Fue en un
libro encuadernado en pergamino, impreso en caracteres góticos y taraceado por
la polilla, donde encontré la leyenda de Berenice, a quien suelen llamar la
Verónica. Sin darle crédito ni atribuirle autoridad alguna, voy a trasladarla
aquí, lector piadoso, que acaso habrás adorado alguna reproducción de la Santa
Faz.
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Berenice, casada con Misael el rico, era de origen
hebreo, nacida, sin embargo, en Alejandría. De su ciudad natal había traído a
Sión costumbres refinadas, un vestir lujoso, gasas más sutiles, y joyas más
caprichosas que las que usaban sus convecinas y aun las romanas del séquito de
la esposa de Pilatos. Berenice gastaba exquisitos perfumes, iguales a los de la
tetrarquesa Herodías, y se los traía Misael de sus frecuentes viajes a los
países de Arabia y Persia. Con todo eso, Berenice no era dichosa y Misael
tampoco.
No tenían hijos. Las entrañas de Berenice no eran
fecundas. Y, como la esperanza en la venida del hijo de David, del Mesías
prometido, se hubiese exaltado con el yugo puesto en Jerusalén por la despótica
Roma, cada matrimonio soñaba con engendrar al Salvador. Las estériles eran
objeto de compasiva burla. Cada vez que una aguadora cargada con sus ánforas y
con el peso de su embarazo pasaba ante la puerta de Berenice, la opulenta
arrojaba una mirada de envidia a la miserable. ¿Quién sabe si sería tan
venturosa que albergase en su seno la redención de Israel?
La multitud pensaba en el Redentor y le veía como
guerrero formidable semejante a los Jueces campeadores, que antaño hicieron
triunfar al pueblo elegido. Traería al cinto espada reluciente, al brazo un
escudo de fortaleza, y al impulso invencible de su ardimiento huiría el invasor
y sería libre Israel. Volverían los tiempos gloriosos, el triunfo de Jehová y,
entre cánticos de alegría, el Templo daría cobijo, también como antaño, a las
muchedumbres de las tribus, y el Arca sería otra vez llevada en apoteosis, al
son de las chirimías y las cítaras, entre los clamores de gozo del pueblo
delirante...
Misael era de los que soñaban así. Y la pena de que
Berenice no le diese el hijo esperado le fue alejando de ella y tuvo pasajeros
encuentros con campesinas, al paso de las ciudades donde solía pasar. La
frialdad creció cuando Misael pudo advertir que Berenice se inclinaba a las
sectas que empezaban a surgir en Jerusalén, hombres de blancas túnicas y largos
cabellos, que llevaban una vida pura y entendían (al revés de los Doctores de
la Ley y Príncipes de los Sacerdotes) que el Mesías no sería un combatiente,
sino un manso, varón de paz y humildad, y por el espíritu de mansedumbre
redimiría a Sión.
Antiguas profecías lo tenían anunciado: Isaías, el
de los labios purificados por el ascua de fuego, lo había dicho expresamente.
No un león de Judá, sino un cordero. No trataría de defenderse, pues descendía
a ser sacrificado. El precio de su sacrificio era la redención, pero no sólo de
Israel, sino de todo el mundo. Y ésta le parecía a Misael la herejía peor. El
Mesías tenía que venir para Israel tan solo. ¿Cómo se entiende? ¡El Mesías era
para los judíos, para el pueblo de Dios!
Y los esposos disputaban día y noche, aferrado
Misael a su exclusivismo patriótico, porfiando Berenice con suave terquedad.
-De todos modos -insistía Misael- yo veo que no
viene, pero si ha de venir también para estos romanos que nos oprimen, que nos
han hecho esclavos, creo que más vale...
Decíalo, no obstante, de dientes afuera. Según iban
alejándose las esperanzas de que Berenice se sintiese madre, aumentaba el afán
de Misael. No desesperaba; cierto que su esposa ya iba dejándose atrás la
juventud, pero mucho más madura era Sara cuando concibió. Así es que, un día,
al volver de una de sus excursiones, trayendo por cierto a Berenice joyeles
espléndidos, y mientras ella, agradecida, le rogaba que se sentase a comer y se
preparaba a servirle el aguamanos y a lavarle los pies con la húmeda toalla,
insistió el marido:
-Berenice, sabe que, en el desierto, bajo la tienda
he tenido un sueño: te he visto rodeada de posteridad numerosa. Y el primero de
tus retoños, sábelo también, era el Mesías prometido a nuestro pueblo. Tenía la
faz muy triste, sangrienta, cubierta de sudor y polvo. ¿Quién me interpretará este sueño? Inquieto estoy.
Calló la esposa, lavó a su señor y le presentó el
asado, las tortas de miel y manteca, las uvas de cuelga y las granadas rojas.
Le escanció el vino de rubí y le ofreció el agua fresquísima. Y, cuando se hubo
saciado y pasado a la terraza, a respirar el aire, regaladamente, Berenice
murmuró, con emoción profunda:
-No desees más, Misael, que en mi seno se forme el
Mesías. No puede ser. El Mesías ya está entre nosotros.
