Día
de la Libertad de Prensa
Hay verdades
de verdades, y a imitación del diplomático de Scribe, podríamos clasificarlas
con mucha razón en dos: la verdad que no es verdad, y... Dejando a un lado las
muchas de esa especie que en todos los ángulos del mundo pasan
convencionalmente por lo que no son, vamos a la verdad verdadera, que es
indudablemente la contenida en el epígrafe de este capítulo.
Una cosa
aborrezco, pero de ganas, a saber: esos hombres naturalmente turbulentos que se
alimentan de oposición, a quienes ningún Gobierno les gusta, ni aun el que
tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay
ministro bueno, sobre todo desde que se ha convenido con ellos en que Calomarde
era el peor de todos; esos hombres que quieren que las guerras no duren, que se
acaben pronto las facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean
milicianos urbanos... Vaya usted a saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un
horror?
Yo no. Dios me
libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando está sobre todo en la clase
de los súbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgar a los que le
gobiernan? ¿No es esto la débil y mezquina criatura pidiendo cuentas a su
Criador?
La ley, señor,
la ley. Clara está y terminante, impresa y todo: no es decir que se la dan a
uno de tapadillo. Ése es mi norte. Cójame Zumalacárregui, si se me ve jamás
separarme un ápice de la ley.
Quiero hacer
un artículo, por ejemplo. No quiero que me lo prohíban, aunque no sea más que
por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace usted?, me dirán esos perturbadores
que tienen siempre la anarquía entre los dedos para soltársela encima al primer
ministro que trasluzcan, ¿qué hace usted para que no se lo prohíban?
¡Qué he de
hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un escritor independiente en
tiempos como estos de independencia. Empiezo por poner al frente de mi
artículo, para que me sirva de eterno recuerdo: «Lo que no se puede decir, no
se debe decir». Sentada en el papel esta provechosa verdad, que es la
verdadera, abro el reglamento de censura: no me pongo a criticarlo, ¡nada de
eso!, no me compete. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro los ojos, y
venero la ley, y la bendigo, que es más. Y continúo: «Artículo 12. No
permitirán los censores que se inserten en los periódicos:
»Primero:
artículos en que viertan máximas o doctrinas que conspiren a destruir o alterar
la religión, el respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto
Real y demás leyes fundamentales de la Monarquía».
Esto dice la
ley. Ahora bien: doy el caso que me ocurra una idea que conspira a destruir la
religión. La callo, no la escribo, me la como. Éste es el modo.
No digo nada
del respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto, etc., etc.
¿Si les parecerá a esos hombres de oposición que no me ocurre nada sobre esto?
Pues se equivocan, ni cómo he de impedir yo que me ocurran los mayores
disparates del mundo. Ya se ve que me ocurriría entrar en el examen de ese
respeto, y que me ocurriría investigar los fundamentos de todas las cosas más
fundamentales. Pero me llamo aparte, y digo para mí: ¿No está clara la ley?
Pues punto en boca. Es verdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocurrencia
alguna. Ahora, en cuanto a escribirlo, ¿no fuera una necedad? No pasaría.
Callo, pues; no lo pongo, y no me lo prohíben. He aquí el medio sencillo,
sencillísimo. Los escritores, por otra parte, debemos dar el ejemplo de la
sumisión. O es ley, o no es ley. ¡Mal haya los descontentadizos! ¡Mal haya esa
funesta oposición! ¿No es buena manía la de oponerse a todo, la de querer
escribirlo todo?
Que no pasan
las «sátiras» e «invectivas» contra la autoridad; pues no se ponen tales
sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se «disfracen» con «alusiones»
o «alegorías». Pues no se disfrazan. Así como así, ¡no parece sino que es cosa
fácil inventar las tales alusiones y alegorías!
Los «escritos
injuriosos» están en el mismo caso, aun cuando vayan con «anagramas» o en otra
cualquiera forma, «siempre que los censores se convenzan de que se alude a
personas determinadas».
En buen hora;
voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso,
que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el
censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no
se convenza? Gran trabajo: no escribo nada; mejor para mí; mejor para él; mejor
para el Gobierno: que encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he
aquí el sistema. He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: nada
más fácil que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas?
¡Miserables que somos!
Los «escritos
licenciosos», por ejemplo. ¿Y qué son escritos licenciosos? ¿Y qué son
costumbres? Discurro, y a mi primera resolución, nada escribo; más fácil es no
escribir nada, que ir a averiguarlo.
Buenas ganas
se me pasan de injuriar a algunos «soberanos y gobiernos extranjeros». Pero ¿no
lo prohíbe la ley? Pues chitón.
Hecho mi
examen de la ley, voy a ver mi artículo; con el reglamento de censura a la
vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo infringido. Examino mi
papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero en cambio he
cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano,
respetaré el látigo que me gobierna, y concluiré siempre diciendo: «Lo que no
se puede decir, no se debe decir».
Mariano José de Larra
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