¿Qué puede ser peor que un idiota en un bosque?
Aquél de vosotros que ha gritado que nada, se
equivoca. Hay algo peor que un idiota en un bosque.
Y esto es una idiota en un bosque.
A una idiota en un bosque —atención— se la puede
reconocer por las cosas siguientes: se la escucha a una distancia de media
milla, cada dos o tres pasos realiza unos saltitos poco graciosos, canturrea,
habla consigo misma, intenta dar una patada a cada piña que haya por el camino
sin conseguir acertar a ninguna.
Y cuando os ve tumbados sobre la rama de un árbol
dice «¡Oh!», después de lo cual se os queda mirando desvergonzadamente.
—¡Oh! —dijo la idiota, echando la cabeza para atrás
y mirándome desvergonzadamente—. Hola, gato.
Sonreí y la idiota, que ya estaba de por sí pálida,
palideció aún más y puso las manos a la espalda. Para esconder sus temblores.
—Buenos días, señor gato —masculló e hizo luego un
feo gesto.
—Bonjour, ma fille —respondí sin dejar de sonreír.
El francés, como ya os imaginaréis, tenía por objetivo el confundir a la
idiota. No había decidido todavía qué hacer con ella, pero no podía rechazar un
poco de diversión. Y una idiota confundida es una cosa muy divertida.
—Où est ma chatte? —chilló de pronto la idiota.
Como imagináis acertadamente, no se trataba de una
conversación. Ésta era la primera frase de su manual de francés. Pese a ello,
una reacción interesante.
Corregí mi posición en la rama. Poco a poco, para no
espantar a la idiota. Como ya he dicho, todavía no había decidido qué hacer. No
tenía miedo de vérmelas con Les Coeurs, quienes usurpaban para sí el derecho exclusivo
de destruir a los visitantes y se ponían violentos si alguien se atrevía a
precederles en ello. A mí, como soy un gato, me importaban un pimiento sus derechos
exclusivos. Me importaba un pimiento, hablando en plata, cualquier derecho. Por
eso había tenido ya ciertos pequeños conflictos con Les Coeurs y con su reina,
la pelirroja Mab. No me asustaban tales conflictos. Hasta los provocaba cuando
me apetecía. En aquel momento, sin embargo, no me apetecía especialmente. Pero
corregí mi posición en la rama. En caso necesario prefería arreglar el asunto
de un salto porque no tenía ni puñetera gana de echar a correr por el bosque
detrás de la idiota.
—Jamás en mi vida —dijo la muchacha con una voz
ligeramente temblorosa— había visto a un gato que se riera. De tal modo.
Moví la oreja en señal de que aquello no era nuevo
para mí.
—Yo tengo una gatita —aclaró—. Mi gatita se llama
Dinah. ¿Y tú cómo te llamas?
—Tú eres la visitante, querida muchachita. Tú eres
quien se tiene que presentar primero.
—Perdón. —Hizo una reverencia, al tiempo que bajaba
la vista. Una pena, pues tenía los ojos oscuros y, para un ser humano, bastante
bonitos—. Es cierto, no ha sido muy educado por mi parte, debiera presentarme
primero. Me llamo Alicia. Alicia Liddell. Estoy aquí porque entré en la
madriguera de un conejo. Persiguiendo a un conejo blanco de ojos rosas que
llevaba un chaleco. Y un reloj en el bolsillo del chaleco.
Un inca, pensé. Habla de modo inteligible, no
escupe, no tiene un cuchillo de obsidiana. Pero también es un inca.
—¿Hemos fumado yerba, señorita? —le dije con
cortesía—. ¿Nos tragamos barbitúricos? ¿O puede que nos pusiéramos hasta arriba
de anfetas? Ma foi, sí que empiezan pronto ahora los jóvenes.
—No entiendo ni una palabra. —Meneó la cabeza—. No
he comprendido ni una palabra de lo que hablas, gatito. Ni palabrita, ni
palabritita.
