MAYORDOMO.- Perdón, señor; antes habéis de administrar justicia, que
todavía no es la hora del yantar, y hay aquí unos pleiteantes aguardando.
SANCHO.- ¿Son muchos?
MAYORDOMO.- Por ahora, tres o cuatro no más.
SANCHO.- Pues entren esos tales, y lluevan sobre mí pleitos, que si
nadie me estorba con latines ni papeles, yo los despabilaré en el aire mejor
que el mismo Salomón.
MAYORDOMO.- He aquí la vara de la Justicia. Pero
antes de tomarla, fuerza será que cumpláis con una vieja costumbre de esta
tierra.
SANCHO.-Así sea, que respetar las costumbres es ley de buen gobierno.
Veamos qué es ello.
MAYORDOMO.-Es la costumbre que todo el que viene a tomar posesión de esta
famosa ínsula está obligado lo primero a responder a una pregunta que sea algo
intrincada y dificultosa. Por esa respuesta el pueblo toma el pulso del ingenio
de su nuevo gobernador, y así se alegra o se entristece con su venida.
SANCHO.-Pues venga esa pregunta, que yo sentenciaré lo mejor que pudiere
sin perdonar derecho ni llevar cohecho. Y si no acierto, al que da lo que
tiene, no se le pida más. Conque adelante el preguntador.
MAYORDOMO.-Pues es el caso, señor, que a la entrada de esta villa hay un
puente, y en la mitad del puente hay una horca. Y está mandado que a todo el
que pase el puente se le pregunte a dónde va. Si contesta la verdad, se le deja
ir libremente; pero si contesta mentira, se le debe ahorcar allí mismo. Pues
bien, esta mañana llegó al puente un hombre, y al preguntarle los centinelas a
dónde iba, contestó: «Voy a morir en esa horca.» Y ahí está lo grave, señor
gobernador: que no hay manera de cumplir con la ley. Porque si se le deja libre
resultará que se le deja habiendo dicho mentira, y si se le ahorca resultará
que se le ahorca habiendo dicho verdad. ¿Cuál es vuestra sentencia?
SANCHO.- (Se rasca la cabeza resoplando.) Vamos despacio, que juez
que mal se informa nunca bien pronuncia. ¿Manda la ley que al que diga verdad
se le deje ir libre y al que diga mentira se le ahorque?
MAYORDOMO.-Así es.
SANCHO.- Y ese hombre, al preguntarle ¿adónde vas? contesta: a
morir en esa horca.
CRONISTA.-Así es también.
SANCHO.- Luego si se le deja ir libre no se cumple con la ley porque ha
dicho mentira, y si se le ahorca tampoco se cumple con la ley porque ha dicho
verdad.
DOCTOR.-Así mismo.
SANCHO.- ¿Y ése es todo el intríngulis? Pues a fe que, o yo soy un ignorante
o este negocio se resuelve en dos paletadas. Porque si no hay manera humana de
ahorcar a medio hombre dejando en libertad al otro medio, y si la balanza está
en el fiel con las mismas razones para perdonarle que para condenarle, y ni
condenándole ni perdonándole se cumple con la ley.... lo que sobra es la ley.
Conque perdónese a ese hombre, que de doblarse alguna vez la vara de la
justicia, más vale que se doble hacia la misericordia que no hacia el castigo.
Ésta es mi sentencia.
MAYORDOMO.- ¿Han oído, señores?
PUEBLO.- ¡Dios guarde a nuestro gobernador!
MAYORDOMO.- Tomad, pues, la vara de la Justicia; que si todas
vuestras sentencias son como ésta, bien seguros podemos estar en vuestras
manos.
SANCHO.- Quédese aquí la vara, que ya habrá tiempo de usarla. Y vamos a
comer, señores, que no tengo yo la cabeza para tanto pensamiento ni el estómago
para tanto ayuno.
DOCTOR.-Esperad todavía, señor; los pleiteantes aguardan.
SANCHO.-Mala costumbre es ésta de traer los pleitos a la hora del comer.
Pero en fin, el que quiera estar a las maduras esté también a las duras, y cada
palo aguante su vela, que cuando Dios amanece, amanece para todos. Que pasen
esos hombres.
(Sale un PAJE a dar la orden.)
MAYORDOMO.- Tomad las insignias de vuestro cargo.
(Ayudado por un PAJE le ciñe ceremoniosamente un rico tabardo con
guarnición de cibelinas, gorra de velludo con pluma y collar de oro. SANCHO
toma la vara y sube solemnemente al estrado. Entretanto el DOCTOR comenta con
el CRONISTA.)
