Un sol gris y triste entraba por
las tristes ventanas de la triste casa de Alonso, y es que en realidad su casa
era así. Una vieja casona de una familia de alcurnia venida a menos con el paso
de los años, terratenientes que vendieron sus tierras para permitirse lujos que
no podían pagar, y que, al final, se quedaron sin tierras y sin lujos, solo la
casa quedó como recuerdo de una pasada época.
Vivía en ella, como heredero de
aquella estirpe perdida en el tiempo, D. Alonso Quijano, hijo mayor y
estropeado, tanto o más que la propia casa, y venía a guisarle y limpiar, a
modo de asistenta, una sobrina suya. D. Alonso no era rico, trabajaba para
ganarse la vida, y, como de chico siempre gustó de leer novelas de policías y
ladrones y ver series de televisión del
mismo tema, vio cumplido su sueño al convertirse en policía municipal de
aquwl pequño pueblo. Era alto y espigado, con la barba blanca, y, como
consecuencia de no tener más que huesos y pellejos, cada vez que se ponía el
uniforme, parecía que se lo habían prestado, porque sobraba tela por todos los
lados, aunque eso sí, la placa, la pistola y los zapatos brillaban como si los
hubieran estado puliendo todo el día, cosa que no andaba muy lejos de la
realidad.
Tras desayunarse, como todas la
mañanas, un vaso de leche y dos galletas Marías, salía Alonso con su oxidada
bicicleta camino de la casa de su eterno compañero, el policía Sancho, que era
quien tenía carnet y guardaba el coche de la policía, y es que además Sancho
vivía al lado de la comisaría, con lo que mataba dos pájaros de un tiro. Tras
despertar a todo el pueblo con los destartalados sonidos que emitía el
artilugio que lo transportaba, Alonso llegaba a la plaza donde vivía Sancho, y
con una gruesa cadena, que pesaba más que la propia bici, encadenaba esta a la
reja de la casa de su amigo.
—¡Vamos,
Sancho, salga ya, que son las ocho! —Le gritaba el cabo mientras aporreaba la
puerta de la casa.
—¡Y
a voy, ya voy, mi cabo! —Se oía desde el exterior decir a Sancho.
Al
abrirse la vieja puerta de la casa, se asomó un hombre bajo y orondo, con gesto
bonachón y tez rosada. Vestía también traje de policía, que, al contrario de su
compañero, daba la impresión de andar escaso de tela, y es que la barriga de
Sancho parecíase más a la barriga sujeta por cellos de un tonel.
—Mire
usted, mi cabo, que no sé por qué tiene siempre tanta prisa, si en este pueblo
nunca pasa nada, y hoy… ni tan siquiera tenemos mercadillo. Ni desayunar como
Dios manda, he podido. —Salió farfullando el bueno de Sancho, mientras le daba
pellizcos a una torta de manteca que llevaba bajo el brazo.
—Pero,
que dice usted, buen hombre, tenemos un compromiso con la sociedad. —Contestó
Alonso con gesto adusto— Nuestro
uniforme es un recuerdo de nuestro deber para con las gentes honradas de este
pueblo. ¿Acaso lo ha olvidado, amigo Sancho?
Sancho
lo miraba con los ojos como platos, mientras daba buena cuenta del trozo de
torta que aún le quedaba.
—Siempre
está usted igual, mi cabo… ¡Vale, vale, cojamos el coche y vayamos a…! ¿a
dónde? Si la oficina no la abren hasta las diez porque no va nadie, pero,
usted, cabezota…
—No,
no, nada de oficina; hoy iremos a ese garito infame donde se reúnen todos los
días esas gente de sospechoso comportamiento, que suelen andar con el rostro
tapado.
—Pero,
mira, que es usted fantasioso —Le decía Sancho, mientras abría la puerta del
desvencijado 4L de la policía— Pero, ¿cuántas veces le he dicho que al bar de
Paco no van más que gente de campo, que se cubre la cara con una braga, porque
en invierno, a estas horas, hace un frío de mil demonios?
—¡Pamplinas!
Si no fuera por mi instinto, este pueblo sería un nido de ladrones y
delincuentes de la peor calaña. ¡Iniciativa, Sancho, hay que tener iniciativa!
El
pequeño utilitario circulaba ladeado por las estrechas callejuelas, debido en
gran parte al notable peso de su conductor, mientras que su liviano
acompañante, iba con la cabeza fuera escrutando puertas y ventanas con
inusitado interés. Al llegar a una pequeña plazoleta que estaba muy cerquita,
el bueno de Sancho aparcó frente a un local con una puerta de cristal oscuro,
del mismo color que las ventanas que la flanqueaban. Sobre ella un pequeño
rotulo rezaba “Café Casa Paco”.
—Bien;
pasemos dentro, amigo Sancho, quiero ver de primera mano que se cuece hoy en
este antro de mafiosos.
Sancho
puso los ojos en blanco y, diciendo para sus adentros “ya estamos como siempre”, se bajó del coche y siguió a Alonso hasta
el interior del bar.
