En Kambuja, cerca del palacio de los reyes, se alza
una torre completamente revestida en oro, como acostumbra ser el estilo de la
realeza por aquellas tierras. Esta torre la construyó hace mucho tiempo un
joven rey en cuanto accedió al poder, para que sirviera de aposentos para él y
su reina cuando contrajeran matrimonio. Pero, con la arrogancia propia de su
juventud, se impacientaba y no se contentaba con nada: esta doncella era
demasiado vulgar, aquélla demasiado apagada, esta otra lo suficientemente bella
pero demasiado locuaz, y aquella otra no sólo no convenía como esposa por
motivos familiares, sino que además olía a pescado muerto. Por consiguiente, su
primera juventud transcurrió en la soledad de la realeza, que -según me
comentan a menudo- no puede de ningún modo sustituir a la compañía y tierna
sabiduría de una verdadera esposa, ya sea reina o sirviente.
Y el rey se sentía cada vez más solo, aunque se
negara a admitirlo, y por ello siempre andaba malhumorado. Y, aunque no era
cruel ni voluble a la hora de gobernar, manifestaba una actitud indiferente,
sin hacer nada malo pero tampoco el bien, al no tener entrañas ni para lo uno
ni para lo otro. Y la torre dorada permaneció vacía, año tras año, a excepción
de las arañas y mochuelos que criaban a sus propias familias en lo más alto de
los chapiteles.
Cuentan que, en los cálidos crepúsculos, el rey
solía pasear disfrazado entre su pueblo por las calles y el mercado. Suponía
que de este modo llegaría a conocer mejor sus vidas cotidianas, lo cual no era
cierto en absoluto. En primer lugar, porque no había golfillo que no lo
reconociera a primera vista, por muy ingenioso que fuera su disfraz; y, en
segundo lugar, porque en realidad no deseaba adquirir el conocimiento. Sin
embargo, siguió fiel a esta costumbre, y una tarde, mientras divagaba, una
mendiga con el rostro sucio se le acercó y le preguntó en un dialecto vulgar:
-Perdone, señor alfarero -ya que así iba vestido-,
¿qué es aquello de allí que brilla?
Y señaló la torre dorada que el rey había diseñado
para su felicidad hacía tanto tiempo.
Al parecer al rey no le faltaba humor, aunque se
tratase de un humor crudo e incómodo. Respondió cortésmente a la mendiga,
diciendo
-Aquello es un museo consagrado a la memoria de
alguien que nunca existió, y yo no soy alfarero sino su guardián. ¿Le gustaría
satisfacer su curiosidad? Aceptamos visitantes, la torre y yo.
La mendiga asintió enseguida, y el rey la cogió de
la mano y la condujo por los jardines que había plantado con sus propias manos
hasta la enorme puerta brillante, cuya llave siempre llevaba consigo, aunque
nunca hasta ese día la había abierto.
El rey escoltó a la mendiga de habitación en
habitación, de chapitel en chapitel, conversando con ella todo el tiempo y
burlándose seriamente de sus propios sueños del pasado.
-Aquí es donde habría cenado, ese hombre que nunca
fue, y en esta sala se habría sentado con su mujer y sus amigos a escuchar
tocar a los músicos. Y este lugar debería haber sido para las doncellas de su
mujer, y éste otro para los niños..., como si los que no han nacido pudieran
engendrar hijos.
Pero, cuando llegaron al dormitorio real, el rey
retrocedió ante la puerta y se negó a entrar, diciendo bruscamente:
-Aquí hay serpientes, y peste. Vayámonos.
Pero la mendiga avanzó con resolución y entró en la
alcoba, como quien ha abandonado un lugar durante largo tiempo y aun así lo
recuerda perfectamente. El rey la llamó, indignado, y cuando ella se giro vio
que no era una miserable mendiga sino una gran reina, con un traje y unas joyas
mucho más valiosos que todo lo que él poseía. Y ella le dijo:
-Soy una naguini, y he dejado mi palacio y mis
posesiones en el interior de la tierra por el amor y la compasión que siento
por ti. A partir de esta noche, ni tú ni yo dormiremos en otro lugar que no sea
esta torre, nunca jamás.
