Se trataba de
una casa pequeña de piedra gris situada a cierta distancia de su vecina, que
era bastante más grande. Un muro de piedra gris se curvaba hacia afuera en
forma de bastión redondeado, separando la casa y el jardín de la carretera. Una
gran ventana mirador con venecianas de color azul desvaído se asomaba desde la
planta alta al mar, como si fuera una trampa para pescar los rayos del sol
desde todos los ángulos del día.
—Me gusta
—dijo Lucy impulsivamente, asomándose por la ventanilla del coche—. Me gusta
muchísimo.
—Es imposible
—dijo con un tono casi agresivo— juzgar algo por el exterior. —Y no hizo ademán
de apearse del coche para enseñarle el interior de la propiedad—. Creo que
debería hacerle notar —continuó— que está muy aislada para una mujer soltera.
—Pero yo no
estoy soltera —dijo Lucy mirándolo atónita, ya que, por fuerza, tenía que
saltarle a la vista a cualquiera que ella, con su recargado vestido de mil
capas, su cabritilla negra y sus azabaches, y su innegable aspecto de vivir
rodeada de tarjetones de reborde negro y lirios marchitos, era viuda (…)
El señor
Coombe murmuró algo ininteligible, pero se apeó del coche y lo rodeó a toda
prisa para ofrecerle su brazo a Lucy, que no le soltó mientras abría la verja y
la conducía por el caminito enlosado. Era obvio que también él estaba pensando
«pobrecita» cuando desenredó del botón de su abrigo el largo velo negro de ella
y lo sujetó para que no se le volara con el vendaval.
La enorme llave giró herrumbrosa en el anticuado cerrojo y las bisagras de la deslucida puerta de color azul rezongaron cuando el señor Coombe la abrió de un empujón. Frente a la entrada, una escalinata ascendía en curva hasta el piso de arriba, y tres puertas de desaliñado color blanco se abrían al vestíbulo cuadrado, que recibía la luz a través de una ventana redonda como un ojo de buey. Las puertas estaban abiertas, y Lucy podía ver la cocina al fondo y el comedor que había junto a esta. En el salón, a la derecha, había una chimenea de mármol negro y, sobre ella, un retrato al óleo de un capitán de barco vestido de uniforme. La pintura no era buena; se percibía una rigidez de madera en la mano que sostenía el doradísimo catalejo, un rubor casi de color fresa en las mejillas del cuadrado mentón, una cualidad de cables retorcidos en el oscuro pelo rizado… En contraste con todo ello, sin embargo, unos vivaces ojos azules la miraban desde lo alto con tan intensa vitalidad que Lucy creyó por un momento que uno de ellos le había lanzado un guiño; un gesto que, en cualquier situación, resultaría del todo indecoroso viniendo de un extraño, y que resultaba abiertamente indecente cuando la destinataria del guiño era una viuda tan enlutada de negro.
—¿Qué es este
retrato? —le preguntó al señor Coombe al entrar en la habitación. Y, lanzando
una mirada fulminante al cuadro, esperó que la neutralidad con la que acababa
de referirse al retratado consiguiera apagar el brillo de aquellos ojos azules,
devolviéndolos a un estado más acorde con la pintura sin vida a la que pertenecían.
—Ese —dijo el
señor Coombe, y su voz sonó curiosamente estrangulada— es el difunto dueño de
la propiedad, el capitán Daniel Gregg. La vista desde esta habitación es
maravillosa —prosiguió apresuradamente casi arrastrándola hasta la ventana, y
era sorprendente que el joven dijera algo así, pensó Lucy, puesto que lo único
que se divisaba desde allí era una descuidada maraña de jardín dispuesto en
torno a una feísima araucaria y con el muro de piedra gris al fondo.
Dio media
vuelta, tan pronto como le pareció educado hacerlo, y paseó la mirada por la
habitación. Tenía buen tamaño, pero contenía la combinación más estrambótica de
belleza y mediocridad burguesa que Lucy había visto jamás.
