Después de pensármelo mucho, acudí a la reunión de lectores
anónimos que había convocado la biblioteca pública. Cuando me tocó el turno de
hablar, saqué el papel que había estado preparando toda la tarde, y leí:
Mi nombre no importa, soy un lector anónimo. El día que dije en mi
casa que me gustaba leer, mi padre puso el grito en el cielo.
-Pero, bueno, ¿cómo es posible que te guste leer? –dijo alzando
la voz-. ¿Me has visto a mí leer alguna vez? ¿Lee tu madre? ¿Lee tu hermano
mayor? No, verdad. Ninguno de nosotros leemos. ¿Y no estamos todos sanos y
fuertes?
Mi madre fue
más suave, aunque su tono también estaba cargado de reproches.
-Hijo, ¿por qué lo haces? ¿Por qué lees? –me preguntó
entristecida.
Sin dejarme responder, mi padre volvió a la carga y siguió
despotricando.
-Vamos a ver. Tienes un ordenador, tienes un montón de
videojuegos, te hemos puesto un televisor en tu cuarto y, a pesar de todo eso,
que buenos esfuerzos nos ha costado, el niño caprichoso prefiere leer libros.
¿Te parece bonito ese vicio?
¿Vicio? Yo, la verdad, no supe qué responder. Según comprobé
después a escondidas en el diccionario, que también es un libro, un vicio es
una mala costumbre que se repite con frecuencia.
En aquel momento, más que un vicioso, me sentía como un ladrón que
acabara de robar en el Banco de España y hubiera sido pescado in fraganti.
Para colmo todavía tenía el botín en la mano, la prueba del
delito, esto es, los libros que acababa de sacar de la biblioteca pública. Mis
padres los miraron horrorizados y leyeron los títulos con dificultad.
Bueno, la cosa no paró ahí. Tuve que prometerles a mis
progenitores que nunca más volvería a leer libros en casa.
La verdad es que me gustaría compartir este interés por la lectura
con alguien, pero mis amigos piensan como mis padres. Ellos sólo saben hablar
de fútbol. Un día que les insinué haber leído un libro, me miraron como si
fuera un enfermo contagioso, y se alejaron de mí poniendo cara de asco.
He cumplido mi promesa a rajatabla. Ya no leo en casa, ahora leo
sentado en un banco del parque y en la biblioteca pública, donde ellos no
pueden verme.
A veces, cuando me dedico a este vicio, tengo miedo a que me
descubran, aunque luego me olvido de todo.
Lo siento por mis padres, pero a mí me gusta leer, ¿y qué?
Paco Abril
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