Y el rey la abrazó, ya que su exquisita belleza lo
impulsaba a hacerlo; y, además, se había sentido muy solo.
Bien pronto, cuando su júbilo dio paso a una cierta
serenidad, el rey empezó a hablar de su boda, de festejos que durarían meses, y
de cómo gobernarían y mantendrían su corte.
Pero la naguini replico:
-Querido, ya nos hemos casado en dos ocasiones:
primero cuando te vi por primera vez, y luego cuando nos abrazamos por primera
vez. En cuanto a consejeros, ejércitos y decretos, todo eso representa tu mundo
de día, pero no me concierne. Mi propio reino, mi propia gente necesitan mi
atención y mi gobierno tanto como los tuyos te necesitan a ti. Pero en nuestro
mundo nocturno, nos cuidaremos el uno al otro aquí, y ¿cómo podrían no ser
felices nuestros días si siempre nos aguarda la noche?
Esto no agradó al rey, ya que deseaba presentar a su
pueblo su tan esperada reina, tenerla a su lado en todo momento del día.
-Veo que no acabaremos bien -le dijo-. Tú te
cansarás de viajar continuamente de un mundo a otro y me abandonarás por algún
caballero naga, ya que a su lado pareceré un barrendero, un don nadie. Y yo,
afligido, recurriré a una cantante callejera, a una cortesana común, o, lo que
es peor, a una mujer de la corte, y me sentiré más solo y más extraño que nunca
por haberte amado. ¿Es éste el presente que has venido a ofrecerme desde tan
lejos?
Al oír esto, los bellos y grandes ojos de la naguini
centellearon, y tomó al rey por las muñecas, diciendo:
-No me hables nunca de celos y traición, ni siquiera
en broma. Mi pueblo es fiel durante toda la vida. ¿Acaso puedes decir lo mismo
del tuyo? Y te diré algo más, mi señor, mi único señor: si alguna vez llegara
la noche a esta torre sin traerte con ella, no amanecerá sin que acontezca una
terrible catástrofe en tu reino. Si una vez siquiera dejas de reunirte aquí
conmigo, nada salvará a Kambuja de mi ira. Así somos nosotras las nagas.
-Y, si no vienes a mí todas las noches -dijo el rey
sin más-, moriré.
Entonces los ojos de la naga se llenaron de
lágrimas, y lo rodeó con sus brazos, diciendo:
-¿Por qué nos herimos hablando de alto que no
sucederá jamás? Por fin estamos en casa juntos, amigo mío, esposo mío.
Y no es necesario hablar de su felicidad en la torre
dorada, salvo añadir que las arañas, serpientes y mochuelos habían abandonado
el lugar antes del amanecer.
Fue de este modo, pues, que el rey de Kambuja tomó a
una naguini como esposa, aunque sólo la viera al anochecer, y siempre en la
torre dorada. No le habló a nadie de esto, como ella le había ordenado; pero,
como abandonaba todos los asuntos de estado, desfiles y ceremonias en cuanto se
ponía el sol, para apresurarse a llegar a la torre, no tardó en correrse la voz
por todo el país de que se encontraba allí todas las noches con una mujer. Los
curiosos lo seguían tan de cerca y hasta tan lejos como se atrevían. Y algunos
esperaban toda la noche fuera de la torre con la esperanza de espiar a la
amante secreta cuando llegara o se marchara. Pero nadie consiguió ver jamás ni
la sombra de la naguini; tan sólo al rey, caminando despacio en el nuevo día,
tranquilo y pensativo, su rostro brillando con los últimos reflejos de la luna.