Sobre la
robusta repisa de mármol negro de la chimenea descansaba un reloj a juego,
flanqueado por dos exquisitos jarrones Ming; una alfombra persa de un diseño y
un colorido impecables frotaba sus flecos contra una alfombrilla barata de
chimenea de color rojo; un sofá de felpa roja aparecía tapado en uno de sus
extremos por un chal indio delicadamente bordado, y un antiquísimo armario
chino lacado en rojo albergaba en su interior una mezcla también de lo más
variopinta de piezas de porcelana blasonada de Blackpool, Cardiff y
Southampton, y un juego de té Satsuma y una delicada cristalería de Waterford;
en un rincón, sobre una mesita de bambú reposaba un viejo ajedrez de marfil; y
en el papel estampado de rosas de las paredes fotografías y litografías
compartían espacio con kakemonos, bordados florentinos y bellos grabados antiguos.
El conjunto se encontraba en su totalidad cubierto por una capa tan espesa de
polvo y festoneado por tantas telas de araña que hasta el aire mismo parecía
amortajado por un velo.
Qué habitación
tan extraña, pensó Lucy, pero podría quedar preciosa, y al instante empezó a
reformarla en su mente, pintando las paredes de dorado mate, recortando sin
piedad los bajos de sus propias cortinas de brocado, deshaciéndose de todos los
muebles e instalando en su lugar un puñado de antigüedades predilectas, los cómodos
sofás y las sillas que había heredado de su padre.
Y tú serás el
primero en salir por la puerta, se dijo a sí misma, lanzando una mirada
desafiante al retrato del capitán; pero tuvo que ser algún efecto de la luz el
que hizo que pareciera que este había movido los ojos, porque ahora le
devolvieron una mirada sin brillo, apagada y, por extraño que parezca, menos
azul.
—El comedor
necesita algunos retoques —dijo el señor Coombe con pesimismo mientras lideraba
el paso a la siguiente estancia.
El comedor, antes
que unos retoques, necesitaba que le dieran la estocada para empezar de nuevo.
El empapelado, superada su fase de deslucida agonía, estaba muerto, habiendo
mudado en el proceso de un tono azul violáceo, que todavía podía verse en los
rincones oscuros, a un malva mortecino que, en contraste con la descascarillada
pintura blanca, parecía una cosa con lepra. Los barnizados muebles de comedor,
un juego compuesto por mesa, aparador y sillas, habían perdido todo su lustre,
y la película de polvo gris que los cubría se asemejaba también a alguna otra
enfermedad infecta.
—Aquí no puede
haber vivido nadie en años —dijo la señora Muir.
—Exacto —dijo
el señor Coombe—, la cocina está aquí al lado.
También allí
el polvo y la suciedad lo envolvían todo como una mortaja, otorgando a las
bolsas verdes de peltre que almacenaban los cubreplatos, y que estaban colgadas
de las paredes en cuatro tamaños escalonados, la apariencia de enormes frutas
mohosas, mientras que la olla conservera de cobre y las cazuelas parecían haberse
vuelto de cara a la pared avergonzadas por su aspecto deslustrado.
—Ah, ahora
entiendo por qué se resistía a que entrase aquí —dijo Lucy con voz triunfal—.
Su intención era que limpiaran la casa primero, no quería que nadie la viera en
semejante estado.
Pegado contra
la pared del fondo había un fogón de gas con un hervidor de agua y una sartén
encima. Dentro de la sartén había un par de lonchas de beicon sin freír. En la
mesa, junto a la ventana, una tetera, una lecherita, una taza con su platillo,
un plato, media hogaza de pan y una pequeña fuente con mantequilla reposaban
sobre una hoja de periódico. Lucy, echando un vistazo al periódico, reparó en
que la fecha era de solo una semana antes.
—Creí que me
había dicho que la casa llevaba años desocupada —dijo señalando la fecha.
—Y así es
—contestó el señor Coombe—. La asistenta se pasó por aquí para hacer un poco de
limpieza.
—¿Para hacer
qué? —preguntó Lucy levantando las cejas.
—El vestíbulo
y las escaleras sí que las limpió —dijo el señor Coombe a la defensiva.
—¿Tuvo que
salir corriendo por alguna urgencia? —preguntó Lucy—. Es raro que se dejara
aquí este rico desayuno y no volviera a por él.
—Puede que
esté enferma —dijo el señor Coombe.
—Pero ¿cómo?
¿Es que no lo sabe? —dijo Lucy.
