lunes, 23 de mayo de 2016

SERIAL KILLER


¡Soy el mejor asesino en serie de la historia! -se dijo, mientras leía los titulares del periódico. Pasó las páginas prestando especial atención a aquellos artículos sobre asesinatos o accidentes, en los que había habido víctimas- ¡Un dios de la muerte, un genio del mal! ¡Mira con cuantas personas he acabado, mira! -Estaba completamente sólo. Vació de un trago enérgico la taza de café que había estado sosteniendo durante una buena media hora, y se tomó unos segundos para paladear el amargo sabor de la bebida- ¡Ah, negro y sin edulcorantes! Ésta es la clase de café que beben los hombres de verdad, yo no iba a ser menos -Se rió. Golpeó el periódico contra la mesa e hizo un gesto de satisfacción con el rostro, autoafirmándose- Esos palurdos de los policías no podrán entender mi genialidad. Cada uno de mis asesinatos tiene truco ¡Tan maligno! ¡Tan perverso! Soy tan terrible que me encanto. Pero ahora no es momento de eso, vamos a ir a por la siguiente víctima.
Tardó apenas cinco minutos en arreglarse y bajar a brincos los tres pisos de escaleras que le separaban del suelo firme en la calle. En su paseo andaba a zancadas titánicas, acorde con su delgaducha y espigada figura, que, de alguna manera, conseguía imponerse sobre el resto de mortales. No dirigía su mirada hacia ningún punto, ni siquiera al frente; en su lugar, estaba centrado en su monólogo interior, agasajándose a sí mismo hasta que llegó al parque; entonces sus pasos descendieron la velocidad. El movimiento que hacía al andar era el de una gallina, pero con aires de grandeza. No podía evitar mover la cabeza hacia delante y hacia atrás, parecía ser algo natural en el, arraigado tan dentro de sí que lo más que podía hacer para solventarlo era disimularlo discretamente, exagerando otros gestos. Sé sentó en el banco, justo en el mismo centro, con las piernas cruzadas y la espalda severamente reclinada sobre el respaldo, pasando uno de sus brazos detrás de este. Con el otro sacó el libro que había estado llevando en la parte trasera de su bolsillo y se dispuso a leer
- ¡Vaya, vaya, vaya, Hércules Poirot, a ese asesino podrás descubrirle, pero conmigo sería otro cantar!
Entonces cavilaba, y lo hacía con intensidad. Llegaba un punto en el que la novela se hacía realidad, o en el que la realidad se hacía novela porque todo se mezclaba en una nebulosa mental y, como él decía, salía el "diablillo desvencíjate" y comenzaba a arrasar con todo. Personas, objetos, animales, niños (porque no los consideraba personas, sólo un proyecto de ello). En sus reflexiones, se levantaba y comenzaba a divagar. Se puso los guantes de algodón, que siempre llevaba consigo, y cogió del suelo una rama fina de sauce llorón, que se había desprendido por seca y débil, y la vio como una barra de metal. Desató el pañuelo que llevaba al cuello y con él se cubrió la boca y la nariz. Miró alrededor. Buscó una víctima.
A lo lejos divisó un señor mayor sentado en un banco, hablando afablemente con su nietecita, que jugaba en la arena; cargando todo el peso hacia delante, sobre su bastón. Estaba decidido. Reclinó el cuerpo en posición de sprint y aún con sus mocasines, realizó una buena marca hacia su objetivo.
-¡Hi'o puta, deha a la shica en pah que t'arreo! -Gritó el anciano cuando vio al hombre tratar de darle a su nieta con la rama.
En realidade, no le estaba haciendo daño a la niña, aunque en su cabeza todo era sangre. Qué era una niña contra un hombre; qué era un loco contra el anciano; qué era una rama endeble contra el bastón de madera de ébano y cabeza de cerámica. Un golpe en las costillas, otro en la pierna.
- ¡L'crío la mierda, pegándole a mi niña... Pero será imbécil ¡Voy a llamar a la policía! -Mascullaba el abuelo mientras cogía de la mano a la pequeña y se la llevaba.
Y se levantó sin más. “El dolor está en la mente.” Se decía, quitándose el polvo de la ropa, con las piernas temblorosas cual corzo recién parido. Miró al suelo y vio que no había sangre
- ¡Qué hábil soy sin quererlo, tal, es la costumbre de eliminar las pruebas que la sangre ya la he limpiado! ¡Sin darme cuenta! Eso explica la breve siesta que me acabo de echar. -Se guardó el pañuelo y los guantes, se recolocó la camisa dentro de los pantalones y continuó su jornada como si nada hubiese pasado.
