Antes de que
los signos se volviesen para mí descifrables, eran sonidos, y eran los mayores
quienes poseían la capacidad de traducir los signos en palabras y con las
palabras construir un cuento… De modo que leía escuchando. Y oliendo. Las
palabras de las historias estaban indisolublemente ligadas a los olores.
El tío Rodolfo
leía historias de las que emanaba un olor a clavo de clavel mezclado con una
infusión que tenía un nombre precioso: kardadé. Las historias que leía
Rosinella olían a manzanas porque la estancia de la buhardilla donde me las
contaba estaba llena de pequeñas manzanas verdes. Las historias que me contaba
mi madre olían a frío: estábamos en el país de la nieve y siempre era invierno,
o casi.
Luego aprendí
a descifrar los signos. Ya estaba harta de esperar. Aprendí sola, pillándolos a
todos por sorpresa: a don Vito, a doña Lola, al magistrado Imbriani, a mi
madre. Corría el año 1953 o 54, y el primer libro que leí fue una publicación
con las letras de las canciones de San Remo. Una de las canciones decía: «Vieja
bota militar, / cuánto tiempo ha pasado, / cuántos recuerdos me haces revivir».
Entusiasmada
por aquella conquista, lo leía todo, en todas partes, incluso las leyendas de
las latas que contenían los sobres de levadura Bertolini (tía Ida tenía una
tienda y con el coche de línea nos enviaba víveres y artículos varios): «María
Rosa va al mercado / con la bolsa de la compra, / compra bueno y abundante /
para hacer la comidita: / entremeses, fruta, vinos / y productos Bertolini».
Ahora que
podía descifrar los signos sola me sentía poderosa y fuerte, podía leer sin
esperar a que alguien lo hiciese por mí. Y empezó una aventura de la que me
enamoré.
Giulia Alberico, Los Libros Son
Tímidos
No hay comentarios:
Publicar un comentario