¡Soy
el mejor asesino en serie de la historia! -se dijo, mientras leía los titulares
del periódico. Pasó las páginas prestando especial atención a aquellos
artículos sobre asesinatos o accidentes, en los que había habido víctimas- ¡Un
dios de la muerte, un genio del mal! ¡Mira con cuantas personas he acabado,
mira! -Estaba completamente sólo. Vació de un trago enérgico la taza de café
que había estado sosteniendo durante una buena media hora, y se tomó unos
segundos para paladear el amargo sabor de la bebida- ¡Ah, negro y sin
edulcorantes! Ésta es la clase de café que beben los hombres de verdad, yo no
iba a ser menos -Se rió. Golpeó el periódico contra la mesa e hizo un gesto de
satisfacción con el rostro, autoafirmándose- Esos palurdos de los policías no
podrán entender mi genialidad. Cada uno de mis asesinatos tiene truco ¡Tan
maligno! ¡Tan perverso! Soy tan terrible que me encanto. Pero ahora no es
momento de eso, vamos a ir a por la siguiente víctima.
Tardó
apenas cinco minutos en arreglarse y bajar a brincos los tres pisos de
escaleras que le separaban del suelo firme en la calle. En su paseo andaba a
zancadas titánicas, acorde con su delgaducha y espigada figura, que, de alguna
manera, conseguía imponerse sobre el resto de mortales. No dirigía su mirada
hacia ningún punto, ni siquiera al frente; en su lugar, estaba centrado en su
monólogo interior, agasajándose a sí mismo hasta que llegó al parque; entonces
sus pasos descendieron la velocidad. El movimiento que hacía al andar era el de
una gallina, pero con aires de grandeza. No podía evitar mover la cabeza hacia
delante y hacia atrás, parecía ser algo natural en el, arraigado tan dentro de
sí que lo más que podía hacer para solventarlo era disimularlo discretamente,
exagerando otros gestos. Sé sentó en el banco, justo en el mismo centro, con
las piernas cruzadas y la espalda severamente reclinada sobre el respaldo,
pasando uno de sus brazos detrás de este. Con el otro sacó el libro que había
estado llevando en la parte trasera de su bolsillo y se dispuso a leer
-
¡Vaya, vaya, vaya, Hércules Poirot, a ese asesino podrás descubrirle, pero
conmigo sería otro cantar!
Entonces
cavilaba, y lo hacía con intensidad. Llegaba un punto en el que la novela se
hacía realidad, o en el que la realidad se hacía novela porque todo se mezclaba
en una nebulosa mental y, como él decía, salía el "diablillo desvencíjate" y comenzaba a arrasar con todo.
Personas, objetos, animales, niños (porque no los consideraba personas, sólo un
proyecto de ello). En sus reflexiones, se levantaba y comenzaba a divagar. Se
puso los guantes de algodón, que siempre llevaba consigo, y cogió del suelo una
rama fina de sauce llorón, que se había desprendido por seca y débil, y la vio
como una barra de metal. Desató el pañuelo que llevaba al cuello y con él se
cubrió la boca y la nariz. Miró alrededor. Buscó una víctima.
A
lo lejos divisó un señor mayor sentado en un banco, hablando afablemente con su
nietecita, que jugaba en la arena; cargando todo el peso hacia delante, sobre
su bastón. Estaba decidido. Reclinó el cuerpo en posición de sprint y aún con
sus mocasines, realizó una buena marca hacia su objetivo.
-¡Hi'o
puta, deha a la shica en pah que t'arreo! -Gritó el anciano cuando vio al
hombre tratar de darle a su nieta con la rama.
En
realidade, no le estaba haciendo daño a la niña, aunque en su cabeza todo era
sangre. Qué era una niña contra un hombre; qué era un loco contra el anciano;
qué era una rama endeble contra el bastón de madera de ébano y cabeza de
cerámica. Un golpe en las costillas, otro en la pierna.
-
¡L'crío la mierda, pegándole a mi niña... Pero será imbécil ¡Voy a llamar a la
policía! -Mascullaba el abuelo mientras cogía de la mano a la pequeña y se la
llevaba.
Y
se levantó sin más. “El dolor está en la mente.” Se decía, quitándose el polvo
de la ropa, con las piernas temblorosas cual corzo recién parido. Miró al suelo
y vio que no había sangre
-
¡Qué hábil soy sin quererlo, tal, es la costumbre de eliminar las pruebas que
la sangre ya la he limpiado! ¡Sin darme cuenta! Eso explica la breve siesta que
me acabo de echar. -Se guardó el pañuelo y los guantes, se recolocó la camisa
dentro de los pantalones y continuó su jornada como si nada hubiese pasado.
