Día del Libro; para celebrarlo traigo
este relato basado en la figura de Don Quijote de Antonio Pascual Lázaro, autor dque comienza ahora a publicar, pero
con historias muy interesantes que contar, como las que podéis encontrar en su
libro Relatos para Gente Normal.
Aquel día, harto de estar atrapado entre unas tapas
duras sin que nadie las abriera, Don Alonso Quijano decidió salió de
su largo encierro, se deshizo de los cientos de páginas que le acorralaban y a
duras penas, se desplazó por la estantería.
Miró hacia atrás y leyó el titular impreso en el lomo
del libro donde había estado alojado: “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha” escrito por Miguel de Cervantes Saavedra. Dedujo
que por su origen manchego, por su hidalguía y por la semejanza verbal entre
Quijano y Quijote, podría ser él su protagonista. Recordó a su escudero Sancho,
a su caballo Rocinante y a su amada, la sin par doncella Doña
Dulcinea del Toboso y comprobó las lejanas posibilidades que tenía de
volver a entrar en su encierro para liberarlos.
Se encontraba en el extremo de una estantería alta,
de difícil acceso, en la última balda del mueble. Esa donde se colocan los
libros más preciados que no se prevé leer ni consultar en la vida.
Estaba terriblemente fatigado. Los esfuerzos por
deshacerse de todos los impedimentos y abrir la rendija suficiente para poder
escaparse le estaban pasando factura. Además, en el intento, había perdido su
lanza y su adarga, así como su famoso yelmo de Mambrino, esa bacinilla de barbero
que solía portar sobre su cabeza.
Se desplazó por el aparador mientras leía los títulos
de los volúmenes que estaban grabados en sus lomos, “Divina Comedia”, “Cumbres
Borrascosas”, “Cien Años de Soledad”, “Crimen y Castigo”, “Madame
Bovary”, “Guerra y Paz” y otros clásicos de la literatura mundial.
Miró hacia abajo y encontró una estantería con ejemplares
de distintos tamaños y colocados de una manera más informal. Esos libros
parecía que gozaban de una vida más dinámica y que eran manoseados, cambiados
de sitio y leídos con cierta frecuencia.
Descendió con cuidado por un extremo de la balda. Ya
no estaba para demasiados trotes, a su escualidez innata se unía una
musculatura atrofiada por los años de inmovilidad forzosa atrapado entre las
tapas rojas de su libro.
Recorrió el estante con curiosidad. Eran Premios
Planeta y otros libros de autores de gran prestigio aunque menos conocidos,
obras menores en relación con los del estante superior. La mayoría de tapas
duras y tamaño estándar de novela. Caminó despacio mientras leía sus títulos y
sus autores tratando de imaginar las mágicas historias que encerraban.
Más abajo descubrió la estantería de uso cotidiano,
la que siempre se encuentra a la altura de la vista y de las manos de su dueño.
Descendió con mucho mas esfuerzo, el agotamiento y la fatiga se le estaba
acumulando y sus piernas le flaqueaban por momentos. A punto estuvo de dar con
sus huesos en el suelo, solo le salvó la agilidad propia de su extrema
delgadez.
Allí olía más a libro, a tinta impresa, nada que ver
con ese horrible olor a polilla que había soportado durante tantos años. La
mayoría de ejemplares eran novelas de tapas blandas, de tamaños dispares,
muchos eran ediciones de bolsillo, de rastro de mañana de domingo en la Plaza
Mayor de la ciudad.
Paseó lentamente de un extremo a otro de la estantería,
saboreando el aroma intenso que añoraba, fijándose en los autores y títulos que
llamaban su atención y disfrutando al observar el desgaste propio de su uso.
Pensaba en lo que le hubiera gustado haber sentido que las páginas donde se
alojaba se hubieran agitado a la caricia de unos dedos y haber sentido unos
ojos clavados en cada una de sus páginas.
Alguno de los libros de ese estante llamó poderosamente
su atención, como uno que parecía el más sobado de todos, “Ambiciones y Reflexiones”.
