En el hospital
me habían dicho que Sophie Clairmont todavía no había cumplido diez años, pero
me sorprendió lo pequeña y delgada que era incluso tratándose de una enferma
aquejada de fibrosis quística. Tenía en el regazo lo que parecía ser un
cuaderno de dibujo sobre el que deslizaba la mano derecha en amplios
movimientos. No alzó los ojos ni siquiera cuando entorné la puerta y me acerqué
poco a poco a la silla de ruedas.
—Hola —la
saludé dejando mi maleta en el suelo—. Tú debes de ser Sophie, ¿verdad?
No obtuve
respuesta. Los rizos que le caían por la cara, de un castaño claro al que el
fuego arrancaba reflejos de oro, dejaban entrever unos ojos oscuros muy
concentrados.
—Soy la
señorita Baudin —seguí diciendo—. Me imagino que tu padre ya te lo habrá
explicado, pero he venido de un hospital de Le Havre para cuidar de ti a partir
de ahora.
Tampoco esta
vez me contestó. Su pequeña mano alcanzó el extremo del cuaderno y después
regresó al centro, mientras la niña respiraba exactamente igual que los demás
pacientes con la misma enfermedad de los que me había hecho cargo. «Tiene los
bronquios demasiado dilatados», recuerdo que pensé. «Durará menos de lo que
imaginan.»
—Sophie —volví
a decir, y me senté en el borde de la cama, junto a ella—. Mira, sé que esto
resulta difícil para ti, pero no servirá de nada que te empeñes en ignorarme.
Me han encargado que te cuide y eso es lo que pienso hacer, tanto si te gusta
como si no...
Me fui
callando poco a poco al reparar en que lo que la niña sostenía en el regazo no
era un cuaderno, como había pensado al principio. Era una tabla de madera con
las letras del alfabeto y los números del uno al cero colocados en abanico,
entre las palabras «sí» y «no» a ambos lados, con un sol y una luna, y «adiós»
en la parte inferior. Sentí cómo se me helaba la sangre mientras la mano de
Sophie se detenía sobre esta última.
—No puedo
creer lo que estoy viendo. ¿Con eso te dedicas a jugar? ¿Con una ouija?
Esta vez el
movimiento fue más enérgico: la pieza de madera que Sophie sostenía en la mano,
con la forma de un corazón horadado por un agujero, avanzó hacia el «no».
—Ah, claro,
esto no es un juego para ti... —La pieza siguió donde estaba—. Supongo que
crees que ese trasto realmente funciona, que permite contactar con los muertos.
—La mano de Sophie se deslizó hacia el «sí», dando un golpecito sobre él al
alcanzarlo como si le indignara que no me lo tomara en serio—. Está bien... ¿y
por qué estás haciendo esto?
Con un ágil
movimiento de muñeca, la pequeña comenzó a deslizar el puntero por las letras
de la tabla. P-O-R-Q-U-E-T-E-N-G-O-Q-U-E-P-R-A-C-T-I-C-A-R, fui leyendo.
—¿Practicar?
—quise saber, estupefacta—. ¿Practicar para qué?—Pero antes de que acabara de
decirlo obtuve una respuesta: P-A-R-A-C-U-A-N-D-O-E-S-T-E-M-U-E-R-T-A.
Me obligué a
respirar hondo para mantener la calma. Mi capacidad de raciocinio había sido
hasta entonces una de mis mayores virtudes, algo que en mi opinión debía ser un
requisito sine qua non en cualquier enfermera, tanto si había sobrevivido a una
guerra como si había empezado a trabajar después, como era mi caso. Me incliné
hacia la niña.
—Escúchame,
Sophie —le dije en un tono más suave—. Aunque te cueste creerme, entiendo
perfectamente cómo te sientes. Sé que tienes mucho miedo, sé que estás muy asustada
y que ya no te atreves a confiar en las promesas de nadie. No pretendo que me veas
como a una amiga, sino más bien como a una aliada. Podría ayudarte, si te
dejaras...
Pero de nuevo
la mano comenzó a revolotear por las letras, tan precipitadamente que me costó
no perder el hilo. N-O-N-O-P-U-E-D-E-A-Y-U-D-A-R-M-E-N-A-D-I-E-P-U-E-D-E-A-Y-U-D-A-R-M-E.
Apretaba tan fuertemente el puntero contra la tabla que le arrancaba a la
madera un chirrido estremecedor. N-O-N-E-C-E-S-I-T-O-U-N-A-E-N-F-E-R-M-E-R-A-N-O-T-E-N-I-A-Q-U-E-H-A-B-E-R-V-E-N-I-D-O-N-O-H-A-Y-N-A-D-A-Q-U-E-P-U-E-D-A-H-A-C-E-R-P-O-R-M-I-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R.