DOCTOR.- ¿Qué me decís de nuestro flamante gobernador?
CRONISTA.- Que no tiene pelo de tonto, y no sería yo quien le metiera un
dedo en la boca. Por burla se le ha nombrado; pero bien pudiera ser que, si
sigue como hasta aquí, las bromas se vuelvan veras y salgan burlados los
burladores.
(Pasa el CRONISTA a su mesa, donde va tomando
nota de los juicios. Entran el LABRADOR con sus alforjas y el SASTRE con
ferreruelo y grandes tijeras colgadas a la Cintura. Tras ellos
entran dos VIEJOS barbados -el uno con grueso báculo- que permanecen al fondo
esperando su audiencia.)
SASTRE.- (Mirando a todos.) ¿Quién es el señor gobernador?
SANCHO.- ¿Quién va a ser? ¿No veis aquí la vara?
(Corren los dos a sus pies. disputándose la palabra.)
SASTRE.- ¡Dadme a besar esas manos justicieras!
LABRADOR.- ¡Dadme a mí las manos y los pies!
SANCHO.- ¡Ni manos ni pies ni besos. Al grano, y barras derechas! ¿Qué
negocio es el vuestro?
SASTRE.- ¡Justicia contra ese acusador embustero!
LABRADOR.- ¡Justicia contra ese ladrón de sastre!
SASTRE.- ¿Ladrón yo?
LABRADOR.- ¿Embustero yo?
SANCHO.- ¡Silencio los dos! Cómo ¿no ensilláis y ya cabalgáis? ¿Es que
puedo yo ver clara una cosa que me contáis turbia? Que hable uno solo.
SASTRE.- Yo soy el acusado.
SANCHO.- Pues pasad vos a este lado; quedaos vos a ese otro. Y hábleme el
acusado por este oído, que el otro lo necesito para el que hable después.
(Se inclina a un lado haciendo caracola con la mano en la oreja
correspondiente.)
SASTRE.- Yo, señor, soy sastre, que por mala fama que tenga es oficio tan
de bien como otro cualquiera. Estando ayer en mi tienda llegó este labrador, me
entregó dos cuartas de paño y me preguntó: « ¿Habrá bastante con este paño para
hacer una caperuza?» Yo, tanteando el paño, díjele que sí. Pero como los
sastres tenemos esa maldita fama de quedarnos con una parte del paño como
maquila, el hombre volvió a preguntar: «Diga, ¿y no habría bastante para hacer
dos en lugar de una?» Yo le comprendí la intención, pero como nada se había
hablado del tamaño, respondí que también. Entonces el muy zorro volvió a
quedarse pensando y tornó a preguntar: « ¿Y no podrían salir tres?» «Sí, como
poder, también pueden salir tres.» En fin, por no cansar, que él siguió
añadiendo caperuzas y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco. Con esto
ya le pareció bastante y quedamos en que yo le haría cinco caperuzas. Ahora, al
entregárselas, pone el grito en el cielo, y no sólo no me quiere pagar la
hechura, sino que pretende que yo le pague o le devuelva su paño. Eso es todo.
SANCHO.- (Cambiando ostensiblemente de mano y de oreja.) ¿Es así,
hermano?
LABRADOR.- Así es.
SANCHO.- ¿Es verdad que vos le encargasteis las cinco caperuzas?
LABRADOR.- Verdad.
SANCHO.- ¿Y es verdad que él las hizo con el paño que le disteis y no con
otro?
LABRADOR.- Verdad también. Pero él nada me advirtió del tamaño. ¿Y sabe
su señoría lo que ha hecho? ¡Muestra, muéstralas a la Justicia!
SASTRE.- (Sacando la mano de debajo
del ferreruelo con una caperucita roja en cada dedo.) Aquí están las cinco,
una por una, y juro a Dios que nada me sobró del paño, y que están cortadas y
cosidas con todas las de la ley.
LABRADOR.- ¿No es un escarnio, señor gobernador?
SASTRE.- Considere que él nada me dijo del tamaño. Pues ¿qué creía este
bribón que puede hacerse con dos cuartas «adminículas» de paño?