Al
abrir la puerta del local, lo primero que sentías era la bofetada de calor que
emanaba de aquel lugar. Aunque era temprano, el local estaba casi lleno, salvo
una o dos mesas libres, si acaso. Era un sitio acogedor: la barra y el
mobiliario de madera de pino; el suelo de terrazo oscuro, eso sí, muy
desgastado; las paredes de un color parecido al estuco, donde había colgadas
multitud de fotos de gente que debió ser alguna vez cliente del bar. Tras la
barra, unas enormes estanterías repletas de botellas, copas, vasos. Tazas, y,
en medio, una vieja cafetera de cuatro brazos renegrida por el paso de los
años. Apoyado en la barra y secando unos vasos, estaba Paco, el dueño e
hijo del fundador de aquel lugar. Tenía un aspecto un tanto desaliñado con la
camisa por fuera y cara de pocos amigos, pero Sancho, que lo conocía bien,
decía que era una buena persona.
—¡Buenos
días, Paco! —Le dijo Sancho nada más verlo— Ya veo que la mañana está animada.
—Ya
lo creo, Sancho; el autobús que va a la ciudad se averió y esta gente está
esperando que les manden otro, ¡bien por el negocio! —Paco se quedó mirando a
Alonso, que venía tras Sancho, con el ceño fruncido— ¿Qué vais a tomar?
—Un
vaso de agua. —Respondió rápido Alonso— Estamos de servicio y no podemos tomar
alcohol ni nada que afecte a nuestro correcto compartimiento ni a nuestro
rendimiento policial.
Sancho
se puso la mano en la frente y bajo la cabeza, mientras veía como Paco abría
más los ojos y emitía una especie de bufido.
—A
mí ponme un café de esos que tú haces. —Dijo guiñándole un ojo y dándole a
entender que quería un carajillo de esos que se tomaba por las noches y que
tanto le gustaban.
Ambos
se sentaron en unos taburetes, y, mientras Sancho paladeaba su café de buen
grado, Alonso oteaba una por una a todas las personas que se encontraban en el
bar. Quedóse mirando unos instantes a los hombres que estaban jugando a las
cartas en una de las mesas, y con un disimulo, que no disimulaba nada, se
acercó al oído de Sancho.
—¡Fíjate
bien en los de esa mesa, Sancho, los que juegan a las cartas! Por el énfasis
que ponen, podría asegurar que es una de esas partidas en las que se juegan
grandes cantidades de dinero, es posible que la hacienda propia, y quién sabe
si el honor de alguna esposa… ¡Mala gente…!
Sancho
lo miraba con cara de circunstancias, sino fuera porque ya lo conocía de años,
cualquiera hubiera dicho que se estaba volviendo loco, pero la realidad no era
muy distinta: él pensaba, desde el primer día que lo conoció, que aquel buen
hombre había perdido parte de su juicio hacía ya mucho tiempo.
—Pero, por Dios, mi cabo, que son pensionistas
que se están jugando el café y la copa, mientras llega el autobús; si entre los
cuatro que hay en esa mesa juntan más años que las pirámides del Egipto ese…
—¡Bueno,
bueno…! ¡Usted es que lo ve todo normal; pero, claro, cómo no goza de mi innata
perspicacia… qué se le va a hacer!
En
eso que se abrió la puerta y entró un chico joven con un par de cajas al
hombro. Sin mediar palabra, se fue al otro extremo de la barra. Nada más verlo,
Paco hizo lo propio y fue a esperarlo por la parte de dentro. El chico abrió
una de las cajas con un cúter y le mostró el contenido al hostelero. Este
asintió dándole conformidad y se dirigió a la caja registradora a por dinero.ç
—¿Se
ha dado cuenta, Sancho? Cajas sin marca, dinero en efectivo, una transacción
rápida. Solo puede significar una cosa: drogas. Ya le dije que no me gustaba
nada este sitio, y mucho menos su dueño.
—Vera,
usted, mi cabo, —dijo Sancho con cara de desesperación— ese chico se llama
Manuel y viene todos los miércoles; es el representante del café molido que
gasta Paco y no creo que…
—¡Lo
ve, lo ve! ¡Se lo dije! Los contrabandistas utilizan el café para ocultar la
droga evitando así que los perros puedan detectarla, y. además…¡Mire, mire…!
El
chico sacó de una de las cajas otra más pequeña dentro de la cual iban cientos
de pequeños sobrecitos blancos, y se la dio a Paco.
—¡Alto
ahí! ¡Quiero ver que en esos sobres! —Dijo Alonso dirigiéndose a los dos
hombres con gesto serio.
Paco,
que ya conocía a Alonso de algún otro lío, no lo dudo y le ofreció la caja al
policía.
—¡Claro,
cómo no! Coja usted uno, dos o los que quiera
Alonso
cogió uno y lo rompió por un pico, se humedeció el dedo y, tras mojar en el
interior, se lo llevó a la boca para paladearlo.
—¿Azúcar?
—Dijo Alonso sorprendido.