Y al final la pieza se quedó girando sobre las últimas letras, como una mosca
dando vueltas furiosa en un frasco. M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R.
Dejé de
prestar atención a la ouija para mirar a Sophie y me di cuenta de que se le
habían humedecido los ojos. Con cuidado, le sujeté la muñeca con la mano
derecha para que se detuviera y eso la hizo alzar la mirada por primera vez
hacia mí, desconcertada.
—Tienes razón
—le respondí en voz queda—. No hay nada que yo pueda hacer para evitarlo, por
mucho que lo intente. No pienso engañarte dándote falsas esperanzas.
—¿No va a
decirme lo que todo el mundo, que pronto me pondré bien?
Cada palabra
parecía costarle un esfuerzo atroz, como si sus doloridos pulmones no pudieran
dar más de sí. «¿Cuánto tiempo ha estado comunicándose con este trasto?»
—Sé que no
serviría de nada que lo hiciera —le contesté—. Eres muy inteligente, de eso se
daría cuenta cualquiera. Por eso necesito que me creas cuando te digo que lo
único que quiero es ayudarte. No puedo impedir que te mueras, pero sí que
sufras aún más.
Aproveché que
se había quedado paralizada para quitarle suavemente la ouija de las manos. La
dejé encima de la cama y después rodeé con mis dedos los de la pequeña.
—Aunque no
consiga acabar con todo tu dolor, lo alejaré de ti lo suficiente para que
merezca la pena aguantar un poco más. Yo estaré a tu lado siempre que me lo pidas
y podrás contarme muchas cosas sobre lo que más te gusta, lo que más feliz te
ha hecho...
—Antes pensaba
que sería feliz siendo escritora —contestó Sophie en un susurro—. Es lo que me
habría gustado hacer de mayor: escribir historias de miedo como las de papá, de
esas que no te dejan dormir cuando estás en la cama. Pero ahora sé que es imposible.
—Bueno, si te
sirve de consuelo, creo que tienes un talento innato para eso, y no solo por
ser hija de Alain Clairmont. El numerito de la ouija me ha resultado
espeluznante.
—¿De verdad?
—Sus ojos relucían de repente—. ¿Creyó que había un fantasma aquí?
—Por un
momento lo pensé, pero me temo que no soy lo bastante fantasiosa. Aun así,
estoy convencida de que más de una de mis compañeras del hospital habría echado
a correr nada más verte con ella. —Como imaginaba, esto la hizo reírse en voz
baja, aunque enseguida la acometió un acceso de tos. Me estiré para coger un
vaso de agua que había sobre la mesilla y se lo acerqué—. Si tanta ilusión te
hace ser escritora, ¿por qué no tratas de cumplir tu sueño mientras aún estás a
tiempo? ¿Qué te impide escribir ahora tu historia?
—No sé cómo
hacerlo —me contestó con evidente sorpresa—. Nadie me ha enseñado.
—No estoy
hablando de escribir un libro perfecto, sino de tener algo que contar. Nos
pasamos la vida postergando para más adelante lo que querríamos hacer,
engañándonos a nosotros mismos con «este no es el momento adecuado», o «mejor
en otra ocasión»...
Mientras
hablaba, me puse en pie para acercarme a la única ventana del cuarto. Me
incliné sobre el arcón con su auditorio de muñecas para pelearme con unos
cerrojos que parecían no haber sido manipulados desde mucho antes de que
Francia fuera invadida.
—A veces se
nos olvida —seguí mientras la brisa de los jardines me revolvía el pelo y
agitaba los tirabuzones de Sophie— que los «más adelante» no durarán para
siempre. En el hospital no he hecho más que escuchar lamentarse a los
moribundos por no haberse atrevido a hacer lo que siempre soñaron hacer. Tú aún
eres muy joven, pero eso no quiere decir que no tengas una historia interesante
que compartir con el mundo antes de despedirte de él. Si lo piensas bien, es
una buena manera de mantener a la muerte a raya.
Para mi
sorpresa, cuando me volví hacia ella me di cuenta de que sonreía, aunque la
suya no era una sonrisa de felicidad, ni siquiera de alivio. Casi parecía de
compasión.
—Cómo se nota
que solo ha pasado unos minutos en esta casa, señorita Baudin. Si realmente
piensa que podríamos mantenerla a raya, es que no ha prestado atención.
Victoria Álvarez, La Costa de Alabastro
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