Lucas vivía en
un viejo edificio de un antiguo barrio del centro de la ciudad. Su casa se
construyó en el mismo solar donde estuvo la vivienda de Miguel de Cervantes.
Pero de eso han pasado varios siglos y ya no queda ni rastro del escritor. Eso
creía todo el barrio, menos Lucas.
Una mañana, en
clase de Lengua, Lucas se dio cuenta de que su vecino del segundo se parecía
mucho a Cervantes. La maestra les acababa de hablar del escritor y habían visto
un retrato suyo que venía en el libro.
—Es el autor
de Don Quijote de la Mancha —explicó—, la novela más famosa de todos los
tiempos.
—Entonces, ¿él
también es famoso? —preguntó Lucas.
—Claro,
famosísimo. En todo el mundo se conoce su libro —aseguró la maestra.
—¡Yo lo
conozco! —saltó—. ¡Es mi vecino!
Todos en clase
rieron a carcajadas.
—¡Pero, Lucas!
—rio también la maestra—. No estabas atento. Eso que dices es imposible, acabo
de contar que Cervantes murió hace cuatrocientos años.
El niño miró
de nuevo el retrato del libro de Lengua y volvió a ver el rostro exacto de su
vecino del segundo: la misma frente despejada, las mismas orejas grandes, la
boca pequeña y escondida bajo el bigote, la barba blanca y la cara alargada.
Eran iguales.
Aquella tarde,
cuando Lucas salía a jugar a la calle, oyó la llave que el vecino del segundo
hacía girar en la cerradura. Corrió escaleras abajo dispuesto a comprobar si
realmente era quien sospechaba. Tanto corrió que acabó tropezando y rodó por
los peldaños, hasta quedar a los pies del hombre, que lo miró sorprendido.
—¿Te has hecho
daño? —le preguntó.
Se había hecho
un rasguño en la mano, aunque parecía que el resto de su cuerpo no había
sufrido.
—Vaya, te has
hecho sangre. Ven, te curaré...
Mientras le
curaba con agua oxigenada, el vecino le dijo, convencido:
—No es nada.
Peores son las heridas de guerra.
Lucas se dio
cuenta de que el hombre lo hacía todo con la mano derecha y la otra apenas la
movía, la tenía paralizada.
—La perdí de
una manera heroica —dijo el hombre con orgullo—. Y nunca me ha impedido llevar
una vida normal. ¿Sabes? Mi padre era practicante en Alcalá de Henares, donde
nací. Yo aprendí de él.
—Gracias,
señor… —Lucas no sabía el nombre del vecino.
—Me llamo
Miguel. Espero que tengas una buena tarde. A pesar de que no haya empezado muy
bien.
El chico no
supo qué decir porque no salía de su asombro. Una nueva pista le decía que sí
era Cervantes: los dos se llamaban Miguel.
Rosa Huertas
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