Con el tiempo, estas habladurías y curiosidad de la
gente dieron paso a su asombro frente al cambio que experimentó el rey, ya que
gobernaba de una forma cada vez más apasionada, consciente de la verdadera
existencia de su pueblo, como si hubiera despertado al verlos por primera vez
con toda su humana inocencia, perversidad y sufrimiento. De no preocuparse más
que de su amarga soledad, pasó a intentar mejorar su suerte, con la misma
intensidad con la que ellos trabajaban únicamente para sobrevivir. No había
nadie en el reino que no pudiera verlo y hablarle libremente; ningún criminal
condenado, ningún comerciante oprimido por los impuestos, ningún sirviente azotado,
ninguna hija vendida en matrimonio sin derecho a protestar ni a ser escuchada. Esta
profunda preocupación del rey por su pueblo desconcertó a muchos que estaban acostumbrados
a otro tipo de gobernantes, y surgió en el país un dicho burlón: «De noche
tenemos una reina, pero de día tenemos por lo menos cinco reyes». Poco a poco
el amor del rey se vio correspondido por el de su pueblo, aunque no lo
comprendieran, y se llegó a decir también que, a pesar de que la justicia no
existiera en ningún otro lugar del universo, había sido inventada en Kambuja.
Este cambio, como bien sabía el rey, se debía a dos
razones: por un lado, se sentía feliz por primera vez en su vida y deseaba ver
felices a los demás; y, por otro, tenía la sensación de que, cuanto más
trabajaba, más rápido transcurría el día, dando paso al anochecer y a su reina
naguini. A su vez, como ella le había dicho, la felicidad que le inspiraba su
amor hacia que disfrutara incluso de las horas en que se separaban; sucedía como
por reflejo, al igual que el sol, aun habiéndose puesto horas atrás, sigue iluminando
nuestras noches gracias a la luna. De este modo uno aprende a valorar, sin confundirlos,
el día, la noche y el crepúsculo, con todo lo que encierran.
Los años transcurrieron rápidamente, con sus días y
sus noches. No hubo una sola noche que el rey no pasara en la torre dorada, lo
que significaba, entre otras muchas cosas, que durante su reinado Kambuja nunca
se vio envuelta en una guerra. Y la naguini siempre estaba allí para recibirlo
cuando él llegaba, y lo llamaba por el nombre secreto que le habían puesto los
sacerdotes de niño, nombre que nadie más conocía. A su vez ella le había dicho
su nombre naga (y se reía con ternura cada vez que él intentaba pronunciarlo
correctamente), pero nunca permitió que él la viera tal y como era en realidad,
entre su propio pueblo.
-Lo que soy contigo es mi ser más auténtico -le
dijo-. Nosotras las nagas siempre estamos pasando del agua a la tierra, de la
tierra al aire, de una forma a la otra, de un mundo a otro, de este deseo a
aquel otro, de un sueño a otro. Aquí en nuestra torre soy como me conoces, ni
más ni menos; y yo no pido ver que forma adoptas tú cuando te sientas a juzgar
la vida y la muerte. Aquí los dos somos libres, como si tú no fueras un rey y
yo no fuera una naga. Dejémoslo así, querido.
El rey respondió:
-Será lo que tú digas, pero debes saber que muchos
rumorean que su reina de noche es en realidad una naga. La tierra se ha vuelto
demasiado abundante, la lluvia es demasiado perfecta y segura. ¿Quién sino una
naga podría estar detrás de tan buena fortuna? La mayoría de mi pueblo ha
creído durante años que eres tú quien gobierna realmente Kambuja, aunque seas
también algo más. La verdad es que me cuesta no darles la razón.
-Yo nunca te he dicho cómo debes gobernar tu país
-le contestó la naguini-. No necesitabas que yo te enseñara a ser rey.
-¿Crees que no? -replicó él-. Pero yo no era un rey
en absoluto hasta que tú viniste a mí, y mi pueblo lo sabe tan bien como yo.
Puede que nunca me enseñaras a construir una calle o un granero, a crear un
impuesto justo o a mantener las fronteras de mi tierra libres de enemigos, pero
sin ti nunca me habría interesado por hacer esas cosas. Hubo un tiempo en que
Kambuja sólo se hacía soportable porque contenía nuestra torre dorada. Ahora,
poco a poco, la torre ha llegado a acoger a toda Kambuja, y todo mi pueblo ha
entrado en ella con nosotros, tan valiosos como nosotros. Eso ha ocurrido gracias
a ti, y por ello eres tu quien gobierna aquí, tanto de día como de noche.
