La facultad
tenía varios accesos situados en los laterales del edificio. En condiciones
normales, Emma no entraría por la puerta principal. Le gustaba pasar
desapercibida. Mezclarse con la gente como si fuera una más, para tomarle el pulso
a los espacios y a las personas. Pero era su primer día y tenía que recoger
unos formularios en la entrada. Aprovechó los cristales de la puerta para
examinar su reflejo. Tenía pinta de cualquier cosa excepto de profesora de
Derecho Penal. Sonrió de manera fugaz. Por un momento estuvo a punto de
recolocarse el pelo, pero optó por hacer todo lo contrario. Era una de las
ventajas de llevarlo tan corto. Lo revolvió disparándolo en todas las
direcciones, inspiró hondo y entró en el edificio dispuesta a empezar con buen
pie.
—Buenos días
—saludó al conserje, que acababa de colgar el teléfono—. Creo que el decano ha
dejado aquí una documentación que debo recoger. Me comentó que tenía una junta
urgente y no podía estar aquí para recibirme. Soy Emma Cruz.
—¿Usted es
Emma Cruz? —le preguntó el conserje mirándola de arriba abajo, sin disimular la
sorpresa.
—En efecto
—contestó ella con una sonrisa.
—¿La nueva
profesora de Derecho Penal? —insistió el hombre, con cierta suspicacia.
No acababa de
creerse que aquella mujer vestida con cazadora de cuero con tachuelas y
vaqueros rotos fuese quien decía que era. Emma estaba acostumbrada a salir bien
parada de ese tipo de situaciones.
—Entiendo que
le cueste creerlo. Pero ¿sabe qué me pasa? —le preguntó ella, acercándose como
para hacerle una confidencia—. Las profesoras de Derecho por lo general me
parecen algo... ¿Cómo decirlo? Estiradas. Y los profesores también, para qué negarlo.
Y yo no quiero parecer una estirada. ¿Comprende lo que le quiero decir?
Tal y como
Emma había intuido, el conserje cambió de actitud de inmediato. Se relajó y
dejó escapar una sonrisa pícara, que cubrió con la mano. Acababa de hacer su
primer amigo en la facultad.
—¡No sabe cómo
la comprendo! Hay una fauna aquí que... Si yo le contara...
—Ya imagino.
Perdone, ¿cuál era su nombre?
—Daniel —le
contestó él, tendiéndole la mano—. Aquí me tiene para todo lo que precise,
profesora Cruz.
—Llámame Emma.
Y no me trates de usted. Odio los formalismos —añadió en voz baja, buscando aumentar
la complicidad que acababa de crear con aquel desconocido.
Daniel le
entregó el sobre con la documentación y le indicó hacia dónde tenía que
dirigirse.
—Tu despacho
es el C325. La llave de la puerta está en el sobre. Son todos compartidos.
Tienes como compañero al señor Arias.
—El comisario
—apuntó ella, que ya estaba al tanto de ese dato.
No le hacía
excesiva ilusión tener al comisario de compañero de despacho. Había leído algún
artículo suyo en revistas especializadas y le parecía un pedante.
—Sí, pero solo
viene cuando tiene que dar clase, un par de veces por semana. Pisa poco el
despacho, así que no te molestará mucho —la tranquilizó el conserje—.
Bienvenida, Emma. Y mucha suerte en esta facultad. Mañana, si quieres, te la
enseño con más calma.
—Gracias,
Daniel.
Dio media
vuelta y echó a andar por un amplio corredor. Las paredes eran grises y frías.
«Un poco de Pop Art no le vendría nada mal a este sitio», pensó. Algunos bancos
de madera intentaban suavizar la dureza de aquella arquitectura, pero no lo
lograban. Se cruzó con varios alumnos que ni siquiera repararon en ella. Ella
sí que los observó, a todos ellos. No pasaban de los veinte. Centró su atención
en una chica peinada con un moño tirante. Vestía traje y llevaba un maletín.
