lunes, 20 de septiembre de 2021

LLEGAN MIS HERMANOS

 


Por la mañana, me cepillé el pelo cien veces seguidas, tratando de que quedara brillante, y me lo recogí con un lazo blanco a juego con mi vestido —por si no lo sabíais, las chicas de clase alta deben ir de blanco, así se puede apreciar cualquier motita de suciedad. Me puse mi vestido más nuevo y menos manchado, y debajo, unos pololos muy bonitos de encaje blanco y las habituales medias negras con unas botas negras que Lane acababa de lustrar.

Después de tanta preparación a esa hora tan temprana, no tuve tiempo para desayunar. Como era una mañana muy fría, tomé un chal del estante del vestíbulo y monté en la bicicleta, pedaleando a toda velocidad para no llegar tarde.

Había descubierto que montar en bici me permitía pensar sin preocuparme de que alguien se percatara de mis muecas y expresiones. Era un alivio, aunque no un consuelo, el hecho de poder madurar los acontecimientos recientes mientras pasaba velozmente por Kineford y tomaba el camino hacia Chaucerlea.

Me pregunté qué diablos le había pasado a mi madre.

Para alejar aquel pensamiento, me pregunté si tendría problemas en encontrar la estación de tren y a mis hermanos (…)

Me pregunté si los reconocería al llegar a la estación. No los había visto desde que tenía cuatro años, en el funeral de padre. Todo lo que podía recordar de ellos era que me habían parecido muy altos en sus chisteras de crepé negro, y muy severos en sus levitas de color negro, guantes negros, negros brazaletes en señal de luto y negras y brillantes botas de charol (…) Me pregunté si mis hermanos me reconocerían después de diez años.

Por descontado, conocía la razón por la que no nos habían visitado a madre y a mí, la misma por la que nosotras tampoco lo habíamos hecho: por la vergüenza que había supuesto para la familia mi nacimiento. Mis hermanos no podían permitirse que se los relacionara con nosotras. Mycroft era un hombre ocupado e influyente que trabajaba en Londres al servicio del gobierno, y mi hermano Sherlock era un famoso detective que incluso contaba con un libro que hablaba sobre él: Un estudio en escarlata, escrito por su amigo y anterior compañero de piso, el doctor John Watson. Mamá había comprado un ejemplar...

«No pienses en mamá».

... y las dos lo habíamos leído. Desde entonces, soñaba con Londres, con su gran puerto marítimo; Londres, la sede de la monarquía, el corazón de la alta sociedad, y también, según el doctor Watson, «esa gran fosa séptica hacia la que todos los holgazanes y perezosos del Imperio se sienten arrastrados irremediablemente»; Londres, la ciudad en que, según Black Beauty: autobiografía de un caballo, otro de mis libros favoritos, hombres vestidos de frac y mujeres adornadas con diamantes asistían a la ópera mientras, en las calles, los despiadados cocheros hacían trabajar a sus caballos hasta la extenuación; Londres, la ciudad en que los académicos leían en el Museo Británico y las multitudes se agolpaban en los teatros para que los discípulos del mesmerismo las hipnotizaran; Londres, la ciudad en que la gente famosa convocaba sesiones para hablar con los espíritus de los muertos, mientras que otras célebres personalidades intentaban explicar científicamente cómo un espiritualista había conseguido levitar a través de la ventana hacia un carruaje que esperaba en el exterior.

Londres, donde chiquillos sin un penique vestían harapos, corrían salvajes por las calles y no iban a la escuela. Londres, donde los villanos asesinaban a las damas de la noche —no tenía una idea muy clara de quiénes eran estas últimas— y arrebataban a sus bebés para venderlos como esclavos. En Londres había realeza y asesinos. En Londres, había maestros de la música, maestros del arte y maestros del crimen que secuestraban a las criaturas y las obligaban a trabajar en antros de iniquidad. Tampoco tenía una idea clara de qué eran estos últimos, pero sabía que mi hermano Sherlock, contratado en ocasiones por la realeza, se aventuraba en antros de iniquidad para medir su inteligencia con la de rufianes, ladrones y príncipes del crimen. Mi hermano Sherlock era un héroe.

Recordé aquella lista del doctor Watson que enumeraba las veintinueve aptitudes de mi hermano: académico, químico, soberbio violinista, experto tirador, espadachín, diestro con el bastón, púgil y brillante pensador deductivo.

Entonces conformé una lista mental de mis propias cualidades: capaz de leer, escribir y sumar; de encontrar nidos de pájaros; de buscar gusanos y pescar; ah, claro, y de montar en bicicleta.

Ante una comparación tan deprimente, dejé de pensar y presté especial atención a la carretera, puesto que me aproximaba a Chaucerlea (.,,)

Tan solo se apearon unos pocos pasajeros, y entre ellos, no tuve dificultad en reconocer a los dos altos londinenses que debían de ser mis hermanos. Iban vestidos con el atuendo habitual para el campo: trajes oscuros de tweed con orla trenzada, corbatas de tela suave y bombín. Y guantes de piel. Solo la aristocracia llevaba guantes en pleno verano. Uno de mis hermanos se había engordado un poco y su chaleco de seda sobresalía. Supuse que se trataba de Mycroft, siete años mayor que yo. El otro, Sherlock, enfundado en su traje color carbón y sus botas negras, estaba de pie, recto como un palo y esbelto como un galgo.

