Cuando me
ofrecieron prologar estas narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe,
rechacé de plano. Rechacé porque se ha analizado, se ha profundizado en su vida
y su obra hasta tal punto, que es prácticamente imposible añadir algo más.
Baudelaire prologó la primera edición francesa de las obras del genial escritor
americano y desde entonces han sido centenares las plumas de valía que se
ocuparon de él. Sí, rechacé encargarme de estas líneas, pero luego, cuando me
aclararon que la presente edición tenía por objeto hacer llegar al gran público
la obra de Edgar Allan Poe y que lo que de mí se solicitaba no era un estudio
profundo, que no estoy preparado para llevar a cabo, sino más bien unas
palabras sencillas que sirviesen de presentación de la obra de Poe a aquellos
que aún la desconocen, acepté el hacerlo.
Edgar Allan
Poe nace por accidente en los Estados Unidos de América en 1809. Digo por
accidente porque Poe vivió y murió en su patria sin tener jamás ningún punto de
contacto espiritual con el mundo que le rodeaba. Nadie más alejado de aquella
«América en marcha», de aquellos pioneros de manos rudas, sonrisas limpias y
francas, llenos de simplicidad. No, nada más lejos de todo esto que Edgar Allan
Poe. Su obra, hasta su propia persona, parecen impregnadas del aroma nocivo y
atrayente que despedía la exquisita podredumbre de la Europa romántica. El
romanticismo que imperaba en el viejo continente llegaba a América como un
débil eco. Sólo Poe enarboló su bandera, siendo tal vez por eso, por su
soledad, por lo que su figura se agiganta mucho más.
Poe es un
coloso. Fue principio y fin de un género literario. Su mano trémula de
alcohólico abrió una nueva puerta en la literatura universal: la puerta del
terror. Con Poe, lo extraordinario, lo sobrehumano, lo espantoso, alcanzan sus
más altas cimas. Luego de Poe, sólo una secuela de imitadores que jamás
alcanzaron la calidad del maestro. Al igual que las pinturas negras de Goya,
los relatos de Poe siguen siendo hoy obra de vanguardia. El ejército de los
románticos hizo historia en la literatura, pero pasó. Todos han pasado; sus
estilos, sus temas, sus personajes, hoy nos resultan falsos, carentes de vida,
de fuerza, anticuados. Poe no, su obra sigue palpitando, sigue siendo un autor
«de mañana».
Profundo
conocedor del idioma, como poeta hace que las palabras adquieran en sus versos
vibraciones insospechadas. Sus poemas, más que rimar, resuenan.
Al leer a Poe
intuimos que el fin que persigue con sus narraciones no es el de interesarnos
por una trama, ni el de hacer gala de su calidad literaria, ni de su fluidez,
ni de la pureza de su idioma. No, lo que Poe persigue es impresionar al lector.
En sus narraciones no hay lección moralizante ni mensaje alguno. Sólo hay
colores fuertes, sensaciones extremas. Poe intenta y logra aterrar,
entristecer, desesperar.
Su agudo
sentido crítico, su cinismo, su extraordinaria inteligencia, su inmensa
soberbia, le granjean la enemistad de cuantos le tratan. Su obra se yergue
solitaria en medio del vacío literario de su época. Como ser humano, es también
un hombre solo, rodeado de una masa gris y vulgar que no sabe comprenderle.
Una madrugada
de 1849 fue encontrado en un callejón de Nueva York, a pocos metros de una
taberna, un borracho semiinconsciente, descuidado y sucio. Era Poe. Pocas horas
después moría en un hospital. Su fallecimiento pasó inadvertido. Ninguno de los
pocos amigos con los que aún contaba se molestó en pagar su entierro. Fue una
muerte más entre las que se producían a diario en la gran ciudad. Nadie en América
lo advirtió, en esa América confiada y sonriente que amasaba su futuro; no,
América no supo que con la muerte de ese borracho había perdido la figura
cumbre de su literatura.
Personalmente,
debo mucho a Poe. Cuando contaba pocos años, sus narraciones me robaron el
sueño más de una vez, dejándome una huella imborrable.
En una ocasión
una persona me preguntó, refiriéndose a una serie de la televisión que tenía
por base precisamente los relatos de Poe: «¿Encuentra usted algún valor
positivo en esos cuentos de miedo que nos ofrece a través de la televisión?
¿Cree usted sinceramente que la literatura de terror tiene algún mérito?».
Contesté que sí, que creía que los hombres necesitábamos del terror. Nadie es
tan impresionable como los niños, que en la oscuridad de la noche se asustan de
los ruidos, los murmullos, las sombras, hasta del mismo silencio. No, nadie se
asusta más que un niño; por eso creo que los hombres a veces necesitamos del
terror para asustarnos y sentirnos niños otra vez.
Narciso Ibáñez Serrador
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