Por el título dedujo que sería un tratado de filosofía. Estaba escrito por una
tal Belén
Esteban, una autora completamente desconocida para él. Alonso supuso
que sería una gran psicóloga o filosofa española del siglo XXI.
Mientras paseaba, no podía dejar de pensar en su
compañero Sancho y en alguno de los vecinos de su pueblo, como el Bachiller
Sansón Carrasco que nunca aprobó su vida dedicada íntegramente al triunfo
de la honradez sobre la sinrazón y la injusticia.
Aunque andaba ensimismado en sus pensamientos, pudo
oír a lo lejos unos tremendos chillidos que procedían de un libro de tapas
azules titulado “Los malos días de Arsenio Benítez”. Se acercó y pudo escuchar
nítidamente una voz varonil que gritaba lo siguiente:
-¡Cacho puta!, no me esperaba esto de ti, después de
todo lo que te he ayudado y me pones los cuernos con Raúl. ¡Cabrona!- rugía el
tal Arsenio Benítez mientras todo daba a entender que estaba golpeando a una
muchacha.
Don Quijote, nuestro personaje, pensó que no debía
tolerar esa infamia, abrió una rendija separando las tapas del libro y exclamo:
-Soltad presto a esa damisela, ¡Malandrín!, que yo
soy Don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro
nombre, a quien está reservado por orden de los santos cielos dar final feliz a
esta aventura-.
-¿Quién es ese mamarracho? ¿Es algún amigo tuyo?-
preguntó Arsenio a la muchacha.
-Suerte tenéis, bellaco, que en estas tristes circunstancias
no cuente con mi lanza, mi adarga y la compañía de mi fiel escudero Sancho –replicó
Don Quijote mientras se dirigía hacia Arsenio con decisión.
El protagonista de la novela salió a su encuentro y
se entabló una desigual lucha cuerpo a cuerpo. Al primer embate, el Caballero
de la Triste Figura acabó rodando por los suelos. Arsenio pateaba sin piedad la
cabeza de Don Quijote que sangraba como un toro de lidia.
La muchacha no podía separarlos de ninguna manera y
solo acertaba a gritar: “¡Déjalo, salvaje, que lo vas a matar!”.
Don Quijote, desde el suelo, seguía: “Dejad a esta
doncella nacida de las entrañas de un libro, al igual que la bellísima Dorotea
de Medici emergiendo de las aguas. Que ningún villano ose zaherir a moza de tan
noble cuna”.
Arsenio siguió golpeando a Quijano al tiempo que sus
patadas le hacían escurrirse por la estantería hasta que cayó al suelo de la
estancia. Allí quedo Don Quijote tendido, boca arriba, inmóvil, con la cabeza
llena de sangre que manaba de sus múltiples heridas.
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A la mañana siguiente, Don Mariano González de
Castañeda, Marques de Castañeda, entró a su biblioteca y encontró su ejemplar
de “El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” tirado en el suelo. Era un
facsímil del siglo XVII de gran valor histórico y artístico con ilustraciones originales
lacradas junto a las hojas de texto.
El libro estaba totalmente dañado, el golpe contra
el suelo le había causado importantes lesiones en su encuadernación. Las hojas separadas
del lomo y las ilustraciones esparcidas por los lados. Encima, se podía ver la
estampa del Caballero de la Triste Figura con una mancha roja de lacre sobre su
cara, con toda la sensación de estar herido de muerte.
Don Mariano no pudo saber la causa del destrozo. La
empleada de la limpieza juraba y perjuraba que hacía días que no quitaba el
polvo a los libros de la estantería superior y que ella ni sabía ni había visto
nada. Al final la culpa se la llevó su nieto Ivancito, el más gamberro de todos
ellos, aunque él, evidentemente, siempre lo negó.
El señor marqués nunca llegó a entender cómo un niño
de siete años había llegado hasta allí arriba simplemente para destrozar el
mejor libro de su biblioteca.
Pensó que la vida tiene cosas muy extrañas. Su biblioteca
había sido testigo de una de ellas.
Antonio Pascual Lázaro, Relatos Para Gente Normal
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