—O puede que
le pareciera demasiada faena —dijo el señor Coombe—. Encontramos la llave en el
buzón de la oficina, pero nunca pasó a cobrar sus honorarios.
—Empiezo a
pensar que en esta casa pasa algo muy raro —dijo Lucy pronunciando las palabras
muy despacio.
—Pues, en ese
caso, no tiene sentido subir a la planta de arriba —dijo el señor Coombe con
tono aliviado—. Ya sabía que no le iba a encajar.
—¡Cómo! ¡Por
supuesto que me encaja! —dijo Lucy—. Es justo la casa que buscaba. Pero aquí
pasa algo, y pienso descubrir qué es, por mucho que usted se niegue a
contármelo.
Sin decir esta
boca es mía, claro, el señor Coombe dio media vuelta y la condujo escaleras
arriba. Un cuarto de baño y tres dormitorios se abrían al rellano cuadrado de
la planta superior. Los dormitorios de atrás estaban amueblados con sencillez
bajo la omnipresente capa de polvo, y el dormitorio principal con la ventana
mirador presentaba una decoración igual de simple. Había alfombrillas azules en
el suelo de madera lleno de manchas, una cama de armazón de hierro, una cómoda
con cajones, un armario, un enorme butacón de mimbre delante de la estufa de
gas y tres cuadros de barcos de vela en la pared encalada. En aquella estancia,
lo que más llamaba la atención era el telescopio de latón con trípode que,
plantado delante de la ventana, lanzaba destellos a la luz del sol vespertino.
Lucy miró y
volvió a mirar aquel objeto. Ya había visto otros antes. Pero este telescopio
en particular tenía algo extraño, ¿qué podía ser? Efectivamente, no era la clase
de elemento que una considerara necesario incorporar al mobiliario de un
dormitorio, pero, después de todo, su difunto ocupante había sido capitán de
barco, y un telescopio podía resultar tan reconfortante para un capitán,
incluso estando retirado, como su violín preferido podía serlo para un viejo
violinista. No, aquel telescopio en concreto tenía algo que le había saltado a
la vista con una violencia casi física nada más entrar en la habitación.
—¡Claro! —dijo en voz alta—. ¡Estás limpio!
—Disculpe, ¿cómo
dice usted? —dijo un sobresaltado señor Coombe.
Lucy apenas le
oyó. Otro sonido pareció llenar la estancia y sus oídos: una carcajada sonora y
profunda. Miró con los ojos muy abiertos al señor Coombe, pero era evidente que
aquel joven no estaba para risas. Se había sonrojado hasta la raíz de su fino
cabello rubio y la miraba con cara de espanto; sus ojos claros parecieron
salírsele de las órbitas y nadar hacia ella más que nunca como peces en una
pecera de cristal desde detrás de sus gruesas lentes.
—Venga —dijo
con voz ronca y, agarrándola del brazo, la sacó precipitadamente del
dormitorio, tiró de ella escaleras abajo y se plantó con ella fuera de la casa
antes de que Lucy tuviera tiempo de protestar.
—¡Me lo
imaginaba! —dijo Lucy mientras él la ayudaba a subir al coche y se acomodaba
delante del volante—. La casa está encantada.
—Yo no se la
quería enseñar, pero usted se empeñó en verla —dijo el señor Coombe, que pisó
el acelerador a fondo, haciendo que el coche saliera despedido hacia adelante.
—¡Oh! —dijo
Lucy, sofocando un grito, mientras el vehículo bajaba la colina dando
bandazos—. ¿Conduce usted siempre tan rápido?
—No;
discúlpeme —contestó él, aminorando la marcha al adentrarse en el paseo
marítimo y la apacible estampa que presentaba de bebés en carritos, ancianos
inválidos bañándose en sillas y niños jugando—. A decir verdad, no me encuentro
demasiado bien.
—Sí que es
verdad que está usted pálido —dijo Lucy—. ¿No deberíamos pasar por una farmacia
y conseguir unas sales para que se las tome? (…)
—¡Esa casa! —bramó el señor Coombe—. La he alquilado cuatro veces en los diez años que llevo en la compañía. Lo más que ha durado un inquilino en ella han sido veinticuatro horas. He escrito, he telegrafiado al dueño, pero se niega a ayudarme. «Confío en usted», eso me dice en sus telegramas, y yo no quiero que confíen en mí.