De vez en cuando él le decía:
-Hace tiempo, cuando te dije que moriría si alguna
vez no te reunías aquí conmigo, tu rostro cambió y supe que había hablado
demasiado. Ahora sé, con lo sabio que me ha hecho el amor, que si no vienes una
noche moriré de veras, y no me importa que sea así. Te he conocido. He vivido.
Pero la naguini nunca lo dejaba proseguir, ya que se
deshacía en lágrimas, prometiéndole que jamás llegaría esa noche, y entonces el
rey la consolaba hasta el amanecer. Así permanecieron juntos, y pasaron los
años.
El rey envejeció con la naguini, del mismo modo en
que habían compartido su juventud, con alegría y sin temor. Pero sus más
allegados envejecieron también, y murieron o se retiraron de la corte.
Entretanto, surgió un rebelde grupo de jóvenes soldados y cortesanos que se
lamentaban cada vez más de que el rey no le hubiera proporcionado un heredero
al trono, ya que cuando él muriera las disputas de sus primos acabarían con el
reino. Se quejaban también de que el rey estuviera tan esclavizado por su
naguini, o hechicera, o mujer-leopardo (ya que en Kambuja es común creer en
este tipo de cambios), que se preocupara poco de la gloria y el renombre del
reino, por lo que Kambuja era conocida por su gran timidez entre las naciones.
Y, aunque nada de eso fuera cierto, es bien sabido que una paz duradera
inquieta a muchos, dispuestos a seguir a cualquiera que prometa cambios
tumultuosos.
Varios intentaron advertir al rey de que tal era la
situación en su corte, pero él no prestaba atención y prefería pensar que todos
a su alrededor estaban tan serenos como él. Por ello, cuando un apacible
mediodía se vio bruscamente truncado por la sangre, los gritos y el entrechocar
de las espadas, al rey lo cogió totalmente desprevenido. Y se encontró de
repente en la sala del trono luchando por su vida.
Si el mejor tercio de su ejército, compuesto por los
veteranos más fuertes, no se hubiera mantenido leal, la batalla habría
terminado en aquellos primeros minutos, y aquí finalizaría la historia del
mercader. Pero las fuerzas del rey resistieron tenazmente, luego se replegaron,
y a medía tarde estaban a la ofensiva. Con lo cual, cuando empezó a ponerse el
sol, la insurrección había quedado reducida a unos pocos rebeldes desesperados
que luchaban como locos, conscientes de que la rendición sería inaceptable. Fue
en un combate con uno de ellos que el rey de Kambuja recibió su herida mortal.
El no sabía que la herida era mortal. Sólo sabía que
estaba cayendo la noche y que seguía habiendo hombres que se interponían entre
él y la torre, hombres que se habían pasado la tarde gritando que lo mataran a
él primero y luego a su mujer-leopardo, su mujer-serpiente, el monstruo que
había corrompido el reino durante tanto tiempo. Por ello los iba matando con
toda la fuerza que le quedaba, mientras se dirigía, medio desnudo,
ensangrentado y cojeando, hacia la torre. Si algún hombre se interponía en su camino,
lo mataba. Pero se desplomaba a menudo, y cada vez le costaba más levantarse,
lo cual lo enfurecía. Parecía que la torre no llegaba nunca, y sabía que ya hubiera
debido estar con su naguini.
Nunca habría alcanzado la torre si no llega a ser
por el coraje de un jovencísimo oficial. El comendador de este niño, encargado
de la seguridad del rey, había muerto antes durante la rebelión, por lo que el
niño se había proclamado protector del rey en su lugar, y lo seguía por la
polvorienta confusión de la batalla, siempre luchando a su lado o tras él.
Ahora corría para incorporarlo y ayudarlo, y lo llevó casi en brazos hasta la
lejana puerta a la que hacía mucho tiempo el rey había conducido en broma a una
mendiga. Ninguno de los dos bandos se acercó a ellos mientras avanzaban con dificultad
en el crepúsculo. Ninguno osaba hacerlo.
