Por la mañana,
me cepillé el pelo cien veces seguidas, tratando de que quedara brillante, y me
lo recogí con un lazo blanco a juego con mi vestido —por si no lo sabíais, las
chicas de clase alta deben ir de blanco, así se puede apreciar cualquier motita
de suciedad. Me puse mi vestido más nuevo y menos manchado, y debajo, unos
pololos muy bonitos de encaje blanco y las habituales medias negras con unas
botas negras que Lane acababa de lustrar.
Después de
tanta preparación a esa hora tan temprana, no tuve tiempo para desayunar. Como
era una mañana muy fría, tomé un chal del estante del vestíbulo y monté en la
bicicleta, pedaleando a toda velocidad para no llegar tarde.
Había
descubierto que montar en bici me permitía pensar sin preocuparme de que
alguien se percatara de mis muecas y expresiones. Era un alivio, aunque no un
consuelo, el hecho de poder madurar los acontecimientos recientes mientras
pasaba velozmente por Kineford y tomaba el camino hacia Chaucerlea.
Me pregunté
qué diablos le había pasado a mi madre.
Para alejar
aquel pensamiento, me pregunté si tendría problemas en encontrar la estación de
tren y a mis hermanos (…)
Me pregunté si
los reconocería al llegar a la estación. No los había visto desde que tenía
cuatro años, en el funeral de padre. Todo lo que podía recordar de ellos era
que me habían parecido muy altos en sus chisteras de crepé negro, y muy severos
en sus levitas de color negro, guantes negros, negros brazaletes en señal de
luto y negras y brillantes botas de charol (…) Me pregunté si mis hermanos me
reconocerían después de diez años.
Por
descontado, conocía la razón por la que no nos habían visitado a madre y a mí,
la misma por la que nosotras tampoco lo habíamos hecho: por la vergüenza que
había supuesto para la familia mi nacimiento. Mis hermanos no podían permitirse
que se los relacionara con nosotras. Mycroft era un hombre ocupado e influyente
que trabajaba en Londres al servicio del gobierno, y mi hermano Sherlock era un
famoso detective que incluso contaba con un libro que hablaba sobre él: Un
estudio en escarlata, escrito por su amigo y anterior compañero de piso, el
doctor John Watson. Mamá había comprado un ejemplar...
«No pienses en
mamá».
... y las dos
lo habíamos leído. Desde entonces, soñaba con Londres, con su gran puerto
marítimo; Londres, la sede de la monarquía, el corazón de la alta sociedad, y
también, según el doctor Watson, «esa gran fosa séptica hacia la que todos los
holgazanes y perezosos del Imperio se sienten arrastrados irremediablemente»;
Londres, la ciudad en que, según Black Beauty: autobiografía de un caballo,
otro de mis libros favoritos, hombres vestidos de frac y mujeres adornadas con
diamantes asistían a la ópera mientras, en las calles, los despiadados cocheros
hacían trabajar a sus caballos hasta la extenuación; Londres, la ciudad en que
los académicos leían en el Museo Británico y las multitudes se agolpaban en los
teatros para que los discípulos del mesmerismo las hipnotizaran; Londres, la
ciudad en que la gente famosa convocaba sesiones para hablar con los espíritus
de los muertos, mientras que otras célebres personalidades intentaban explicar
científicamente cómo un espiritualista había conseguido levitar a través de la
ventana hacia un carruaje que esperaba en el exterior.
Londres, donde
chiquillos sin un penique vestían harapos, corrían salvajes por las calles y no
iban a la escuela. Londres, donde los villanos asesinaban a las damas de la
noche —no tenía una idea muy clara de quiénes eran estas últimas— y arrebataban
a sus bebés para venderlos como esclavos. En Londres había realeza y asesinos.
En Londres, había maestros de la música, maestros del arte y maestros del
crimen que secuestraban a las criaturas y las obligaban a trabajar en antros de
iniquidad. Tampoco tenía una idea clara de qué eran estos últimos, pero sabía
que mi hermano Sherlock, contratado en ocasiones por la realeza, se aventuraba
en antros de iniquidad para medir su inteligencia con la de rufianes, ladrones
y príncipes del crimen. Mi hermano Sherlock era un héroe.
Recordé
aquella lista del doctor Watson que enumeraba las veintinueve aptitudes de mi
hermano: académico, químico, soberbio violinista, experto tirador, espadachín,
diestro con el bastón, púgil y brillante pensador deductivo.
Entonces
conformé una lista mental de mis propias cualidades: capaz de leer, escribir y
sumar; de encontrar nidos de pájaros; de buscar gusanos y pescar; ah, claro, y
de montar en bicicleta.
Ante una
comparación tan deprimente, dejé de pensar y presté especial atención a la carretera,
puesto que me aproximaba a Chaucerlea (.,,)
Tan solo se
apearon unos pocos pasajeros, y entre ellos, no tuve dificultad en reconocer a
los dos altos londinenses que debían de ser mis hermanos. Iban vestidos con el
atuendo habitual para el campo: trajes oscuros de tweed con orla trenzada,
corbatas de tela suave y bombín. Y guantes de piel. Solo la aristocracia
llevaba guantes en pleno verano. Uno de mis hermanos se había engordado un poco
y su chaleco de seda sobresalía. Supuse que se trataba de Mycroft, siete años
mayor que yo. El otro, Sherlock, enfundado en su traje color carbón y sus botas
negras, estaba de pie, recto como un palo y esbelto como un galgo.
