En una ocasión concedí una entrevista al Banbury Herald. Debería
ponerme a buscarla un día de estos, para la biografía. Me enviaron un tipo
extraño. En realidad, solo un muchacho. Alto como un hombre, pero con mofletes
de adolescente. Incómodo dentro de su traje nuevo, que era marrón y feo,
pensado para un hombre mucho mayor. El cuello, el corte, la tela, todo era
desacertado. Era la clase de traje que una madre compraría a su hijo cuando
este deja el colegio para incorporarse a su primer empleo, segura de que el
muchacho acabará llenándolo. Pero los muchachos no dejan atrás la niñez en
cuanto dejan de vestir el uniforme del colegio.
Había algo peculiar en su actitud. Intensidad. Nada más posar mis
ojos en él, pensé: «Hummm..., ¿qué habrá venido abuscar?».
No tengo nada en contra de las personas que aman la verdad, salvo
el hecho de que resultan ser una compañía tediosa. Mientras no les dé por
hablar de la sinceridad y terminen contando embustes —eso, lógicamente, me
irrita— y siempre y cuando me dejen tranquila, nunca pretendo hacerles ningún
daño.
Mi queja no va dirigida a los amantes de la verdad, sino a la
Verdad misma. ¿Qué auxilio, qué consuelo brinda la Verdad en comparación con un
relato? ¿Qué tiene de bueno la Verdad a medianoche, en la oscuridad, cuando el
viento ruge como un oso en la chimenea? ¿Cuando los relámpagos proyectan
sombras en la pared del dormitorio y la lluvia repiquetea en la ventana con sus
largas uñas? Nada. Cuando el miedo y el frío hacen de ti una estatua en tu
propia cama, no ansíes que la Verdad pura y dura acuda en tu auxilio. Lo que
necesitas es el mullido consuelo de un relato. La protección balsámica,
adormecedora, de una mentira.
Hay escritores que detestan las entrevistas. Se indignan. Las mismas
preguntas de siempre, se quejan. ¿Y qué esperan? Los periodistas son meros
gacetilleros. Nosotros, los escritores, escribimos de verdad. El hecho de que
ellos hagan siempre las mismas preguntas no significa que tengamos que darles
siempre las mismas respuestas, ¿o sí? Bien mirado, nos ganamos la vida inventando
historias. Así que concedo docenas de entrevistas al año. Centenares en el
transcurso de una vida, pues nunca he creído que el talento deba mantenerse guardado
bajo llave, fuera de la vista, para que prospere. Mi talento no es tan frágil
como para encogerse frente a los sucios dedos de los reporteros.
Durante los primeros años hacían cualquier cosa para sorprenderme.
Indagaban, se presentaban con un retazo de verdad escondido en el bolsillo, lo extraían
en el momento oportuno y confiaban en que yo, debido al sobresalto, hablara más
de la cuenta. Así que tenía que actuar con tiento. Conducirles poco a poco en
la dirección que yo quería, utilizar mi cebo para arrastrarlos suave, imperceptiblemente,
hacia una historia más bella que aquella en la que tenían puesto el ojo. Una maniobra
delicada. Sus ojos empezaban a brillar y disminuía la fuerza con que sujetaban
el pedazo de papel, hasta que les resbalaba de las manos y quedaba ahí, tirado
y abandonado en el borde del camino. Nunca fallaba. Sin duda, una buena
historia deslumbra mucho más que un pedazo de verdad.
Más adelante, cuando me hice famosa, entrevistar a Vida Winter se
convirtió en una suerte de rito de iniciación para los periodistas. Como ya
sabían más o menos qué podían esperar, les habría decepcionado marcharse sin
una historia. Un recorrido rápido por las preguntas de rigor («¿Cuál es su
fuente de inspiración?», «¿Basa sus personajes en gente real?», «¿Qué hay de
usted en el personaje principal?»), y cuanto más breves eran mis respuestas, más
me lo agradecían. («Mi cabeza», «No», «Nada».) Luego les daba un poco de lo que
estaban esperando, aquello que habían venido a buscar en realidad. Una
expresión soñadora, expectante, se apoderaba de sus rostros. Como niños a la
hora de acostarse. «Y ahora usted, señorita Winter —decían—, cuénteme cosas de
usted.»