Desde
una cafetería cercana divisó cómo la policía llegaba al lugar. Le sorprendía
que el anciano hubiese llamado verdaderamente a los agentes, al fin y al cabo
dudaba de que le hubiese visto la cara. Los dos hombres uniformados estudiaban
la escena a desgana, pero persistentemente bajo su atenta mirada. En un momento
concreto, uno de ellos se giró hacia su posición. Creyó que sus miradas se
chocaron. Se sentía al resguardo tras el logo de la cafetería, pintado en el
cristal que los separaba. En ese mismo momento sabía que se había encontrado
con aquella persona.
Aquella
persona que sería su némesis.
Vio
que ambos policías conversaban y se dirigían hacia el mismo lugar donde él se
encontraba.
«No
puede ser, es imposible que me hayan pillado, no he dejado pruebas, no se me ha
visto la cara, sólo está el cadáver. Sólo está el cadáver» Los agentes entraron
por la puerta haciendo sonar un cascabel que pendía sobre esta «A ver, respira.
Inhala, exhala, inhala, exhala» Se acercaron al mostrador. Una chica bajita y
rubia les daba la bienvenida; mientras, él había comenzado a hiperventilar
levemente, tratando de ocultarlo con todas sus fuerzas. Se sentaron en la
barra, a espalda suya, su pequeño ataque de pánico separó de repente «Oh. Ohhh.
Sólo era eso, están en su descanso» Una sonrisa siniestra en forma de
"v" le alzó las mejillas en su rostro naturalmente enjuto y luego la
cambió por una más hipócrita, de gesto afable. Se levantó y se dirigió a la
barra
-
Cóbreme señorita.
-
Por supuesto -Respondió ella con un gesto amable grapado en la cara mientras le
pasaba la factura- Gracias por su visita, esperamos volver a verle pronto -Pronunció
de manera automática.
El
no respondió mientras dejaba el dinero en el mostrador. Se despidió de la
camarera con un ligero asentir y se giró. Del uniforme colgaba una pequeña
placa con su nombre: José Gutiérrez.
-
Tengan un buen día agentes -Declaró en voz alta.
- Usted también -Contestaron al unísono- ...Espere
un momento -Le detuvo Gutiérrez.
Al
girarse pudo estudiar sus facciones. Le sacaba una cabeza de altura y su
complexión equivaldría a dos veces la suya. Tenía los ojos claros y el pelo
castaño repeinado hacia un lado, cubierto por la gorra reglamentaria.
-¿En
que puedo ayudarle?
-¿No
habrá visto usted por casualidad a alguna persona sospechosa por aquí? En el
parque.
-No,
siento no poder ayudarles. Buen día -Y según acabó de hablar, se dio la vuelta
con elegancia y se marchó.
Al
llegar a su casa, se sentó en un butacón de color marrón colocado justo al lado
de la ventana y al que hacía compañía una pequeña y elegante mesa auxiliar. Sobre
esta descansaba un grueso tomo de tapa dura. Se despojó de todos los objetos
que podía tener encima y se sentó en el butacón a leer. Mientras recorría con
la vista las palabras impresas e imaginaba la situación, para sí mismo se iba
dictando qué hubiese hecho él para eliminar las pruebas, o el cadáver, para que
no le incriminasen. Consideraba esto una práctica muy lúdica gracias a la cual
había logrado crear planes "de
crimen perfecto" como a él le gustaba llamarlos. Sentía en su
occipital el movimiento de un cúmulo de sensaciones que constantemente le
recordaban que aquello que creía hacer no era verdad, pero las voces de su ego
trataban de aplacar esa sensación. Había perdido el hilo de lo que estaba
leyendo, ahora perdido en su reflexión, mientras pasaba las páginas. «Si no me
tomo esto en serio» Se escarmentaba «tampoco mi némesis me tomará en serio.
Tengo que dejar de pretender. Tengo que tomármelo en serio. El personaje de mis
novelas ha de nacer mejor, más letal, más efectivo e implacable. Quiero que ése
policía se quiebre la cabeza para dar conmigo y que acabe en el foso más
profundo de la desesperación. ¡Voy a hacerlo. Voy a cometer el asesinato
perfecto!».
Desde
ese momento, se dedicó a recoger, a lo largo de una semana, los materiales que
utilizaría. Tomó especial cuidado en ir a comprar los objetos en diferentes
puntos de la ciudad, algunos cerca de su casa, algunos lejos, casi en el
suburbio. Meditó concienzudamente cómo sería el tipo de persona que habría de
ser la mejor víctima y localizó en sus paseos matinales un buen emplazamiento,
ni muy lejano, ni muy cercano a lugares relacionados con él. Aquel mismo sábado
lo tenía todo listo.
