Esta semana, he estado comentando en
diferentes grupos la influencia de varios novelistas en la literatura española
del siglo XX, y siempre recordando este fragmento de Marcel Proust:
Hacía ya
muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama
del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi
madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi
costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué,
volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados,
que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de
peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la
perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una
cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo
instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me
estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior.
Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él
me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en
inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor,
llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que
estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y
mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de
que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía
de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar
a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego
un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la
virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco
no está en él, sino en mí. E1 brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo
único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos
intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle
dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una
aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que
tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el
alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente
el país oscuro por donde ha de buscar, sin que la sirva para nada su bagaje.
¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no
existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su
visión.
Y otra vez me
pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna
prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la
que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerle aparecer de
nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada
de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a
mi alma un esfuerzo más, que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para
que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar a captarla, aparto de
mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra
los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma
sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes
le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y
luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el sabor aún reciente del primer trago de té y siento estremecerse en
mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder anda a una
gran profundidad, no sé el qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente,
lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que,
enlazado al sabor aquel, intenta seguirle hasta llegar a mí. Pero lucha muy
lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se
confunde el inaprehensible torbellino de los colores que se agitan; pero no
puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me
traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el
sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del
pasado se trata.
¿Llegará hasta
la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la
atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y
alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá
desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche.
Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y
cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra
importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente
en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin
esfuerzo.
Y de pronto el
recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdelena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los
domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la
hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena
no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había
visto muchas sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de
aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de
esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive
nada y todo se va disgregando! ¡Las formas externas también aquélla tan
grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos,
adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba
hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando
han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más
vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el
sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas
de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme
del recuerdo.
En cuanto
reconocí el sabor del pedazo de magdelena mojado en tila que mi tía me daba
(aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué
ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle,
donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al
pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido
para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo
únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la
hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban
antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos
que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los
japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer,
informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a
colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes
consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las
del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del
pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus
alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia,
sale de mi taza de té.
Marcel Proust, Por el Camino de
Swann
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