Kioto, Japón, agosto de 1609
El muchacho
despertó de repente y agarró rápidamente la espada.
Tenno apenas
se atrevía a respirar: sentía que había alguien más en la habitación.
Sus ojos
trataban de acostumbrarse a la oscuridad mientras se afanaban en encontrar
signos de movimiento. Pero no conseguían distinguir nada, sólo sombras dentro
de sombras. Tal vez se había equivocado... Sin embargo, sus conocimientos de
samurái le advertían de lo contrario.
Tenno escuchó
con atención pendiente de cualquier sonido que pudiera desvelar la presencia de
un intruso. Pero no oyó nada fuera de lo normal: llegaba desde el jardín el
susurro de los cerezos en flor agitados por la suave brisa, y el tintineo del
agua de la fuente al caer al estanque acompañaba la persistente canción que un
grillo cercano entonaba cada noche. El resto de la casa estaba en silencio.
Sin duda debía
de estar exagerando. No era más que uno de esos malos espíritus kami que había
decidido perturbar sus sueños, pensó.
Todos los
miembros de la familia Masamoto se habían pasado el mes con los nervios de
punta. Los rumores de guerra no cesaban y ya se hablaba de posibles rebeliones.
De hecho, el
propio padre de Tennohabía sido requerido para ayudar a sofocar cualquier
alzamiento potencial. La paz de la que Japón había disfrutado durante los
últimos doce años de repente se veía amenazada, y la gente temía que estallase
de nuevo otra guerra. No era extraño que estuviera inquieto.
Tenno bajó la
guardia y se dispuso a seguir durmiendo en su futón. El grillo nocturno cantó
de pronto un poco más fuerte y la mano del muchacho agarró instintivamente con
más fuerza la empuñadura de su espada. Su padre le había dicho una vez: «Un
samurái siempre debe obedecer a sus instintos», y sus instintos le decían que
algo iba mal.
Se incorporó
en la cama para levantarse a investigar.
De repente una
estrella de plata apareció girando de la oscuridad.
Tenno se hizo
a un lado, pero su reacción llegó un segundo demasiado tarde.
El shuriken le
cortó la mejilla y fue a clavarse en el futón, justo donde antes había estado
reposando su cabeza. Mientras rodaba por el suelo, el muchacho sintió la sangre
caliente corriéndole por el rostro. Y entonces oyó que un segundo shuriken se
clavaba con un golpe seco en el tatami. Tenno se puso en pie con un movimiento
fluido alzando la espada para protegerse.
Una figura
espectral vestida de negro de la cabeza a los pies se movió en las sombras.
«¡Ninja!»
El asesino japonés de la noche.
Con
lentitud medida, el ninja desenvainó de su saya una espada de aspecto ominoso.
A diferencia
de la catana curva de Tenno, la tanto era corta, recta, ideal para apuñalar.
El ninja
avanzó un paso silencioso y alzó la tanto: era como una cobra humana
preparándose para atacar.
Dispuesto a
anticiparse al ataque, Tenno levantó la espada para asestarle un buen golpe al
asesino que se aproximaba. Pero el ninja esquivó con destreza la catana del
muchacho, y giró sobre sí mismo para darle una patada en el pecho.
Impelido hacia
atrás, Tenno atravesó de un salto el fino papel de la puerta shoji de su
habitación y se adentró de golpe en la noche. Aterrizó pesadamente en medio el
jardín interior, desorientado y luchando por controlar su respiración.
El
ninja pasó al otro lado de la abertura y se posó de un salto ante él, como un gato.
Tenno trató de
plantarle cara y de defenderse, pero sus piernas cedieron. Se habían vuelto
pesadas e inútiles. El pánico se apoderó de él: trató de gritar, de pedir
ayuda, pero la garganta se le había cerrado. Le ardía como si estuviera en
llamas y sus gritos eran puñaladas asfixiantes en busca de aire.
El ninja
apareció y desapareció ante su vista hasta que de pronto se desvaneció en un
remolino de humo negro.
Mientras su
visión se nublaba, el muchacho advirtió que el shuriken que le había lanzado el
ninja estaba empapado en veneno. Su cuerpo sucumbía a sus letales poderes, se
iba paralizando miembro a miembro, y él quedaba a merced de su asesino.
Cegado, Tenno
intentó escuchar, pero sólo pudo oír el canturreo del grillo. Recordó que su padre
había mencionado que los ninja usaban el ruido que emitían los insectos para
disfrazar el sonido de sus propios movimientos. ¡Así había conseguido su
atacante pasar desapercibido entre los guardias!
Tenno recuperó
brevemente la visión y, bajo la pálida luz de la luna, distinguió un rostro
enmascarado flotando hacia él. El ninja se le acercó tanto que el muchacho pudo
oler el caliente aliento del asesino, agrio y rancio como el sake barato. A
través de la rendija de su shinobi shozoko, Tenno vio un único ojo verde
esmeralda encendido por el odio.
—Esto es un
mensaje para tu padre —susurró el ninja.
Tenno sintió
la presión fría de la punta de la tanto sobre su corazón.
Un solo
movimiento y todo su cuerpo fue presa de un dolor lacerante...
Luego, nada...
Masamoto Tenno
había pasado al Gran Vacío.
Chris Bradford, El Camino del
Guerrero
Os dejo con la música de una vieja serie de anime sobre un samurai ronin
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