Haciendo girar
sus bastones, miraban a uno y otro lado como si buscaran algo, aunque su escrutinio
me pasó de largo.
Mientras
tanto, todos los presentes en el andén los miraban de reojo. Y para mi
fastidio, al apearme de la bicicleta, advertí que estaba temblando. Una de las
cintas del encaje de mis pololos se enredó en la cadena, se desgarró y quedó
colgando sobre mi bota izquierda. Malditos refinamientos.
Al tratar de
recogerla y embutirla hacia dentro, se me cayó el chal. Aquello no iba a salir
bien. Respiré profundamente, dejé el chal sobre la bicicleta, y la bicicleta,
apoyada contra la pared de la estación. Me enderecé y me aproximé a los dos
londinenses, aunque sin lograr mantener la cabeza alta.
—¿Señor
Holmes? —pregunté—. ¿Y, hum, señor Holmes?
Dos pares de
ojos grises y astutos se posaron sobre mí. Dos pares de cejas aristócratas se
alzaron.
—Me pidieron,
hum..., me pidieron que los viniera a recoger —dije.
—¿Enola?
—exclamaron al unísono.
Después, en
rápida alternancia, dijeron:
—¿Qué haces tú
aquí?
—¿Por qué no
has enviado el carruaje?
—Deberíamos
haberla reconocido; es igualita que tú, Sherlock. —El más alto y esbelto era,
entonces, Sherlock. Me gustaba su rostro huesudo, sus ojos de halcón, su nariz
aguileña, pero percibí que la mención a nuestro parecido no era un cumplido.
—Pensé que era
una de esas chiquillas callejeras.
—¿En bicicleta?
—¿Por qué en
bicicleta? ¿Dónde está el carruaje, Enola?
Pestañeé.
¿Carruaje? Un landó y un faetón acumulaban polvo en la cochera; hacía años que
no teníamos caballos, no desde que el caballo de caza de mi madre había partido
hacia pastos más verdes.
—Supongo que
podría haber alquilado caballos —dije lentamente—, pero no hubiese sabido cómo
colocarles el arnés o conducirlos.
El corpulento,
Mycroft, exclamó:
—Y entonces,
¿para qué pagamos un mozo de cuadra y un peón?
—¿Cómo?
—¿Me estás
diciendo que no hay caballos?
—Más tarde,
Mycroft. —Con una facilidad pasmosa para dar órdenes, Sherlock llamó a un
muchacho que vagabundeaba por allí—. ¡Mozo! Busca una berlina.
Lanzó una
moneda hacia el chico, que se arregló la gorra en señal de asentimiento y echó a
correr.
—Será mejor
que esperemos dentro —dijo Mycroft—. Si nos quedamos aquí afuera, con este
viento, el cabello de Enola acabará pareciéndose cada vez más al nido de un
grajo. ¿Dónde está tu sombrero, Enola?
Para entonces,
de algún modo, se había disipado el momento de decir «¿Cómo están?» o de que
ellos dijeran «Qué alegría volver a verte, querida» y darse un apretón de manos
o algo por el estilo, aunque yo fuese la vergüenza de la familia. Para
entonces, también estaba empezando a darme cuenta de que el «por favor
recógenos en estación» era una petición de transporte, no de que acudiera en
persona.
Bueno, pues si
no deseaban el placer de mi conversación, estaban de suerte, porque me quedé
callada y con cara de tonta.
Sherlock me
agarró del brazo, me guio hacia el interior de la estación y, continuando con
el reproche sobre el sombrero que acababa de lanzar su hermano, dijo:
—¿Y dónde
están tus guantes? ¿O cualquier otro tipo de prenda decorosa y decente? Ya eres
una joven dama, Enola.
Esa frase me
devolvió el habla.
—Acabo de
cumplir catorce.
Mycroft, en un
tono contrariado y casi lastimero, murmuró:
—Pero yo he
estado pagando a la modista para que...
—Deberías
llevar falda larga desde los doce —decretó Sherlock en ese estilo imperial suyo
tan informal—. ¿En qué estaba pensando tu madre? Supongo que se habrá marchado
con las sufragistas y se habrá abandonado a la causa.
—No sé adónde
ha ido —contesté, y para mi sorpresa, porque no había derramado una sola
lágrima hasta aquel preciso momento, rompí a llorar.
Se evitó
entonces cualquier otra mención a mamá hasta que estuvimos sentados en la
berlina, con mi bicicleta sujetada en la parte posterior, meciéndonos camino de
Kineford.
—Somos un par
de brutos sin tacto —observó Sherlock dirigiéndose a Mycroft mientras me
ofrecía un pañuelo enorme y muy almidonado, poco agradable a la nariz. Estaba
segura de que pensaban que lloraba por mamá, y era cierto. Pero, en verdad,
también lloraba por mí misma.
Enola.
Sola.
Nancy
Springer, El caso del marqués desaparecido
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