La noche es un túnel, pensó. Un
agujero hacia el mañana... siempre que exista un mañana para nosotros. Agitó la
cabeza. ¿Por qué estos morbosos pensamientos? ¡Estoy mejor adiestrada que eso!
Paul regresó, tomó la mochila y
abrió camino hacia la primera duna, donde se detuvo para escuchar mientras su
madre le alcanzaba. Oyó su suave avanzar y el gélido caer de los granos de
arena... el código del desierto marcando la defensa de sus secretos.
—Debemos avanzar sin ningún
ritmo —dijo, y reclamó a su memoria la imagen de hombres andando en la arena...
a su memoria real y a su memoria presciente—. Observa cómo lo hago —dijo—. Así
caminan los Fremen por la arena.
Avanzó por el lado de la duna
expuesto al viento, siguiendo su curva, arrastrando los pies.
Jessica estudió su avance
durante diez pasos, y le siguio imitándole. Captó el sentido de todo aquello:
sus sonidos debían ser iguales que los de la arena en su caída natural... como
el viento. Pero los músculos protestaban ante aquel cortado e innatural
movimiento: paso... deslizamiento... deslizamiento... paso... paso... pausa...
deslizamiento... paso...
El tiempo se dilataba a su
alrededor. La roca frente a ellos parecía no acercarse nunca: La que quedaba a
sus espaldas seguía viéndose enorme.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
El rítmico pulsar surgió de las
rocas, a su espalda.
—El martilleador —susurró Paul.
El batir continuó, y encontraron
difícil sustraerse a su ritmo mientras avanzaban.
Bum... bum... bum... bum...
Se movían en una hondonada
iluminada por la luna, perseguídos por aquel batir. Arriba y abajo, duna tras
duna: paso... deslizamiento... pausa... paso... La arena aglomerada rodaba bajo
sus pies: deslizamiento... pausa... pausa... paso... Y no dejaban de escuchar
ni un solo instante, esperando oír en cualquier momento aquel silbido especial.
El sonido, cuando llegó, fue tan
suave que el ruido de sus pasos lo cubrió. Pero creció en intensidad... más y
más... desde el oeste.
Bum... bum... bum... bum...
repetía el martilleador.
El silbido se aproximó,
extendiéndose en la noche a sus espaldas. Giraron sus cabezas, sin dejar de
andar, y vieron la ola del gusano avanzando.
—Sigue moviéndote —murmuró
Paul—. No mires hacia atrás. Un ruido terrible, furioso, estalló en las rocas
que habían abandonado. Una ensordecedora avalancha de sonido.
—Sigue moviéndote —repitió Paul.
Observó que habían alcanzado el
punto teórico desde el cual las dos caras, la de delante y la de atrás,
parecían estar a idéntica distancia.
Y, tras ellos, sonó de nuevo el
retumbar de rocas despedazadas dominando la noche.
Siguieron avanzando y
avanzando... Sus músculos alcanzaron el estado de dolor mecánico que parecía
prolongarse hasta el infinito, pero Paul vio que la escarpadura rocosa ante
ellos parecía mucho más grande.
Jessica se movía en un vacío de
concentración, consciente tan sólo de una voluntad desesperada que la empujaba
a seguir caminando. Su boca era una llaga reseca, pero los ruidos a su espalda
anulaban cualquier esperanza de poder detenerse, aunque sólo fuera para beber
un sorbo de agua de los bolsillos de recuperación de su destiltraje.
Bum... Bum...
Un nuevo paroxismo de furor hizo
erupción en la lejana escarpadura, sofocando cualquier martilleo.
¡Silencio!
—¡Aprisa! —susurró Paul.
Asintió, aún sabiendo que él no
podía ver su gesto. Pero necesitaba efectuarlo para exigir aún un poco más a
sus músculos que habían superado todo límite en aquel movimiento innatural...
La pared rocosa y la seguridad
que representaba se erguían ante ellos recortándose contra las estrellas, y
Paul vio una llana extensión de arena entre ellos y su base. Penetró en ella,
tropezando a causa de la fatiga e irguiéndose en un movimiento instintivo al
siguiente paso.
Un ruido resonante se elevó de
la arena a todo su alrededor.
Paul dio dos vacilantes pasos.
¡Booom! ¡Booom!
—¡Un tambor de arena! —gimió Jessica.
Paul recuperó su equilibrio.
Barrió la arena a su alrededor con una ojeada: la escarpadura no estaría a más
de doscientos metros de ellos.
Tras ellos sonó un silbido...
como el viento, como la resaca en un lugar donde no había agua.
—¡Corre! —gritó Jessica—. ¡Paul,
corre!
Corrieron.
El tambor batía bajo sus pasos.