—Pero ¿qué me
dice de los otros agentes? —preguntó Lucy—. ¿Por qué no se la pasa a ellos?
—¡Oh, no,
imposible! —dijo el señor Coombe—. Sería como reconocer mi fracaso. Y ellos ni
siquiera han sido capaces de alquilarla una sola vez. Supongo que ser honesto
da sus frutos; me refiero a que si hubiese intentado imponerle la casa a toda
costa usted no se habría interesado por ella, la naturaleza humana es así.
Gregson y Pollock siempre fingen que a la propiedad no le ocurre nada, pero
nunca han sido capaces de que uno solo de sus candidatos pasara más allá del
salón; y aunque yo sí he logrado alquilarla, al final la gente se acaba
marchando, lo que me convierte en el hazmerreír de esos dos todas las veces. Si
no fuera porque soy un hombre casado y con familia, estoy convencido de que le
prendería fuego a la casa aprovechando una noche bien oscura. Me está
desquiciando; hasta sueño con ella. ¡Malditos sean el capitán Daniel Gregg y
todas sus chifladuras! Oh, le ruego que me disculpe.
—¿Por qué
ronda la casa? —preguntó Lucy—. ¿Acaso lo asesinaron?
—No. Se
suicidó —dijo el señor Coombe.
—Oh, pobre
hombre, ¿tan infeliz era? —dijo Lucy.
—¿A usted esa
carcajada le ha sonado infeliz? —preguntó el señor Coombe.
—Pues no, la
verdad —admitió Lucy—. Pero si no era desdichado, ¿por qué puso fin a su vida?
—Para
fastidiar todo lo posible a los demás —dijo el señor Coombe.
—Vaya, pues es
muy egoísta por su parte —dijo Lucy—, además de totalmente incoherente. Porque
si quería estar muerto, ¿por qué no quedarse muerto?
—Exacto
—corroboró el señor Coombe.
—Alguien
debería echarlo —dijo Lucy—. ¿Cómo se echa a un fantasma?
—No tengo la
menor idea —dijo el señor Coombe—. Yo que usted lo dejaría estar… No es
problema suyo.
—Por supuesto
que lo es —dijo Lucy—. Me ha encantado Gull Cottage y quiero instalarme en
ella.
—Pues ya ha
visto que no puede vivir en esa casa —dijo el señor Coombe —, y ahora la
llevaré a Beau Sejour (...)
—Tengo una
idea —dijo de repente, enderezándose en el asiento—, ¿no podría usted
alquilarme Gull Cottage a modo de prueba por una noche?
—¡De prueba!
—repitió el señor Coombe—. ¡Jamás había oído nada semejante!
—Oh, ya sé que
es de lo más irregular —dijo Lucy—, pero la casa tampoco es que sea muy normal,
¿verdad? ¿No lo ve? —continuó, cada vez más entusiasmada con la idea—, podría
pasar allí una noche y averiguar si de verdad hay algo que pueda asustar a los
niños. Podría incluso echar al capitán Gregg, si es que es verdad que su fantasma
ronda la casa. Es decir —prosiguió, al ver que el señor Coombe no decía una
palabra—, si todo el mundo sale despavorido al menor ruido, la casa lógicamente
coge mala fama. En serio, es completamente ridículo que en el siglo XX pueda
nadie creer en apariciones y todas esas tonterías propias de la Edad Media. Hay
toda clase de cosas ocultas que hacen ruido en las casas. Fíjese, si no, en
cómo crujen y gruñen a veces los muebles por las noches ellos solos o en el
silencioso correteo y roer de las ratas tras los paneles de madera de las
paredes.
—No puede
atribuir esa carcajada al crujir de los muebles ni al correteo de las ratas
—dijo el señor Coombe.
—Bueno, quizá
fuese el viento rugiendo por el tiro de la chimenea —dijo Lucy—. Sea como sea,
no pienso renunciar a Gull Cottage tan fácilmente, y si usted no permite que
vaya y pase una noche allí, quizá Gregson y Pollock sí lo hagan.
R. A. Dick, El fantasma y la
señora Muir
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