Y yo contaba historias; historias breves y sencillas, nada del
otro mundo. Unos pocos hilos entretejidos en un bonito patrón, un adorno memorable
aquí, un par de lentejuelas allá. Meras migajas sacadas del fondo de mi bolsa
de retales. Hay muchas más en ella, centenares. Restos de relatos y novelas,
tramas que no llegué a terminar, personajes malogrados, escenarios pintorescos
a los que nunca encontré una utilidad narrativa. Piezas sueltas que descartaba
cuando revisaba el texto. Luego solo es cuestión de limar las orillas, rematar
los cabos y ya está. Otra biografía completamente nueva.
Y se marchaban contentos. Apretando la libreta con sus manazas
como niños cargados de caramelos al final de una fiesta de cumpleaños. Ya
tenían algo que contar a sus nietos. Un día conocí a Vida Winter y me contó una
historia.
En fin, el muchacho del Banbury Herald. Me dijo: «Señorita Winter,
cuénteme la verdad». ¿Qué clase de petición es esa? He visto a tantas personas tramar
toda suerte de estratagemas para hacerme hablar que puedo reconocerlas a un
kilómetro de distancia, pero ¿qué era eso? Era ridículo. ¿Qué esperaba ese
muchacho?
Una buena pregunta. ¿Qué esperaba? En sus ojos había un brillo
febril. Me observaba con detenimiento. Buscando. Explorando. Perseguía algo muy
concreto, estaba segura. Tenía concreto, estaba segura. Tenía la frente húmeda
de sudor. Quizá estuviera incubando algo. «Cuénteme la verdad», dijo.
Tuve una sensación extraña por dentro, como si el pasado estuviese
cobrando vida. El remolino de una vida anterior revolviendo en mi estómago, generando
una marea que crecía dentro de mis venas y lanzaba pequeñas olas frías para
lamerme las sienes. Una agitación desagradable. «Cuénteme la verdad.»
Consideré su petición. Le di vueltas en mi cabeza, sopesé las posibles
consecuencias. Me inquietaba ese muchacho, con su rostro pálido y sus ojos
ardientes.
«De acuerdo», dije.
Una hora más tarde se marchó. Un adiós apagado, distraído, sin una
sola mirada atrás.
No le conté la verdad. ¿Cómo iba a hacerlo? Le conté una historia.
Una cosita pobre, desnutrida. Sin brillo, sin lentejuelas, únicamente unos pocos
retales insulsos y descoloridos toscamente hilvanados y con los bordes deshilachados.
La clase de historia que parece extraída de la vida real. O, mejor dicho, de lo
que la gente supone que es la vida real, lo cual es muy diferente. No es fácil
para alguien de mi talento crear esa clase de historias.
Lo contemplé desde la ventana. Se alejaba por la calle arrastrando
los pies, los hombros caídos, la cabeza gacha, y cada paso le suponía un
esfuerzo fatigoso. Nada quedaba de su energía, de su empuje, de su brío. Yo
había acabado con ellos, pero no tengo toda la culpa. Debería haber sabido que
no debía creerme.
No volví a verle.
La sensación, la marea en el estómago, en las sienes, en las yemas
de los dedos, me acompañó durante mucho tiempo. Subía y bajaba al recordar las
palabras del muchacho. «Cuénteme la verdad.» «No», decía yo una y otra vez. No.
Pero la marea se negaba a aquietarse. Me aturdía; peor aún, era un peligro. Al
final le propuse un trato. «Todavía no.» Suspiró, se retorció, pero poco a poco
se fue calmando. Tanto que prácticamente me olvidé de ella.
Hace tanto tiempo de eso. ¿Treinta años? ¿Cuarenta? Tal vez más.
El tiempo pasa más deprisa de lo que creemos.
Últimamente el muchacho me ha estado rondando por la cabeza. «Cuénteme
la verdad.» Y estos días he vuelto a sentir ese extraño remolino interno. Algo
está creciendo dentro de mí, dividiéndose y multiplicándose. Puedo notarlo en
el estómago, algo redondo y duro, del tamaño de un pomelo. Me roba el aire de los
pulmones y me roe la médula de los huesos. El largo letargo lo ha cambiado; de
dócil y manejable ha pasado a ser peleón. Rechaza toda negociación, paraliza
los debates, exige sus derechos. No acepta un no por respuesta. La verdad,
repite una y otra vez, llamando al muchacho, contemplando su espalda mientras se
aleja. Luego se vuelve hacia mí, me estruja las tripas, las retuerce. ¿Hicimos
un trato, recuerdas?
Ha llegado el momento.
Venga el lunes. Enviaré un coche a la estación de Harrogate para
que la recoja del tren que llega a las cuatro y media.
VIDA WINTER
Diane
Setterfield, El Cuento Número Trece
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