Cuando por fin llegaron á la puerta de la torre, el
niño sabía que el rey se estaba muriendo. Este no tenía fuerzas para girar la
llave en la cerradura ni podía hablar, salvo con los ojos, para ordenarle al
niño que lo hiciera. Sin embargo, una vez dentro, se puso en pie y subió la
escalera como cualquier joven ansioso por reunirse con su amada. El niño lo
siguió, asustado por este lugar de los relatos de sus padres, por esta gran oscuridad
llena de susurros de reinas endemoniadas. Pero el afecto que sentía por su rey
fue más fuerte que todos estos horribles temores, y se encontraba de nuevo
junto al viejo hombre cuando llegaron al umbral del dormitorio, cuya puerta
estaba entreabierta.
La naguini no estaba allí. El niño se apresuró a
encender las antorchas de las paredes, y vio que en la alcoba no había más que
sombras, sombras y un ínfimo, ínfimo olor a jazmín y sándalo. Tras él, el rey
dijo claramente:
-No ha venido.
El niño no tuvo tiempo de impedir que cayera al
suelo. Tenía los ojos abiertos cuando el pequeño lo cogió en brazos, y señaló
la cama sin decir nada. Después de que el niño lo estiró allí y le vendó las
heridas lo mejor que pudo, el rey le indico que se acercara y murmuró:
-Vigila la noche. Vigila conmigo. -No era una
súplica, sino una orden.
El niño se paso toda la noche sentado en la gran
cama donde el rey y la reina de Kambuja habían dormido, felices, durante tanto
tiempo, y nunca supo cuándo murió el rey. Lucho por permanecer despierto tan
duramente como había luchado contra sus enemigos ese día, pero estaba fatigado,
y herido a su vez, y se dormía y se despertaba y se dormía de nuevo. La última
vez que se despertó fue porque todas las antorchas se apagaron de golpe, con un
ruido similar al de las velas de un barco agitadas por la brisa; y también
porque oyó otro ruido, pesado y lento, como si estuvieran arrastrando una carga
fría y rugosa sobre la piedra fría. La vio con la última luz de la luna: un
inmenso cuerpo que llenaba la alcoba como una humareda de negro verdoso, con
sus siete cabezas balanceándose como si fueran una, y un cierto fulgor a su
alrededor, como si estuviera titilando entre dos mundos a una velocidad que sus
ojos no lograban comprender. Se hallaba lo bastante cerca de la cama como para
que él pudiera observar que tenía heridas recientes y sangrantes (dijo más tarde
que su sangre resplandecía tanto como el sol, y lo cegaba). Cuando el niño se
apartó de un salto y se revolcó hasta un rincón, ella ni siquiera lo miró.
Inclinaba sus siete cabezas sobre el rey yaciente, y su cálida sangre caía y se
mezclaba con la de él.
-Mi pueblo intentó alejarme de ti -dijo.
El niño no podía distinguir si hablaban todas las
cabezas o tan sólo una. Contó que su voz estaba llena de otras voces, como un
acorde musical. La naguini prosiguió:
-Me dijeron que hoy era el día designado para tu
muerte, fijado en los átomos del universo desde el inicio de los tiempos, y así
ha sido, y yo siempre lo he sabido, al igual que tú. Pero no podía permitir que
ocurriera, estuviera escrito o no, así que luché contra ellos y vine aquí.
Aquel que se esconde entre las sombras cantará que tú y yo nunca nos fallamos,
ni en la vida ni en la muerte.
Entonces llamó al rey por un nombre que el niño no
reconoció, y lo colocó en los anillos de su cuerpo. Y no abandonó la estancia
por la puerta, sino que se desvaneció lentamente en la oscuridad y desapareció
sin dejar más rastro que el del aroma a jazmín y a sándalo, llevando consigo la
música de todas sus voces. Y lo que fue de ella, o de los restos del rey, nunca
más se supo.
Peter S. Beagle, Homenaje a Tolkien