esta mañana, porque cuando cierro los ojos
aparecen en mi mente las imágenes de mi padre y mis hermanos bruñendo y
engrasando sus armas, mi madre amasando el pan o nuestros ilotas segando la
mies entre las ramas plateadas de los olivos agitadas por el Noto, el viento
cálido que en verano remonta el cauce del Eurotas desde el mar.
No puedo ya valerme del todo por mí sola y mis manos tiemblan como
una vieja rueca cansada de rodar, aunque lo hacen de modo casi imperceptible.
Mi ojo derecho se ha cubierto de una tela fina y peligrosa como la de una
araña. A veces, la niebla que lo mantiene en la penumbra se disipa, como la
bruma desaparece de la cima de un monte alto, y entonces puedo escribir con
pulso más o menos firme.
Sin embargo, aún conservo algo que me hizo una de las muchachas
más esbeltas de mi tiempo. Mis ojos verdes todavía pueden chispear con malicia,
pues conservo el don de ver más allá de las palabras y de leer los corazones.
En mi juventud fui una mujer bella, o al menos eso decían. Lo digo sin pizca de
engreimiento porque tuve admiradores, hermosos muchachos que me cortejaron y
presentes dignos de una reina, como collares de cuentas, perfumes egipcios o
vasijas de barro fenicio. La vida al aire libre y las continuas prácticas atléticas
a las que la educación espartana obliga también a las mujeres, esculpieron en
mí un cuerpo bello.
Dicen que las mujeres espartanas superamos en belleza a las demás
de la Hélade. Nuestra diosa no es Afrodita como para el resto de las griegas,
sino Artemisa cazadora, pues, desde pequeñas, moldeamos nuestras piernas,
nuestra cintura o nuestros hombros en la palestra y en las carreras alrededor
de los campos. Nuestro cabello claro luce a la luz de la lámpara no por las
cremas o los cosméticos, sino por el lustre de nuestra salud. Nuestros ojos no
se bajan ante la mirada de un hombre como hacen los ojos maquillados de las
prostitutas de Corinto y nuestras piernas no se cuidan en el tocador con ceras
o jugo de arándano, sino bajo el sol, en las carreras o en la pista atlética.
Desde niñas nos inculcan que nuestra principal responsabilidad es criar niños
fuertes que sean guerreros y héroes, defensores de la polis. Las espartanas
somos mujeres bravas como yeguas, corredoras olímpicas. El entrenamiento
produce en nosotras algo poderoso y lo sabemos. Otras ciudades producen
monumentos o poesía entre otras artes. Esparta, en cambio, produce guerreros, y
nosotras los parimos.
He de reconocer que siempre he sido algo tímida o reservada,
aunque no pusilánime ni retraída, y mucho menos cobarde, que esta palabra no
existe en el vocabulario de Esparta. Por eso, cuando el grupo de muchachas de
mi edad nos cruzábamos con mi padre y su homoi o grupo de guerreros
ejercitándose en la llanura, o nos veían correr con las piernas desnudas,
entonces mi padre gritaba a sus compañeros «¡mirad mi gacela de ojos de
ternera!», yo me sentía morir, enrojecía hasta la raíz del cabello al oír los
comentarios procaces de los hombres. Por eso corría aún más deprisa, seguida de
mis compañeras por el campo, cubierta de sudor y del polvo del camino. De esa
forma no podían apreciar mi ondulado cabello del color del roble joven, ni los
hoyuelos de mis mejillas, ni mi boca ancha y sonriente. Sólo se fijaban en las
piernas o en los muslos de una muchacha, más parecida a una potrilla que a una
mujer. Sin embargo, mi padre lo decía lleno de orgullo y, cuando por la tarde
regresaba a casa serena, me pellizcaba como sólo él sabía hacer repitiéndomelo
en la oreja: «¡Mi gacelilla de ojos de ternera!». Entonces yo ya no enrojecía.
Allí me lanzaba a sus brazos y me lo comía a besos, porque ser la única hija de
un padre otorga esos derechos. Mis hermanos pasaban gran parte del día en los
campos, o en la palestra junto a los otros muchachos, y mi madre, como contaré,
vivía ensimismada en su dolor. Demasiado a menudo estaba sumergida en su mundo
de melancolía.
Soy vieja, he dicho.
Lluis Prats, Aretes de Esparta
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