Hablaba raro, e iba vestida todavía más raro, sólo
entonces me di cuenta. Una falda de campana, un delantalito, un cuello de
bordes redondeados, cortos guantes de bullón, pololos… Sí, joder, pololos. Y
zapatitos de charol. Fin de siècle, para curarnos en salud. Así que había que
excluir narcóticos y alcohol. Por supuesto, si el traje no era un disfraz. Podría
haber caído en el País directamente desde una función teatral de su colegio en
la que hacía de la Pequeña Miss Muffet sentada en la arena junto a la araña. O
desde una fiesta en la que un joven grupo de teatro festejaba el éxito de su
espectáculo con un puñado de farlopa. Y precisamente esto, decidí después de
reflexionar, era lo que parecía más posible.
—¿Qué es entonces lo que nos metimos? —pregunté—.
¿Qué sustancia nos permitió alcanzar un estado alterado de consciencia? ¿Qué
preparado fue el que nos transportó al país de los sueños? ¿O simplemente hemos
bebido sin medida vasos de gin and tonic tibio?
—¿Yo? —Se ruborizó—. Yo no he bebido nada… Es decir,
sólo un traguitito pequeñitito… Bueno, puede que dos… O tres… Pero al fin y al
cabo en la botella había un papelito que ponía: «Bébeme». Esto no me ha podido
dañar, de ninguna manera.
—Exactamente como si estuviera escuchando a Janis
Joplin.
—¿Cómo?
—No importa.
—Ibas a decirme cómo te llamas.
—Chester. A tu servicio.
—Chester está situado en el condado de Cheshire
—anunció con orgullo—. Me lo enseñaron hace poco en el colegio. ¡Así que eres
un gato de Cheshire! ¿Y cómo me servirás? ¿Me harás algo agradable?
—No te haré nada desagradable. —Sonreí, mostrando
los dientes y decidiendo finalmente que al fin y al cabo la dejaría a
disposición de Mab y Les Coeurs—. Tómate esto como un servicio. Y no cuentes
con más. Hasta la vista.
—Humm… —Vaciló—. Bien, ahora me voy… pero primero…
dime, ¿qué haces en el árbol?
—Estoy situado en el condado de Cheshire. Hasta la
vista.
—Pero yo… Yo no sé cómo salir de aquí.
—Me refería solamente a que te alejaras —le
expliqué—. Porque si se trata de salir, entonces es un esfuerzo en vano, Alicia
Liddell. De aquí no se puede salir.
—¿Cómo?
—De aquí no se puede salir, tontita. Tendrías que
haber mirado en el reverso del papelito de la botella.
—No es verdad.
Agité la cola que colgaba hacia abajo de la rama, un
gesto que en nosotros, los gatos, es el equivalente a encogerse de hombros.
—No es verdad —repitió con aire de desafío—. Daré un
paseo por aquí y luego volveré a casa. Tengo que hacerlo. Voy a la escuela, no
puedo faltar a las clases. Aparte de eso, mamá me echaría de menos. Y Dinah.
Dinah es mi gatita. ¿Te he hablado ya de ella? Hasta la vista, Gato de
Cheshire. ¿Serías tan amable de decirme adónde conduce este sendero? ¿Adónde
iré a parar si ando por él? ¿Vive alguien allí?
—Allí —señalé con un pequeño movimiento de la
cabeza— vive Archibald Haigh, Archie para los amigos. Está más loco que una
liebre en marzo. Por eso le llamamos Liebre de Marzo. Allí vive Bertrand
Russell Hatta, que está tan loco como un sombrerero. Por eso le llamamos
Sombrerero. Ambos, como seguramente ya te habrás imaginado, son dementes.
—Pero yo no tengo ganas de conocer a dementes ni
grillados.
—Todos aquí estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás
loca.
—¿Yo? ¡Mentira! ¿Por qué dices eso?
—Si no estuvieras loca —le expliqué, un poco
aburrido ya—, no hubieras venido a parar aquí.
—Hablas sólo con enigmas… —comenzó, pero de pronto
abrió mucho los ojos—. Hey… ¿Qué te pasa? ¡Gato de Cheshire! ¡No desaparezcas!
¡No desaparezcas, por favor!
Andrzej Sapkowski, La Tarde Dorada
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