En una cadena de librerías decidieron que a partir de ahora sería
un programa informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las estanterías
y cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido
ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada
de los ejemplares que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando
a alguien para esa tarea concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el
programa, buscarlos en los anaqueles y retirarlos en cajas sólo requería saber
leer. El caso es que el programa informático no atendía ni siquiera al hecho de
que ciertas obras maestras de nuestra literatura han quedado reducidas a
lecturas obligatorias de diferentes estudios y que, por lo tanto, sólo se venden
al principio del curso académico. El empleado contratado en una de estas
librerías realizaba con eficacia su trabajo cuando una de las libreras, algo
veterana en estas lides, le detuvo un instante y le dijo:
—Disculpa, pero este libro no lo retires, por favor.
El muchacho, que estaba siendo concienzudo en su tarea, tuvo miedo
de que se detectara que no había sido escrupuloso en la realización del trabajo
para el que había sido contratado y, con el libro en cuestión aún en la mano, argumentó:
—Es que el título de este libro viene marcado en rojo en el
programa.
La veterana librera suspiró.
—Ya, bueno. No importa. Yo asumo la responsabilidad. —Y con
cuidado tomó el volumen que el muchacho sólo cedió con el ceño fruncido y
claras muestras de enojo en el rostro.
Como imaginarán, el libro en disputa no era otro que un ejemplar
del Quijote.
Conclusión: si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer
sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de
saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque
sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la
irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los
programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo,
antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no
debemos leerlo.
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