Desde una cafetería cercana divisó cómo la policía llegaba al lugar. Le sorprendía que el anciano hubiese llamado verdaderamente a los agentes, al fin y al cabo dudaba de que le hubiese visto la cara. Los dos hombres uniformados estudiaban la escena a desgana, pero persistentemente bajo su atenta mirada. En un momento concreto, uno de ellos se giró hacia su posición. Creyó que sus miradas se chocaron. Se sentía al resguardo tras el logo de la cafetería, pintado en el cristal que los separaba. En ese mismo momento sabía que se había encontrado con aquella persona.
Aquella persona que sería su némesis.
Vio que ambos policías conversaban y se dirigían hacia el mismo lugar donde él se encontraba.
«No puede ser, es imposible que me hayan pillado, no he dejado pruebas, no se me ha visto la cara, sólo está el cadáver. Sólo está el cadáver» Los agentes entraron por la puerta haciendo sonar un cascabel que pendía sobre esta «A ver, respira. Inhala, exhala, inhala, exhala» Se acercaron al mostrador. Una chica bajita y rubia les daba la bienvenida; mientras, él había comenzado a hiperventilar levemente, tratando de ocultarlo con todas sus fuerzas. Se sentaron en la barra, a espalda suya, su pequeño ataque de pánico separó de repente «Oh. Ohhh. Sólo era eso, están en su descanso» Una sonrisa siniestra en forma de "v" le alzó las mejillas en su rostro naturalmente enjuto y luego la cambió por una más hipócrita, de gesto afable. Se levantó y se dirigió a la barra
- Cóbreme señorita.
- Por supuesto -Respondió ella con un gesto amable grapado en la cara mientras le pasaba la factura- Gracias por su visita, esperamos volver a verle pronto -Pronunció de manera automática.
El no respondió mientras dejaba el dinero en el mostrador. Se despidió de la camarera con un ligero asentir y se giró. Del uniforme colgaba una pequeña placa con su nombre: José Gutiérrez.
- Tengan un buen día agentes -Declaró en voz alta.
 - Usted también -Contestaron al unísono- ...Espere un momento -Le detuvo Gutiérrez.
Al girarse pudo estudiar sus facciones. Le sacaba una cabeza de altura y su complexión equivaldría a dos veces la suya. Tenía los ojos claros y el pelo castaño repeinado hacia un lado, cubierto por la gorra reglamentaria.
-¿En que puedo ayudarle?
-¿No habrá visto usted por casualidad a alguna persona sospechosa por aquí? En el parque.
-No, siento no poder ayudarles. Buen día -Y según acabó de hablar, se dio la vuelta con elegancia y se marchó.
Al llegar a su casa, se sentó en un butacón de color marrón colocado justo al lado de la ventana y al que hacía compañía una pequeña y elegante mesa auxiliar. Sobre esta descansaba un grueso tomo de tapa dura. Se despojó de todos los objetos que podía tener encima y se sentó en el butacón a leer. Mientras recorría con la vista las palabras impresas e imaginaba la situación, para sí mismo se iba dictando qué hubiese hecho él para eliminar las pruebas, o el cadáver, para que no le incriminasen. Consideraba esto una práctica muy lúdica gracias a la cual había logrado crear planes "de crimen perfecto" como a él le gustaba llamarlos. Sentía en su occipital el movimiento de un cúmulo de sensaciones que constantemente le recordaban que aquello que creía hacer no era verdad, pero las voces de su ego trataban de aplacar esa sensación. Había perdido el hilo de lo que estaba leyendo, ahora perdido en su reflexión, mientras pasaba las páginas. «Si no me tomo esto en serio» Se escarmentaba «tampoco mi némesis me tomará en serio. Tengo que dejar de pretender. Tengo que tomármelo en serio. El personaje de mis novelas ha de nacer mejor, más letal, más efectivo e implacable. Quiero que ése policía se quiebre la cabeza para dar conmigo y que acabe en el foso más profundo de la desesperación. ¡Voy a hacerlo. Voy a cometer el asesinato perfecto!».
Desde ese momento, se dedicó a recoger, a lo largo de una semana, los materiales que utilizaría. Tomó especial cuidado en ir a comprar los objetos en diferentes puntos de la ciudad, algunos cerca de su casa, algunos lejos, casi en el suburbio. Meditó concienzudamente cómo sería el tipo de persona que habría de ser la mejor víctima y localizó en sus paseos matinales un buen emplazamiento, ni muy lejano, ni muy cercano a lugares relacionados con él. Aquel mismo sábado lo tenía todo listo.