—¡Pues,
claro, tonto, qué se creía! Me regalan un kilo en dosis por cada cuatro de
café…
Consciente
de la metedura de pata, Alonso volvió a su taburete y se sentó nuevamente con
su compañero, que trataba de ocultar su risa con la cabeza vuelta por lo allí
presenciado. No contento aún, Alonso seguía escrutando a las personas que allí
estaban y reparó en una de ellas.
—¡A
sus once, Sancho! Fíjese en el caballero de la mesa del fondo, lleva puestas
unas gafas de sol y parece que no mira a ningún sitio concreto; podría tratarse
de un terrorista.
—¡Y
dale! —Respondió Sancho— Pero, ¿qué le pasa a usted esta mañana? ¿no ve que el
pobre hombre es ciego? Si tiene hasta el perro lazarillo sentado junto a la
silla.
Parecía
que al fin el pobre Alonso iba a darse por vencido y relajarse un poco, cuando
al final del bar, en la última mesa, descubrió a dos hermosas mujeres que a
todas luces tenían toda la pinta de ser señoras de vida alegre, por su exceso
de maquillaje y la escasez de tela en las prendas que vestían. Alonso quedó
prendado de ambas mujeres, y no pudo por menos que comentarlo con su compañero.
—¿Ha
visto a esas hermosas damas, amigo Sancho? Es raro ver aquí a semejantes
bellezas… ¡Qué clase y categoría desprenden…! ¿Qué podrán hacer aquí?
Sancho
se rascaba la cabeza y miraba a su compañero con perplejidad. ¿Qué le pasaba a
ese hombre que era incapaz de ver la realidad?
—Mire
usted, mi cabo, que a mí me parece que son prostitutas.
—¡Qué
va, hombre, qué va! —Dijo Paco metiendo
baza en la conversación, que en ese momento estaba recogiendo la taza de café
de Sancho— ¡Esas dos son putas!
—¡Pero,
qué dicen ustedes, par de desgraciados! ¡Pero, cómo pueden hablar así de esas
hermosas mujeres, que a todas luces deben de ser de alta cuna! Ahora mismo me
acercó a ellas para ver si necesitan algo. —Replicó Alonso.
Dicho
esto, con la barbilla levantada y gesto altivo, el bueno de Alonso se dirigió
caminando entre las mesas en dirección de las dos mujeres ofreciendo la mejor
de sus sonrisas. Ellas lo miraban un tanto cariacontecidas, conforme lo veían
acercarse. Tan inmerso iba Alonso en la contemplación de aquellas dos bellas
damas, que no se percató de que pasaba al lado del perro lazarillo de aquel
ciego que había visto, y le daba un pisotón de envergadura en el rabo del pobre
animal. El perro, al sentir la punzada de dolor, se revolvió instintivamente y
le arreó un bocado en la pantorrilla al despistado cabo, que aulló como si
fuera un lobo y comenzó a dar saltos a la pata coja como si fuera un loco.
—¡Auuuh,
auuuh! —Chillaba Alonso.
—¡Ya
estamos como siempre!, si me extrañaba a mí… —Rezongó Sancho desde su taburete
al ver dar saltos a su compañero.
Mas
no acabó ahí la cosa, porque Alonso en vez de detenerse por sí solo, perdió el equilibrio
y fue de cabeza contra las dos mujeres. Para no matarse contra ellas, no tuvo
más remedio que lanzar sus hacia delante para así frenar, con la mala fortuna
de poner sus manos en los protuberantes pechos de cada una de ellas. Al
unísono, y como si tuvieran un resorte, ambas mujeres soltaron sus puños contra
el cada vez más cercano rostro de Alonso, dándole una un puñetazo en la nariz
que comenzó a sangrar, y la otra en el ojo, que rápidamente empezó a tornarse
de color violeta. Noqueado y cojitranco, Alonso se fue para atrás, perdiendo
definitivamente el equilibrio y cayendo de espaldas en una de las mesas, en la
que acababan de servir unos cafés, se los echó por encima al partirla en dos.
La tranquilidad de la cafetería se tornó en un guirigay de insultos en torno a
la especie de mele que se había formado alrededor de Alonso.
—¡La
madre que lo parió! —Gritaba Paco—Si ya sabía yo que me la iba a liar… ¡Maldito
chalado!
—¡Ya
voy, mi cabo! ¡Paso a la autoridad! —Gritaba Sancho, intentando abrirse paso
entre el montón de gente que allí se había arremolinado.
Al
final, entre voces e improperios, el bueno de Sancho consiguió sacar de allí
como pudo al malogrado Alonso, con la nariz rota, un ojo a la funerala y un
bocado en la pantorrilla. Lo subió al coche y con la sirena encendida, más por
no oír los quejidos de este que por otra cosa, se marchó camino de la Casa de
Socorro para que pudieran restañar un poco a su querido cabo.
Pero
eso…, eso ya es otra historia.
Inés Herrera Mesas
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GANADOR DEL CERTAMEN LITERARIO “POR QUÉ
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