Emma había terminado la carrera hacía algo más de quince años. Desde entonces, algunas
cosas no habían cambiado en absoluto (...)
A las diez en
punto salió del despacho y se dirigió al aula donde le tocaba presentarse. Era
alumnado de segundo curso. La materia se dividía en dos bloques. En el primer
semestre impartiría Derecho Penal I, y en el segundo Derecho Penal II. Los
alumnos aguardaban por ella apiñados delante de la puerta. Emma murmuró un
saludo y recibió un par de miradas de extrañeza. Dos estudiantes rubias
hablaron por lo bajo, preguntándose quién sería aquella mujer. «Imposible que
se trate de la profesora», comentó una de ellas examinando su atuendo.
Las aulas
tenían una ligera inclinación. Al fondo, en un estrado fijo, estaba la mesa del
profesor. Emma sacó su iPad de la mochila y lo conectó al proyector mientras el
alumnado empezaba a sentarse.
—¿Puede cerrar
alguien la puerta, por favor? —preguntó dirigiéndose a los alumnos que estaban al
fondo.
Se quitó la
cazadora y se sentó a la mesa. Luego buscó con la mirada a las dos alumnas que
habían murmurado algo cuando entró en el aula. Una vez que las localizó en la
segunda fila, comenzó a pronunciar el discurso que había preparado mentalmente desde
la tarde anterior.
—Mi nombre es
Emma Cruz. Y sí, pese a su incredulidad, soy la nueva profesora de Derecho
Penal. Durante los próximos meses voy a ser la encargada de transmitirles mi
pasión por esta rama del Derecho Público, sustituyendo a la profesora Marta
Reyes, que como saben está de baja. Una pasión que comenzó siendo yo alumna de
una facultad no muy diferente de esta, hace ya más de quince años. El Derecho
puede resultar en ocasiones tremendamente abstracto, lo sé. Términos como
punitivo, inimputable, doloso o alevosía tal vez en este momento les parezcan
carentes de importancia, incluso insustanciales. Mi misión aquí es despertar
dentro de ustedes esa chispa necesaria para que de esta promoción salgan
grandes penalistas. Este país necesita grandes penalistas para salir de la
crisis social en que vivimos. Una crisis alimentada por la proliferación de los
delitos socioeconómicos perpetrados por aquellos que ostentan el poder.
Emma había
logrado atrapar al alumnado. No era una presentación usual. Los profesores
solían llegar, decir su nombre y explicarles los pasos necesarios para aprobar la
materia: prácticas, exámenes y demás. El discurso de Emma se salía por completo
de la norma y los estudiantes la escuchaban desconcertados.
—Estoy segura
de que varios de ustedes han analizado nuestros métodos y habilidades
didácticas a lo largo del pasado curso. Como futuros juristas, son personas
críticas y exigentes. Lo sé porque yo también lo soy. Apostaría algo a que más
de una vez han tenido la sensación de que el profesorado de Derecho somos una
especie de programadores de máquinas de memorizar. ¿Nunca los han hecho
sentirse máquinas de memorizar? —les preguntó.
Un par de
alumnos asintieron en silencio, con timidez.
—Venga, sin
miedo —los animó ella—. Les prometo que no hay trampa. Que levante la mano
quien se haya sentido alguna vez así.
Levantaron la
mano alrededor de veinte alumnos. En la clase había poco más de sesenta.
—Hay materias
que se aprueban chapando —prosiguió Emma—. La mía no va a ser una de ellas, se
lo garantizo. Yo no quiero máquinas de memorizar. Quiero alumnado inteligente,
capaz de argumentar y contraargumentar. Quiero sacar lo mejor de su oratoria.
Que con las palabras adecuadas logren cambiar las emociones de sus oyentes,
como estoy haciendo yo en este preciso instante. No me gustan los autómatas, la
gente gris y mecánica. Por el contrario, valoro la creatividad y la frescura de
la improvisación. Me gusta la gente que es capaz de ponerme los pelos de punta
con tres frases.
Ledicia
Costas, Infamia
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