Estaba en la calle sintiendo el fresco de aquella noche estival en las mejillas. La gran mayoría de la gente se concentraba en el interior de los bares y discotecas, que lanzaban a la calle las potentes ondas sonoras de sus bafles en oleadas rítmicas. Él se encontraba agazapado, oculto detrás de la columna adosada a la entrada de una tienda de alta gama. De la carretera, le ocultaban tres contenedores de reciclaje y se sentía amparado por las sombras. Justo en frente de él, se encontraba una pequeña galería comercial cuyas tiendas ahora se encontraban bajo la vaga iluminación de las escasas farolas que poseía. Escuchó pasos a sus espaldas y sintió una emoción indescriptible. Alargó un pequeño espejo, lo suficiente como para ver quién se aproximaba. Una vez estuvo seguro, se sacó de la chaqueta un cordel de unos dos centímetros de grosor y se enrolló un extremo en cada mano, sujetando fuertemente el material. Podía escuchar a la persona muy cerca, casi percibir el hedor a alcohol en su aliento.
Un sólo movimiento ágil y lo arrastró a su lado, colocándolo en la esquina que hacía la columna contra la pared.
- Grita todo lo que quieras, no te va a oír nadie.
El cuerpo que se retorcía bajo el suyo propio era el de un adolescente aún más delgado que él. Su fuerza no tenía parangón con la suya, y todos sus esfuerzos se centraban en intentar gritar y separar la cuerda que apresaba su cuello. Sin reducir la fuerza que ejercía, su mente se eludió de la realidad y comenzó a divagar. El muchacho cayó inconsciente al suelo cuando lo liberó, mirando un punto fijo en la carretera. Se escondió la cuerda de nuevo y dejó al chaval allí tendido. Según avanzaba sentía que aquellos que salían de los bares iban a por él. Sus caras distorsionadas eran aquellas de un monstruo, con las fauces abiertas y babeantes. Huyó al resguardo de una discoteca.
En el interior de esta se estaba celebrando alguna clase dé fiesta. La gente bailaba al ritmo de la música que pinchaban varios artistas en un escenario flanqueado por dos enormes objetos hinchables que representaban el logo del local. El aire estaba viciado por el sudor, el alcohol y el ritmo aplastante que llegaba hasta los huesos. Esto fue el cénit de su fantasía cohibida, acercándose a uno de los mastodónticos globos, que temblaba hacia delante de manera amenazadora. Sacó una navaja y lo rajó con una incisión certera que le transportó a una distancia lejana con un tremendo estruendo. La música paró y todos parecían confusos. Se logró escurrir hasta la salida, de nuevo consciente de si mismo, con la camiseta pegada al cuerpo y la cabeza latiendo de manera dolorosa. En ese momento se acercó al lugar donde había dejado al adolescente, pero estaba vacío.
Al llegar a su casa se sirvió una taza de té y continuó hojeando sus novelas mientras bebía el líquido refinadamente. Meditaba con el ceño fruncido.
A la mañana siguiente se dirigió hacia el lugar del que había huido el día anterior. Dos coches de policía bloqueaban el acceso a la carretera, pero se podía continuar si se andaba por la acera. Había unas cuantas personas, entre ellas, el chaval al que había atacado, que hablaba con los agentes. Pudo reconocer a José Gutiérrez entre ellos. Al parecer, le habían escuchado aproximarse y se giraron todos al unísono. Los agentes tornaron a caballeros que le miraban de manera acusadora a través del yelmo
- Lo siento pero no puede acceder a...- Dijo el agente Gutiérrez, mientras se aproximaba a él. La libreta que sujetaba y el bolígrafo con el que apuntaba las cosas se convirtieron en un escudo y una lanza decorados con una blanquísima luna creciente. Sintió la sangre hervir al ver al muchacho y un sabor amargo mientras que el agente le instaba a irse. Se marchó corriendo. Lo que había probado era la derrota.
Un mes tras este suceso, se había visto postrado en la cama de un hospital tras que en el último mes dejase de comer, concluyendo en un desastroso desmayo en la calle. En su brazo había un gotero, en su mesilla, una pila de novelas que le había traído un viejo amigo suyo «Para que no te aburras» le dijo en su momento. Ni siquiera las había tocado. Regresó a ser el hombre racional en sí. No por la derrota, sino por el miedo. «Todo ha sido un producto de mi imaginación. Yo no he hecho nada. No pueden venir a por mi. No soy el mejor asesino en serie de la historia, no le he hecho daño a nadie». Repitiendo estas palabras, se recostó.
- Mi mayor enemigo fueron las novelas, y yo mismo.

María Teresa Cabañero Castillo
PREMIO RECREA TU QUIJOTE IES OCTAVIO CUARTERO 2016 CATEGORÍA BACHILLERATO

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