En protesta de los tristes
hechos ocurridos ayer en Barcelona, este duro relato de Alfredo Gómez Cerdá que
recoge el monólogo interior de una profesora maltratada por sus alumnos. En
protesta por nuestra indefensión. Por ello este relato y la viñeta de Gallego y Rey en el ejemplar de hoy en El Mundo.
No me di cuenta hasta el
día 15 de marzo. Entré en clase y vi una de mis compresas pegada en la pizarra.
justo en medio de la pizarra. Con una tiza roja, habían pintarrajeado
alrededor. Churretes rojos como hilillos de sangre. ¿Cómo es posible que
tardara tanto en comprenderlo? Entonces empecé a repasar mentalmente las casas
que habían sucedido desde el comienzo del curso. Todo adquirió otro sentido. El
verdadero sentido. Entendí el porqué de cada palabra y el significado de cada
gesto. Nada fue gratuito ni casual. ¡Mierda! Ser una ingenua no justifica que
tardara tanto en comprenderlo. Tenía que haber adivinado sus intenciones desde
el principio. Eso me habría ayudado a reaccionar. ¡Mierda! Soy una tonta de remate.
Una idiota. ¡Mierda! ¡Mierda! Ahora mi mente anda descontrolada y me bombardea
todo el tiempo. No me deja en paz ni de día ni de noche. ¡Es horrible! No se puede
vivir así. No se puede vivir con una cabecita que se empeña en recordártelo a
todas horas. Debo reaccionar. Respiraré hondo varias veces. Que se oxigenen mis
pulmones. Todo mi cuerpo debería oxigenarse. Pensaré después en otra cosa. Haré
un esfuerzo sobrehumano para pensar en otra cosa. Lo estoy haciendo. Trato de
pensar en la última película que he visto. Fue la semana pasada. En realidad no
pude ver nada. La pantalla estaba allí. Enorme. Las imágenes se sucedían para
contar una historia que a la salida todo el mundo alababa en voz alta. Fui a ese
cine con la intención de obligar a mi mente a desconectar. El cine siempre me
atrapa. Me transporta. Me hace volar y soñar. Pero ese día no conseguí
despistar a mi mente. No sirvió de nada la sala del cine. La sala oscura. Yo
creo que la oscuridad me provoca más pensamientos. Me ocurre por la noche. Apago
la luz para intentar dormirme y entonces noto que ese bombardeo se intensifica
hasta hacerse insoportable. Tengo que encender la lamparita de la mesilla y
tratar de que el sueño haga un quiebro a mis pensamientos para poder abrirse un
hueco entre ellos. El otro día mi madre se levantó a media noche a tomarse una
aspirina. Le dolía la cabeza. Se extrañó al ver la luz encendida a las tantas
de la madrugada y entró en mi habitación. ¿Estás bien? Me he desvelado un poco
preparando el examen de mañana. ¿Seguro que estás bien? Sí. En ese momento
pensé en levantarme de la cama y tomarme también una aspirina. Dicen que la
aspirina es un medicamento maravilloso que lo cura todo. Debí hacerlo. Me di
cuenta entonces de que he aprendido a mentir bien. No me había desvelado
preparando un examen ni me encontraba bien. Tenía la idea de que no sabía mentir.
Nunca me han gustado las mentiras. Pero he aprendido a mentir. Lo he hecho a mi
pesar. Algo dentro de mí me empuja a hacerlo. Me digo que no volveré a mentir nunca
más. Pero vuelvo a hacerlo. Estoy bien. Estoy bien. Estoy bien. Siempre había
pensado que podría resistir la verdad por dura que fuera. Estaba equivocada.
Ahora sé que hay verdades que no puedo soportar. Verdades que no puedo
compartir. No puedo hacerlo ni con mis seres más queridos. Ni con mi madre. Ni
con mi padre. Ni con mi hermano. Ni siquiera con Alicia. A veces lo que no podemos
compartir con nuestra familia podemos compartirlo con la mejor amiga. Pero
tampoco puedo hacerlo con ella. Me habla de sus cosas y yo sé que no me miente.
Yo le hablo de las mías y siempre le miento. ¡Qué rabia me da! A veces lo
siento como una traición. Respirar hondo. En profundidad. Oxigenar los
pulmones. Intentar que el corazón se calme un poco y recobre su ritmo. Setenta
pulsaciones. Setenta y cinco. Ahora no hay forma de que baje de las cien. Ni
siquiera cuando me acuesto y trato de relajarme en la cama. Aflojo todos los
músculos y me imagino que floto en un mar de ingravidez. Debería tomarme una
aspirina. Sirven para todo. Trataré de pensar en el último libro que he leído.
¿Leído? Es sorprendente. Sé que mi vista recorrió, uno a uno, todos los
renglones del libro. Todas sus páginas. Pero cuando llegué al final me di
cuenta de que nada de ese libro había penetrado en mi mente. Ella estaba
ocupada en otros asuntos y no dejaba ni un resquicio para libros. ¡Puta mente!
