El capitán
propuso empezar con una lectura completa e individual de la Divina Comedia,
tomando notas de todo cuanto nos llamara la atención y reuniéndonos al final
del día para poner en común nuestras apreciaciones. Farag discutió la idea,
argumentando que la única parte que nos interesaba era la segunda, el
Purgatorio, y que las otras dos, el Infierno y el Paraíso, debíamos examinarlas
de pasada, sin perder tiempo, concentrándonos de manera sumaría en lo
importante. Viendo el cielo abierto ante mí, adopté una actitud más tajante
todavía: con el corazón en la mano, admití que odiaba a muerte la Divina
Comedia, que, en el colegio, mis profesoras de literatura me habían hecho
aborrecerla y que me sentía incapaz de leer ese mamotreto, de modo que lo mejor
que podíamos hacer era ir directamente al grano y saltarnos todo lo demás.
—Pero, Ottavia
—protestó Farag—, podemos dejar escapar inadvertidamente un montón de detalles
importantes.
—En absoluto
—afirmé con rotundidad—. ¿Para qué tenemos con nosotros al capitán? A él no
sólo le apasiona este libro sino que, además, conoce la obra y al autor como si
fueran de su familia. Que el capitán haga una lectura completa mientras
nosotros trabajamos sobre el Purgatorio.
Glauser–Róist
frunció los labios pero no dijo nada. Se le notaba bastante disgustado.
De ese modo
empezamos a trabajar. Esa misma tarde, la Secretaría General de la Biblioteca
Vaticana nos proporcionó dos ejemplares más de la Divina Comedia y yo afilé mis
lápices y preparé mis libretas de notas, dispuesta a enfrentarme, por primera
vez después de veinte años —o más—, con lo que consideraba el tostón literario
más grande de la historia humana. Creo que no dramatizo en exceso si digo que
se me abrían las carnes sólo de pensar en echar un vistazo a aquel librillo
que, mostrando en la cubierta el enflaquecido y aguileño perfil de Dante,
descansaba amenazador sobre mi mesa. No es que no pudiera leer el magnífico
texto dantesco (¡cosas mucho más difíciles había leído en mi vida, volúmenes
completos de tedioso contenido científico o manuscritos medievales de pesada
teología patrística!), es que tenía en mi mente el recuerdo de aquellas lejanas
tardes de colegio en las que nos hacían leer una y otra vez los fragmentos más
conocidos de la Divina Comedia mientras nos repetían hasta la saciedad que
aquello tan pesado e incomprensible era uno de los grandes orgullos de Italia.
Diez minutos
después de haberme sentado afilé otra vez los lápices y, al terminar, decidí
que debía ir al aseo. Volví, al poco, y ocupé de nuevo mi lugar, pero, cinco
minutos más tarde los ojos se me cerraban de sueño y decidí que había llegado
el momento de tomar algo, así que subí a la cafetería, pedí un café exprés y me
lo bebí tranquilamente. Regresé con desgana al Hipogeo y me pareció una idea
excelente ordenar en ese momento los cajones para deshacerme de esa ingente
cantidad de papeles y cachivaches inútiles que se acu-mulan durante años en los
rincones como por arte de magia. A las siete de la tarde, con el alma
atravesada por la culpabilidad, recogí mis cosas y me fui al piso de la Piazza
delle Vaschette (por el que hacía demasiados días que no aparecía), no sin
antes despedirme de Farag y del capitán que, en los despachos contiguos al mío,
leían, absortos y profundamente conmovidos, la obra magna de la literatura
italiana.
Durante el
corto trayecto hasta casa, me fui sermoneando severamente acerca de asuntos
tales como la responsabilidad, el deber y el cumplimiento de las obligaciones
adquiridas. Allí había dejado a aquellos pobres desgraciados —así los veía en
aquel momento—, bregando a conciencia, mientras que yo huía despavorida como
una colegiala melindrosa. Me juré a mí misma que, al día siguiente, de buena
mañana, me sentaría frente a la mesa de trabajo y me pondría manos a la obra
sin más zarandajas.
Matilde
Asensi, El Último Catón
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