Era un calamar
de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia atrás con
gran rapidez, en dirección del Nautilus. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos
glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor decir sus ocho pies, implantados en la
cabeza, lo que les ha valido a estos anima-les el nombre de cefalópodos, tenían
una longitud doble que la del cuerpo y se retorcían como la cabellera de las
Furias. Se veían claramente las doscientas cincuenta ventosas dispuestas sobre la
faz interna de los tentáculos bajo forma de cápsulas semiesféricas. De vez en
cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón haciendo en él el
vacío. La boca del monstruo un pico córneo como el de un loro se abría y
cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustancia córnea armada de varias
hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué
fantasía de la naturaleza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme
e hinchado en su parte media, formaba una masa carnosa que debía pesar de
veinte a veinticinco mil kilos. Su color inconstante, cambiante con una extrema
rapidez según la irritación del animal, pasaba sucesivamente del gris lívido al
marrón rojizo.
¿Qué era lo que irritaba al
molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del Nautilus, más formidable que
él, sobre el que no podían hacer presa sus brazos succionantes ni sus
mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha
dado el Creador, qué vigor el de sus movimientos gracias a los tres corazones
que poseen!.
El azar nos
había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de
estudiar detenidamente ese espécimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el
horror que me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo.
Otros pulpos
aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al Nautilus. Oíamos los
ruidos que hacían sus picos sobre el casco. Estábamos servidos.
Continué mi
trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que
parecían inmóviles, hasta el punto de que hubiera podido calcarlos sobre el
cristal. Nuestra marcha era, además, muy moderada.
De repente, el
Nautilus se detuvo, al tiempo que un choque estremecía toda su armazón.
-¿Hemos
tocado? -pregunté.
-Si,
así es -respondió el canadiense-, ya nos hemos zafado porque flotamos.
El Nautilus
flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua.
Un minuto
después, el capitán Nemo y su segundo entraban en el salón. Hacía bastante
tiempo que no le había visto. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al
cristal, miró a los pulpos y dijo unas palabras a su segundo. Éste salió
inmediatamente. Poco después, se taparon los cristales y el techo se iluminó.
Me dirigí al
capitán, y le dije, con el tono desenfadado que usaría un aficionado ante el
cristal de un acuario.
-Una
curiosa colección de pulpos.
-En
efecto, señor naturalista -me respondió-, y vamos a combatirlos cuerpo a
cuerpo.
Creí no haber
oído bien y miré al capitán.
-¿Cuerpo
a cuerpo?
-Sí,
señor. La hélice está parada. Creo que las mandíbulas córneas de uno de estos
calamares han debido bloquear las aspas, y esto es lo que nos impide la marcha.
-¿Y
qué va usted a hacer?
-Subir
a la superficie y acabar con ellos.
-Empresa
difícil.
-Sí.
Las balas eléctricas son impotentes contra sus carnes blandas, en las que no
hallan suficiente resistencia para estallar. Pero los atacaremos a hachazos.
-Y
a arponazos, señor -dijo el canadiense-, si no rehúsa usted mi ayuda.
-La
acepto, señor Land.
-Les
acompañaremos -dije, y siguiendo al capitán Nemo nos dirigimos a la escalera
central.
Allí se
hallaba ya una decena de hombres armados con hachas de abordaje y dispuestos al
ataque. Conseil y yo tomamos dos hachas y Ned Land un arpón.
El Nautilus
estaba ya en la superficie. Uno de los marinos, situado en uno de los últimos
escalones, desatornillaba los pernos de la escotilla. Pero apenas había acabado
la operación cuando la escotilla se elevó con gran violencia, evidentemente
«succionada» por las ventosas de los tentáculos de un pulpo. Inmediatamente,
uno de estos largos tentáculos se introdujo como una serpiente por la abertura
mientras otros veinte se agitaban por encima. De un hachazo, el capitán Nemo
cortó el formidable tentáculo, que cayó por los peldaños retorciéndose.
En el momento
en que nos oprimíamos unos contra otros para subir a la plataforma, otros dos
tentáculos cayeron sobre el marino colocado ante el capitán Nemo y se lo
llevaron con una violencia irresistible. El capitán Nemo lanzó un grito y se lanzó
hacia afuera, seguido de todos nosotros.
¡Qué escena!
El desgraciado, asido por el tentáculo y pegado a sus ventosas, se balanceaba
al capricho de aquella enorme trompa. jadeaba sofocado, y gritaba «¡Socorro!
¡So-corro!». Esos gritos, pronunciados en francés, me causaron un profundo
estupor. Tenía yo, pues, un compatriota a bordo, varios tal vez. Durante toda
mi vida resonará en mí esa llamada desgarradora.
El desgraciado
estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle a ese poderoso abrazo? El capitán Nemo
se precipitó, sin embargo, contra el pulpo, al que de un hachazo le cortó otro
brazo. Su segundo luchaba con rabia contra otros monstruos que se encaramaban
por los flancos del Nautilus. La tripulación se batía a hachazos. El
canadiense, Conseil y yo hundíamos nuestras armas en las masas carnosas. Un
fuerte olor de almizcle apestaba la atmósfera.
Por un momento
creí que el desgraciado que había sido enlazado por el pulpo podría ser
arrancado a la poderosa succión de éste. Siete de sus ocho brazos habían sido
ya cortados. Sólo le quedaba uno, el que blandiendo a la víctima como una
pluma, se retorcía en el aire. Pero en el momento en que el capitán Nemo y su
segundo se precipitaban hacia él, el animal lanzó una columna de un líquido
negruzco, secretado por una bolsa alojada en su abdomen, y nos cegó. Cuando se
disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi infortunado
compatriota.
Una rabia
incontenible nos azuzó entonces contra los monstruos, diez o doce de los cuales
habían invadido la plataforma y los flancos del Nautilus. Rodábamos
entremezclados en medio de aquellos haces de serpientes que azotaban la
plataforma entre oleadas de sangre y de tinta negra. Se hubiera dicho que
aquellos viscosos tentáculos renacían como las cabezas de la hidra. El arpón de
Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares y los
reventaba. Pero mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos
de un monstruo al que no había podido evitar.
No sé cómo no
se me rompió el corazón de emoción y de horror. El formidable pico del calamar
se abrió sobre Ned Land, dispuesto a cortarlo en dos. Yo me precipité en su
ayuda, pero se me anticipó el capitán Nemo. El hacha de éste desapareció entre
las dos enormes mandíbulas. Milagrosamente salvado, el canadiense se levantó y
hundió completamente su arpón hasta el triple corazón del pulpo.
-Me
debía a mí mismo este desquite -dijo el capitán Nemo al canadiense.
Ned se
inclinó, sin responderle.
Un cuarto de
hora había durado el combate. Vencidos, mutilados, mortalmente heridos, los
monstruos desaparecieron bajo el agua.
Rojo de
sangre, inmóvil, cerca del fanal, el capitán Nemo miraba el mar que se había
tragado a uno de sus compañeros, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos.
Julio
Verne, 20.000 Leguas de Viaje Submarino
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