Y como Misael, atónito, dudase y negase con la
cabeza, Berenice replicó:
-Ha venido, ha venido el Hijo de David. Le anunció
Yokaanam, ¿no te acuerdas? Aquel varón justo y penitente a quien degollaron,
después de la impúdica danza de Salomé, por artimañas de la tetrarquesa. El
Hijo de David, unas veces va por los pueblecillos enseñando a las multitudes,
otras se le ve en Jerusalén, donde ha arrojado a latigazos del Templo a los
mercaderes. Eblis le ha tentado vanamente en la cima de una montaña, y en otra
montaña el Maestro ha predicado una ley mejor que la de Moisés, más dulce, más
hermosa.
Misael, ya recobrado del asombro, rompió a reír.
-Siempre te dije, esposa mía, que esos nuevos
sectarios que hemos visto aparecer te revolverían el seso. Aquí no tenemos más
camino, si no viene el Libertador que esperamos, sino ceñirnos los riñones,
requerir la espada y caer sobre los invasores, exterminándolos uno por uno. Así
hicimos con los moabitas, los amalecitas y los filisteos, y nos fue bien; eran
otros tiempos. Había patria. Con Profetas descalzos y que van por los caminos
como mendigos, poco medraremos. El Mesías no puede ser el primo de Yokaanam,
que era un vagabundo, comedor de langostas silvestres. El Mesías vendrá
terrible en su fortaleza, como las haces bien ordenadas. Cuando llegue,
menearemos el hierro.
-Te aseguro que se halla ya entre nosotros -repitió
tenazmente Berenice-. Lo he sentido en mí; mi corazón ha saltado, como un
cabrito que ve a su madre. No lo dudes, Misael. No vivas en la ceguera.
Volvió el comerciante a reírse y tomando su manto,
salió a la calle. Quería informarse del tal Mesías, algún embaucador, de
seguro. El primer amigo que encontró en la plaza, le dio noticias de la mayor
actualidad.
-¿El loco visionario, que se dice Rey de los judíos?
¿Uno al cual siguieron las turbas y le hicieron una entrada triunfal? ¡Bah! Hoy
mismo le prenden, y se afirma que le darán muerte mañana.
Misael se estremeció. Nada le importaba el
seudo-Profeta, pero le molestaba la pena que iba a sentir Berenice. Y decidió
callar. Tiempo había de que lo supiese. De noche, sin embargo, fue agitado su
sueño. Dio mil vueltas y habló alto, con inarticuladas voces. A las afectuosas
preguntas de Berenice, contestó con efugios. No sabía... Acaso la comida, el
vino, el cansancio que sigue a un largo viaje...
Al día siguiente, recorrió la ciudad. Se hablaba
mucho de la captura del Rabí. Supo Misael que le habían flagelado. Habló con
fariseos y saduceos, que se quejaban de la indulgencia del Pretor romano con el
impostor. A bien que ellos habían fomentado un movimiento popular, una especie
de motín, y los romanos temían siempre a los desórdenes y algaradas, que podían
fomentar en el pueblo la rebelión.
Y por la tarde, supo más Misael: el Rabí iba a ser
crucificado...
Volvió a su casa el comerciante con extraña
sensación de peso y amargor en la conciencia. Deseaba hablar, informar a
Berenice, y temía, de hacerlo, que corriese desalada al lugar del suplicio.
Taciturno, se sentó en el patio, donde una fuente se deshilaba en un tazón de
jaspe.
Berenice estaba a su lado. Pálida y triste, no
respondía casi a sus palabras. Enmudecieron al fin los dos. Los despertó un
tumulto en la calle. Las siervas clamaban con histéricos gemidos. Llantos
femeniles se oían en la calle también. Berenice saltó, se precipitó. Pasaba una
lúgubre comitiva, y entre ella, un hombre cargado con enorme cruz, que no podía
levantar en peso, y que arrastraba de rodillas cayendo y levantándose. El
hombre sería joven y hermoso, pero no era fácil comprenderlo, porque el
semblante apenas podía distinguirse entre las guedejas del pelo pegado a las
sienes por el sudor de la agonía y la coagulada sangre que había corrido por la
frente abajo. Berenice no sollozaba, no gritaba; permanecía con los ojos
dilatados de horror, fascinada por la intensidad del sentimiento. Al fin, se
lanzó, desenrolló el velo fino que cubría su cabeza y corrió, abriéndose paso
entre la muchedumbre y rechazando con la mano a los verdugos, a secar aquel
rostro empapado, a limpiar aquellas facciones ultrajadas y embebidas de
impurezas. El sentenciado la miró un momento, y la mirada se clavó como hierro
ardiente en el alma de la piadosa.
Misael la había seguido para protegerla y fue el
primero en notar el prodigio...
La faz del reo se había quedado impresa en la tela
tres veces, en tres dobleces simétricos, y era el mismo rostro, y el mirar, el
mirar maravilloso que derretía el corazón más duro...
Y Misael, cayendo prosternado, gritó:
-¡Era cierto! ¡Había venido el Mesías!
Emilia Pardo Bazán
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