Haciendo girar sus bastones, miraban a uno y otro lado como si buscaran algo, aunque su escrutinio me pasó de largo.

Mientras tanto, todos los presentes en el andén los miraban de reojo. Y para mi fastidio, al apearme de la bicicleta, advertí que estaba temblando. Una de las cintas del encaje de mis pololos se enredó en la cadena, se desgarró y quedó colgando sobre mi bota izquierda. Malditos refinamientos.

Al tratar de recogerla y embutirla hacia dentro, se me cayó el chal. Aquello no iba a salir bien. Respiré profundamente, dejé el chal sobre la bicicleta, y la bicicleta, apoyada contra la pared de la estación. Me enderecé y me aproximé a los dos londinenses, aunque sin lograr mantener la cabeza alta.

—¿Señor Holmes? —pregunté—. ¿Y, hum, señor Holmes?

Dos pares de ojos grises y astutos se posaron sobre mí. Dos pares de cejas aristócratas se alzaron.

—Me pidieron, hum..., me pidieron que los viniera a recoger —dije.

—¿Enola? —exclamaron al unísono.

Después, en rápida alternancia, dijeron:

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Por qué no has enviado el carruaje?

—Deberíamos haberla reconocido; es igualita que tú, Sherlock. —El más alto y esbelto era, entonces, Sherlock. Me gustaba su rostro huesudo, sus ojos de halcón, su nariz aguileña, pero percibí que la mención a nuestro parecido no era un cumplido.

—Pensé que era una de esas chiquillas callejeras.

—¿En bicicleta?

—¿Por qué en bicicleta? ¿Dónde está el carruaje, Enola?

Pestañeé. ¿Carruaje? Un landó y un faetón acumulaban polvo en la cochera; hacía años que no teníamos caballos, no desde que el caballo de caza de mi madre había partido hacia pastos más verdes.

—Supongo que podría haber alquilado caballos —dije lentamente—, pero no hubiese sabido cómo colocarles el arnés o conducirlos.

El corpulento, Mycroft, exclamó:

—Y entonces, ¿para qué pagamos un mozo de cuadra y un peón?

—¿Cómo?

—¿Me estás diciendo que no hay caballos?

—Más tarde, Mycroft. —Con una facilidad pasmosa para dar órdenes, Sherlock llamó a un muchacho que vagabundeaba por allí—. ¡Mozo! Busca una berlina.

Lanzó una moneda hacia el chico, que se arregló la gorra en señal de asentimiento y echó a correr.

—Será mejor que esperemos dentro —dijo Mycroft—. Si nos quedamos aquí afuera, con este viento, el cabello de Enola acabará pareciéndose cada vez más al nido de un grajo. ¿Dónde está tu sombrero, Enola?

Para entonces, de algún modo, se había disipado el momento de decir «¿Cómo están?» o de que ellos dijeran «Qué alegría volver a verte, querida» y darse un apretón de manos o algo por el estilo, aunque yo fuese la vergüenza de la familia. Para entonces, también estaba empezando a darme cuenta de que el «por favor recógenos en estación» era una petición de transporte, no de que acudiera en persona.

Bueno, pues si no deseaban el placer de mi conversación, estaban de suerte, porque me quedé callada y con cara de tonta.

Sherlock me agarró del brazo, me guio hacia el interior de la estación y, continuando con el reproche sobre el sombrero que acababa de lanzar su hermano, dijo:

—¿Y dónde están tus guantes? ¿O cualquier otro tipo de prenda decorosa y decente? Ya eres una joven dama, Enola.

Esa frase me devolvió el habla.

—Acabo de cumplir catorce.

Mycroft, en un tono contrariado y casi lastimero, murmuró:

—Pero yo he estado pagando a la modista para que...

—Deberías llevar falda larga desde los doce —decretó Sherlock en ese estilo imperial suyo tan informal—. ¿En qué estaba pensando tu madre? Supongo que se habrá marchado con las sufragistas y se habrá abandonado a la causa.

—No sé adónde ha ido —contesté, y para mi sorpresa, porque no había derramado una sola lágrima hasta aquel preciso momento, rompí a llorar.

Se evitó entonces cualquier otra mención a mamá hasta que estuvimos sentados en la berlina, con mi bicicleta sujetada en la parte posterior, meciéndonos camino de Kineford.

—Somos un par de brutos sin tacto —observó Sherlock dirigiéndose a Mycroft mientras me ofrecía un pañuelo enorme y muy almidonado, poco agradable a la nariz. Estaba segura de que pensaban que lloraba por mamá, y era cierto. Pero, en verdad, también lloraba por mí misma.

Enola.

Sola.

Nancy Springer, El caso del marqués desaparecido

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