La insulto, sí, pero en el fondo ella no tiene la culpa de nada. Ella se limita
a recordármelo a todas horas. Ella solo me repite que tengo un problema muy
serio y que como no lo solucione pronto las cosas pueden acabar fatal. ¡Fatal!
¡Qué palabra! Fatal suena fatal. Fatalidad. No es lo mismo. Lo sé. Pero las dos
cosas me afectan. Fatal. Fatalidad. Noté algo raro cuando entré en el aula y
todos estaban callados. Como muertos. Me sorprendió el silencio. Era un
silencio forzado. Hasta alguien ajeno al instituto se habría dado cuenta. Un
silencio premeditado. Estudiado. Consensuado. Miré la compresa pegada en la
pizarra. Era como las mías. La misma marca. El mismo modelo. El mismo color.
Corrí a mi asiento. Habían abierto mi mochila. La habían volcado sobre el
asiento. Ya no cabía duda. Era una de mis compresas. Lo recogí todo
apresuradamente. Me temblaban las manos. Cerré la mochila y eché a correr. Entonces
se produjo la carcajada. Nunca podré olvidarla. Treinta energúmenos riendo a la
vez. Riéndose de mí. Corría como una loca por el pasillo y la risotada crecía a
mis espaldas. Parecía que me perseguía. Me encerré en el servicio y me puse a
llorar. He llorado muchas veces en mi vida. He llorado por muchos motivos. Pero
jamás he llorado como lo hice encerrada en aquella estrecha cabina sentada en
la taza del váter. Lo hacía en silencio. Temía que pudieran oírme. Lo hacía
apretando los dientes. Me llevé las manos a la cara y me di cuenta de que mis
lágrimas eran un torrente imparable. Un río desbordado. Un mar. Ese mismo día
hablé con Víctor y con Mario. También hablé con Concha. No les mencioné lo de
la compresa. Me daba mucho corte. Sí les hablé de las sensaciones que había
experimentado. Víctor frunció el ceño. ¡Menudos elementos te han tocado en esa
clase! Mario asentía con reiterados gestos de su cabeza.. ¡Angelitos! Concha se
limitó a decirme que pasara de ellos. Tú a lo tuyo. Ni caso. Son una panda de
descerebrados. Hasta ese momento había pensado que eran mis amigos. Después de
hablar con ellos ya no lo tuve claro. ¿Cómo no se dieron cuenta de que
necesitaba su ayuda? Necesitaba al menos su comprensión. ¡Cómo se puede ser tan
ciego! Tú a lo tuyo. Es fácil decirlo. Sería fácil hacerlo si la panda de descerebrados
se limitasen a lo suyo. Pero estaba claro que no iban a hacerlo. Habían dado un
paso adelante y no estaban dispuestos a dar ni un solo paso atrás. Les había
salido bien. Habían conseguido su objetivo. Yo era su objetivo. A diario oía
sus comentarios a mis espaldas cuando atravesaba el vestíbulo o cuando recorría
los pasillos. ¡Guarra! ¡Te vamos a matar un día de estos! ¡O mejor te marcaremos
la cara con una navaja para que no nos olvides jamás! ¡Zorra! ¡Te vamos a
follar! ¡Será divertido hacerlo! ¡Estás muy buena! Trataba de acelerar el paso.
Trataba de no oírlos. Me preocupaba que el corazón estallase dentro de mi
pecho. Los latidos martilleaban mis sienes con.fuerza. No quería volverme. No
quería encararme a ellos. Sabía que sería peor. Mucho peor. Tú a lo tuyo. Ni
caso. Son una panda de descerebrados. Un día uno de ellos me escupió. Fue a la
salida. Bajando las escalinatas de la puerta principal. Se puso a mi altura. Yo
noté su presencia. No quise volver la cabeza. No quise mirarlo. Noté el
salivazo en mi mejilla. Sentí un asco indescriptible. Aceleré el paso. Oía las
risas de los demás. Todos felicitaban al que me había escupido. Tal vez hubiesen
hecho una apuesta. ¡Quién tiene cojones de escupirle en la cara! ¡Yo! ¡No te
atreverás! ¡Ahora lo veréis! Y lo hizo. Yo tenía ganas de llorar. Y de vomitar.
Y de gritar. Fue la primera vez que me escupieron. No fue la última. Un día me
encontré mi moto en el suelo con las ruedas rajadas. Lo habían hecho a
propósito. El cristal del faro roto. La chapa llena de golpes y de rayones.
Tuve que mentir a mis padres. No les dije que me habían hecho eso dentro del
instituto. ¡Gamberros! ¡Lo denunciaré a la policía! Mi padre estaba indignado.
Yo traté de convencerlo de que no lo hiciera. No servirá de nada. Entonces pensé
que debería decirles la verdad a mis padres. Mis padres se volcarían conmigo.
Siempre lo han hecho. También lo haría mi hermano. También lo haría Alicia.
Pero algo me bloqueaba. Era una sensación extraña. Me avergonzaba hacerlo.