Estaba
en la calle sintiendo el fresco de aquella noche estival en las mejillas. La
gran mayoría de la gente se concentraba en el interior de los bares y
discotecas, que lanzaban a la calle las potentes ondas sonoras de sus bafles en
oleadas rítmicas. Él se encontraba agazapado, oculto detrás de la columna
adosada a la entrada de una tienda de alta gama. De la carretera, le ocultaban
tres contenedores de reciclaje y se sentía amparado por las sombras. Justo en
frente de él, se encontraba una pequeña galería comercial cuyas tiendas ahora
se encontraban bajo la vaga iluminación de las escasas farolas que poseía.
Escuchó pasos a sus espaldas y sintió una emoción indescriptible. Alargó un
pequeño espejo, lo suficiente como para ver quién se aproximaba. Una vez estuvo
seguro, se sacó de la chaqueta un cordel de unos dos centímetros de grosor y se
enrolló un extremo en cada mano, sujetando fuertemente el material. Podía
escuchar a la persona muy cerca, casi percibir el hedor a alcohol en su
aliento.
Un
sólo movimiento ágil y lo arrastró a su lado, colocándolo en la esquina que
hacía la columna contra la pared.
-
Grita todo lo que quieras, no te va a oír nadie.
El
cuerpo que se retorcía bajo el suyo propio era el de un adolescente aún más
delgado que él. Su fuerza no tenía parangón con la suya, y todos sus esfuerzos
se centraban en intentar gritar y separar la cuerda que apresaba su cuello. Sin
reducir la fuerza que ejercía, su mente se eludió de la realidad y comenzó a
divagar. El muchacho cayó inconsciente al suelo cuando lo liberó, mirando un
punto fijo en la carretera. Se escondió la cuerda de nuevo y dejó al chaval
allí tendido. Según avanzaba sentía que aquellos que salían de los bares iban a
por él. Sus caras distorsionadas eran aquellas de un monstruo, con las fauces
abiertas y babeantes. Huyó al resguardo de una discoteca.
En
el interior de esta se estaba celebrando alguna clase dé fiesta. La gente
bailaba al ritmo de la música que pinchaban varios artistas en un escenario
flanqueado por dos enormes objetos hinchables que representaban el logo del
local. El aire estaba viciado por el sudor, el alcohol y el ritmo aplastante
que llegaba hasta los huesos. Esto fue el cénit de su fantasía cohibida,
acercándose a uno de los mastodónticos globos, que temblaba hacia delante de
manera amenazadora. Sacó una navaja y lo rajó con una incisión certera que le
transportó a una distancia lejana con un tremendo estruendo. La música paró y
todos parecían confusos. Se logró escurrir hasta la salida, de nuevo consciente
de si mismo, con la camiseta pegada al cuerpo y la cabeza latiendo de manera
dolorosa. En ese momento se acercó al lugar donde había dejado al adolescente,
pero estaba vacío.
Al
llegar a su casa se sirvió una taza de té y continuó hojeando sus novelas
mientras bebía el líquido refinadamente. Meditaba con el ceño fruncido.
A
la mañana siguiente se dirigió hacia el lugar del que había huido el día
anterior. Dos coches de policía bloqueaban el acceso a la carretera, pero se
podía continuar si se andaba por la acera. Había unas cuantas personas, entre
ellas, el chaval al que había atacado, que hablaba con los agentes. Pudo reconocer
a José Gutiérrez entre ellos. Al parecer, le habían escuchado aproximarse y se
giraron todos al unísono. Los agentes tornaron a caballeros que le miraban de
manera acusadora a través del yelmo
-
Lo siento pero no puede acceder a...- Dijo el agente Gutiérrez, mientras se
aproximaba a él. La libreta que sujetaba y el bolígrafo con el que apuntaba las
cosas se convirtieron en un escudo y una lanza decorados con una blanquísima
luna creciente. Sintió la sangre hervir al ver al muchacho y un sabor amargo mientras
que el agente le instaba a irse. Se marchó corriendo. Lo que había probado era
la derrota.
Un
mes tras este suceso, se había visto postrado en la cama de un hospital tras
que en el último mes dejase de comer, concluyendo en un desastroso desmayo en la
calle. En su brazo había un gotero, en su mesilla, una pila de novelas que le
había traído un viejo amigo suyo «Para que no te aburras» le dijo en su
momento. Ni siquiera las había tocado. Regresó a ser el hombre racional en sí.
No por la derrota, sino por el miedo. «Todo ha sido un producto de mi
imaginación. Yo no he hecho nada. No pueden venir a por mi. No soy el mejor
asesino en serie de la historia, no le he hecho daño a nadie». Repitiendo estas
palabras, se recostó.
-
Mi mayor enemigo fueron las novelas, y yo mismo.
María Teresa Cabañero
Castillo
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IES OCTAVIO CUARTERO 2016 CATEGORÍA BACHILLERATO
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