Luego estuvieron fuera de él, y continuaron corriendo sobre arena más gruesa.
Por un tiempo, el correr fue un alivio para sus músculos doloridos a causa de
la arrítmica y poco familiar marcha. Ahora existía un movimiento al que estaban
acostumbrados. Ahora había ritmo. Pero la arena y la grava dificultaban su marcha.
Y el silbido del gusano acercándose era como una tempestad a sus espaldas.
Jessica cayó sobre sus rodillas.
Consiguió pensar tan sólo en su fatiga y en aquel sonido y en el terror.
Paul la levantó, tirando de
ella.
Corrieron juntos, mano contra
mano.
Una pequeña estaca surgió de la
arena ante ellos. La rebasaron, y vieron otra.
La mente de Jessica no se dio
cuenta de ello hasta que la hubieron pasado.
Más adelante había otra... una
estaca de roca con la superficie corroída por el viento.
Y otra.
¡Roca!
La sintieron bajo sus pies, el
impacto de una superficie dura que no frenaba sus movimientos, y aquello les
dio un renovado vigor.
Una profunda hendidura se abría
ante ellos, proyectando su sombra vertical en el macizo rocoso. Corrieron hacia
ella, sumergiéndose en la reconfortante oscuridad.
A sus espaldas, el sonido del
avanzar del gusano se detuvo.
Jessica y Paul se volvieron,
oteando el desierto.
Donde se iniciaban las dunas, a
una cincuentena de metros de distancia, a los pies de una playa rocosa, una
cúpula gris plateada se elevó en el desierto, chorreando ríos y cascadas de
arena a su alrededor. Se elevó más y más arriba, hasta definirse en una enorme
boca anhelante. Era un agujero redondo y negro, cuyos contornos relucían al
claro de luna.
La boca se contorsionó hacia la
estrecha fisura donde se habían refugiado Paul y Jessica. El olor a canela
inundó su olfato. El reflejo de la luna destelló en los dientes de cristal.
La gran boca osciló, avanzando y
retrocediendo.
Paul contuvo la respiración.
Jessica se acuclilló, mirando
fascinada.
Necesitó toda la concentración
de su adiestramiento Bene Gesserit para dominar su terror primordial, para
vencer el miedo atávico que amenazaba con destruir su mente.
Paul experimentaba una especie
de embriaguez. En un instante muy reciente, había franqueado alguna barrera temporal,
penetrando en un territorio que le era desconocido. Sentía las tinieblas ante
él, nada se revelaba a su ojo interior. Era como si sus últimos pasos le
hubieran arrastrado hacia un pozo sin fondo...o en el seno de una ola donde el
futuro era algo invisible. Todo el paisaje ante él se había visto profundamente
sacudido.
Lejos de aterrarle, aquella
sensación de tinieblas temporales desencadenó una hiperaceleración en sus otros
sentidos. Se descubrió a sí mismo registrando los más ínfimos detalles de la
cosa que, ante ellos, surgía de la arena en su busca. Su boca tendría unos
ochenta metros de diámetro... los dientes cristalinos con la forma curvilínea
del crys brillando a su alrededor... el rugiente aliento a canela y a sutiles
aldehidos... ácidos...
El gusano oscureció la luna
mientras escrutaba las rocas sobre sus cabezas. Una lluvia de guijarros y arena
se abatió en la Paul arrastró a su madre hacia atrás dentro del refugio.
¡Canela!
El olor lo invadía todo.
¿Qué relación hay entre el
gusano y la melange?, se preguntó a sí mismo. Y recordó que Liet-Kynes había
hecho una velada insinuación acerca de una asociación entre el gusano y la
especia.
¡Barrroooouuuum!
Fue como un violento trueno, en
alguna parte a su derecha.
Y luego: ¡Barrroooouuuum!
El gusano se aplastó contra la
arena y permaneció unos instantes inmóvil, con la luz destellando en sus
dientes cristalinos.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
¡Otro martilleador!, pensó Paul.
El ruido se repitió a sú
derecha.
Un estremecimiento recorrió el
cuerpo del gusano. Se alejó por entre la arena. Sólo su mitad superior surgía
de ella, como la cúpula de una campana, la bóveda de un túnel trazando su
camino entre las dunas.
La arena crujió. La criatura se
hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva
entre las dunas, alejándose.
Paul salió de la hendidura y
contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo
del nuevo martilleador.
Jessica acudió a su lado,
escuchando: Bum... bum... bum... bum... bum...
Poco después, el ruido cesó.
Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada.
Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la
fatiga y el terror estaba como vacia.
—¿Se ha ido realmente? —jadeó.
—Alguien lo ha llamado —dijo
Paul—. Los Fremen.
Frank Herbert, Dune
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