Mintiéndoles me sentía como una piltrafa. Pero sabía que diciéndoles la verdad
me sentiría aún peor. Humillada. Sin consuelo posible. Derrotada. Aunque arreglamos
los desperfectos de la moto, nunca volví a utilizarla para ir al instituto.
Cogía el autobús. Pero ellos me vigilaban y se dieron cuenta. Me esperaban en
la parada. Se escondían entre los coches para que yo no los viese al bajar.
Luego formaban una piña y me seguían. ¡Puta! ¡Gúarra! ¡Zorra! Se animaban entre
ellos. Se crecían todos juntos. A lo que no se atrevía uno, se atrevía el otro.
Un día se abalanzaron sobre mí. Casi me tiran. Me tocaron el culo. Uno de ellos
me pellizcó un pecho. ¡Puta! ¡Guarra! ¡Zorra! ¡Te vamos a follar! No quería que
me viesen llorar. Sabía que eso me volvería más débil a sus ojos. No quería
hacerlo. No quería. A veces me limpiaba la cara y no sabía si me estaba
enjugando unas lágrimas o un escupitajo. No podía dormir por las noches. Las
pasaba en vela. Me metía en la cama y durante horas me peleaba con las sábanas
tratando de encontrar el sueño. Mi madre se dio cuenta. Se levantaba dos y tres
veces para preguntarme. ¿Qué te pasa? Nada. ¿Estás bien? Sí. Y buscaba una
excusa que sonase convincente. Había aprendido a mentir. Cada día lo hacía
mejor. Mentir también necesita práctica. Todas las cosas necesitan práctica.
¿Te caliento un vaso de leche? No. Dejé de ir en autobús y empecé a ir andando.
Algo más de media hora de camino. Procuraba cambiar de itinerario. Consultaba
un plano del barrio y cada día buscaba nuevas calles. A veces daba un gran
rodeo. No me importaba. Salía de casa con tiempo. Como no dormía por la noche,
no me costaba madrugar. Cualquier cosa antes que encontrarme con ellos. Lo conseguí
durante algunos días. Daba mil rodeos y me escondía hasta que veía llegar a
algunos profesores. Entonces corría a su lado y entraba con ellos. Eso me
salvaba. No se atrevían a actuar si me veían acompañada. ¡Mierda! No sé cómo lo
hicieron. He llegado a pensar que consiguieron averiguar dónde vivo. Tal vez me
siguieron sin que yo me diese cuenta. Pero una mañana me encontré con ellos al
doblar una esquina. Era una calle estrecha y muy poco transitada a esas horas.
Eligieron con cuidado el lugar. Lo planearon todo. Me detuve en seco frente a
ellos. Estaban todos. Envalentonados. Me quedé paralizada. jamás he sentido una
sensación igual. Quería echar a correr. Quería gritar para pedir auxilio. No
podía moverme. Tenía la sensación de haber recibido una tremenda descarga
eléctrica que me había dejado achicharrada. Carbonizada. Una estatua de carbón.
Me rodearon. Pensé que no sobreviviría. Pensé que el corazón me explotaría de golpe.
Pensé que ya estaba muerta del todo. Pero sentir sus escupitajos sobre mi
rostro me hizo comprender que seguía viva. ¿Merecía la pena? Uno de ellos se
acercó hasta apoyar su frente contra la mía. Era el cabecilla. Es el cabecilla.
Sus palabras eran amenazas que me atravesaban las sienes. ¡Escúchame bien,
puta! ¡Vas a aprobarnos a todos! ¿Lo has entendido? Afirmé con la cabeza. Quería
explicarles que los aprobaría a todos. Pero no podía hablar. Afirmé otra vez
con la cabeza. Y otra. Y otra. El cabecilla sonrió satisfecho. Se volvió a sus
secuaces. ¿Habéis oído? ¡Todos estamos aprobados! Afirmé una vez más con la
cabeza. El grupo comenzó a disgregarse entre alaridos. Se alejaban al fin. Pero
de pronto volvió el cabecilla y puso de nuevo su frente contra la mía. Sentía
que me faltaba el aire. Pensaba que si no me explotaba el corazón, fallarían
mis pulmones. Daba igual morir de un modo u otro. El cabecilla desabotonó mi
blusa e introdujo su mano por el escote. Me tocó los pechos. Acercó su boca a
la mía. ¿Por qué no vomitaba? Me habló en voz baja. ¡A mí me pondrás un
sobresaliente! Afirmé de nuevo con la cabeza. ¡Quiero un sobresaliente! Parecía
un autómata subiendo y bajando la cabeza. ¡Y no creas que te has librado de
nosotros! ¡Puta! ¡Tienes unas buenas tetas! Se alejaron todos. Los he perdido
de vista por ahora. Pueden volver. Volverán. ¿Por qué no me explota el corazón?
¿Por qué no revientan mis pulmones? Solo soy una figura de carbón. Carbón
quemado. Residuos. Escoria. ¡Corazón! ¡Estalla de una vez!
Alfredo Gómez Cerdá, 21 Relatos contra el Acoso Escolar
por favor el resumen del cuento
ResponderEliminar