Día de San Jorge, patrón de Aragón.
Jorge de Capadocia,
tribuno militar a las ordenes del emperador Diocleciano, quien, al
negarse a perseguir cristianos y confesar pertenecer a esta religión, fue
torturado y muerto. Su vinculación con el dragón aparece recogida en La
Leyenda Dorada, colección de vidas de santos del domínico Santiago
de la Voragine, en el siglo XIII
Y es esta historia la que recrea
Carolina
Lozano en su novela Georgos, situándola en la Cataluña
medieval:
El duque Berenguer, más preocupado por la política y la guerra que
por sus vasallos, se enfrenta a los rumores de que una bestia ronda sus bosques
matando y devorando a aquellos que se interan en el bosque que rodea a la
ciudad. Primero apaciguan al dragón con ovejas, despues con hombres (unos se
sacrificarán voluntariamente; otros son conducidos para pagar por sus delitos; y,
finalmente, entre aquellos elegidos mediante sorteo). Hasta que un día la
suerte recae en Elisenda, la hija mayor del duque…
La historia nos la cuenta Blanca, hija menor del duque y que desde
niña está en el convento. Ella pondra por escrito la historia y se la entregara
a Georgos, representante del Papa, que se dedica a viajar recogiendo
información sobre sucesos inverosímiles.
La novela se lee de un tiron; es ágil y está bien documentada en
las costumbres medievales; los personajes responden a los modelos tipos de los
cuentos, de la literatura oral. Conocemos la leyenda, y esperamos con ansia el
momento en que San Jorge ha de intervenir para rescatar a la princesa. Se me
olvidaba; en el libro hay un interesante acróstico, primero con la primera
letra de cada título de capítulo, y luego con la primera letra del primer
párrafo de cada capítulo
Os dejo con un fragmento de la
introducción, cuando el dragón prueba por primera vez carne humana:
Uno de esos muchos
viajeros, un monje itinerante que trabajaba como escriba, avanzaba una tarde
calurosa por el amplio camino. Ocioso, se había separado del grupo de
peregrinos a los que se había unido al salir de la posada aquella mañana.
Estaban en las cercanías del burgo, y allí ya nada temía de asaltantes ni
forajidos. Así que se permitió retrasarse para disfrutar del paisaje de árboles
altos y sotobosque aromático que le rodeaba, y que pronto se marchitaría con la
llegada del frío del invierno.
Al cabo de un rato sintió
ganas de aliviar sus necesidades y se adentró en el boscaje. Estaba a punto de
arremangarse los faldones de la saya, cuando se dio cuenta de que a su
alrededor todo parecía haber enmudecido. En sus largos viajes había aprendido a
escuchar el ruido y el silencio, porque los animalillos del bosque, tan
vulnerables, intentaban hacerse invisibles ante cualquier peligro.
El monje soltó sus ropas,
agarró con fuerza su bastón y miró a su alrededor buscando a los rufianes que
estuvieran dispuestos a atacarle. Frunció el ceño cuando oyó el fuerte susurrar
de la hojarasca, deduciendo que debían de formar una cuadrilla numerosa. Pero
no vio aparecer a nadie, pese a que el rumor se había detenido a apenas unos
pasos del lugar donde se encontraba. Con su angustia acrecentándose, giró
bruscamente la cabeza al sentir que a su derecha se movía un arbusto de
lentisco. Y vio entonces algo que lo hizo encogerse con horror. Unos ojos
negros, demoníacos pero inteligentes, lo observaban desde una cabeza de reptil.
No pudo retroceder dos
pasos antes de que el animal, monstruoso y terrible como no había visto ninguno
hasta entonces, se abalanzara sobre él. Los dientes finos y serrados le
laceraron profundamente la pierna pero, espoleado por el miedo, el monje
consiguió seguir corriendo. El animal aún lo persiguió unos metros,
infligiéndole una profunda herida en la espalda con las zarpas, antes de
quedarse atrás y permitirle marcharse.
El monje adivinaba pese a
su ansia por huir que, si hubiese querido, o si el cielo no le estuviese
protegiendo, el monstruo podría haberlo alcanzado. Lo dominaban el
desconcierto, la sorpresa y el dolor mientras cojeaba hacia el camino. Temía
que el monstruo volviera a buscarlo si se quedaba a la intemperie, y esperaba
encontrar alguna caravana que se dirigiera todavía al burgo a aquellas horas de
la tarde. Tenía que avisar a las gentes de aquel lugar del peligro que los
amenazaba.
Pero el animal no iba a
ir a buscarlo, ni siquiera cuando la ponzoña hiciera su efecto. No lo había
atacado por hambre, sino porque el monje había sido un intruso extraño en su
territorio. Un intruso de sabor aún más extraño, que pese a todo podía ser en
el futuro una presa aceptable en caso de que no hubiera nada mejor.
Y su olor era el que
flotaba en el ambiente, concentrado, no muy lejos de aquel sitio donde se había
encontrado con su primer humano.
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