SANCHO.- ¡Basta ya! El pleito está bien claro y aquí no han de ser
menester más leyes que juzgar a juicio de buen varón. Ninguno de los dos tiene
razón porque los dos habéis obrado de mala fe. Por lo tanto, que pierda el
labrador el paño, y el sastre que pierda su trabajo. Quédense aquí las
caperuzas para enseñanza de pleiteantes. Y lárguense los dos con viento
fresco, que no están los gobiernos para perder su tiempo con pleitos menudos de
truhanes y maliciosos. ¡Largo ahora mismo! (Levanta la vara amenazando. Los
dos litigantes corren atropellándose.) ¿Queda algún otro?
DOCTOR.- Estos dos ancianos, con pleito de dineros.
(Se adelantan los dos.)
SANCHO.- Que hable el demandante.
VIEJO SIN BÁCULO.- Es el caso, señor, que este vecino mío me pidió
prestados hace tiempo diez escudos. Díselos con la mejor voluntad y tardé todo
lo que pude en recordárselos por no ponerle al devolvérmelos en mayor necesidad
de la que tenía al pedírmelos. Ahora los necesito, y me niega la deuda diciendo
que ya me los devolvió y que no me acuerdo.
SANCHO.- ¿Tenéis pruebas, buen viejo?
VIEJO SIN BÁCULO.- Ahí está lo malo: que como le tenía por honrado, le
entregué los escudos sin firma ni testigos.
SANCHO.-(Al MAYORDOMO.) ¿Es conocido en la ínsula el demandado
como hombre de opinión y de creencia?
MAYORDOMO.- Los dos lo son, señor. De ninguno de ellos se sabe que haya
faltado nunca a su palabra.
SANCHO.- ¿Qué queréis que haga yo entonces, hermano? Si él se empeña en
que sí y vos en que no bajo palabra, nada vamos a sacar en limpio.
VIEJO SIN BÁCULO.- Sólo pido a vuestra señoría que le tome juramento
público y solemne. Téngolo por hombre de fe y no le creo capaz de falso
juramento.
SANCHO.- Sea como queréis. (Se pone de pie y muestra un crucifijo.)
¿Estáis dispuesto a jurar delante de la Santa Cruz?
VIEJO CON BÁCULO.- Dispuesto estoy. Tenme este báculo un momento, vecino.
(Entrega el báculo a su compañero, avanza y pone la mano sobre la Cruz.) Yo confieso ante Dios que este buen amigo me
prestó los diez escudos de oro. Y juro por la salvación de mi alma
que se los he devuelto, poniéndolos con mi propia mano, en su propia mano,
solemne y públicamente. ¡Que el Cielo me condene si miento!
SANCHO.- Hecho está el juramento. ¿Puedo hacer algo más por vos?
VIEJO SIN BÁCULO.- Nada, señor. Por encima de todo es cristiano viejo y
no va a condenar su alma por diez escudos. No hay duda de que él tiene la
razón. Toma tu báculo, hermano, y quede saldada la deuda para aquí y para
delante de Dios.
VIEJO CON BÁCULO.- Así sea. (Recoge el báculo.) ¿Puedo retirarme,
señor?
SANCHO.- Aguarda un poco. (Medita perplejo con el índice sobre la
nariz. Rumia en voz alta las palabras del VIEJO, con un rebrillo sagaz en los
ojos.) ¿De manera que se los habéis devuelto... con vuestra propia mano...
en su propia mano... solemne y públicamente?
VIEJO CON BÁCULO.- Así fue.
SANCHO.- ¿Y tanto os estorbaba ese báculo que no habéis podido jurar con
él? A ver, dádmelo acá. ¡Pronto!
VIEJO CON BÁCULO.- ¿Por
qué, señor?
SANCHO.- Porque algo me huele aquí a gato encerrado. Y a fe mía que si lo
hay, es dentro de este báculo donde debe de estar. (Lo examina buscando
algo. Por fin destornilla el puño y vuelca sobre una bandeja, que acerca el
MAYORDOMO, el báculo hueco, de donde salen las diez monedas.) ¡Ajá! ¿No lo
dije? Aquí está el gato. (Exclamaciones de asombro.) Tomad vuestros
escudos, buen hombre. Y condénese a ese otro por falsedad pública; que el que
sólo dice la mitad de la verdad es igual que el que miente. Rematado el pleito.
MAYORDOMO.- ¿Qué os parece de esto, señores?
CRONISTA.- ¡Viva mil años nuestro gobernador!
PUEBLO.- ¡Viva!
SANCHO.- Déjense de gritos, y si real y verdaderamente quieren que viva,
denme algo de comer, que no soy de piedra-mármol y me estoy cayendo de
necesidad.
Alejandro Casona, La Ínsula de Barataria