Hay en Galicia
un bosque tan antiguo que algunos de los árboles recuerdan un tiempo en que los
animales adquirían forma humana y a los humanos les crecían alas y pelaje.
Algunos hombres —susurran los árboles— incluso se convirtieron en roble y haya
y laurel y clavaron sus raíces tan profundamente en el suelo que hasta
olvidaron su nombre. Hay una higuera en especial cuya historia gustan de contar
los otros cuando el viento hace murmurar sus hojas. Está en una colina en el
corazón del desierto. Es fácil reconocerla, pues las dos ramas principales se
doblan como los cuernos de un chivo y el tronco está partido a la mitad, como
si diera a luz a algo que crece bajo su corteza.
¡Sí! susurra el bosque. Esa es la razón por la cual el tronco tiene una
abertura como una herida. Este árbol sí dio a luz, pues alguna vez fue una
mujer que bailaba y cantaba bajo las copas de mis árboles. Arrancaba mis moras
y trenzaba su cabello con mis flores. Pero un día conoció a un fauno al que le
gustaba tocar su flauta bajo mis árboles a la luz de la luna. Había hecho la
flauta con los huesos de los dedos de un ogro, y sus melodías versaban sobre el
oscuro reino subterráneo del que provenía, muy distinto de la luz que la mujer
llevaba en su interior.
Todo esto es
cierto y, a pesar de todo, la mujer se enamoró del fauno. Era un amor profundo
como un pozo del cual resultaba imposible escapar, y el fauno la correspondía.
Sin embargo, cuando por fin la invitó a acompañarlo a su mundo subterráneo,
ella se sintió aterrada ante la idea de pasar el resto de su vida sin poder ver
jamás las estrellas ni sentir el viento sobre su piel. Así que decidió quedarse
y verlo partir. No obstante, el amor que sentía la invadió de una añoranza tal
que de sus pies brotaron raíces para seguir a su amado hasta el subsuelo,
mientras que sus brazos trataban de alcanzar el cielo y las estrellas que
prefirió en vez de él.
¡Ay, qué
congoja sintió! Su suave piel se convirtió en corteza. Sus suspiros se
volvieron el susurro del viento entre un millar de hojas, y cuando el fauno
regresó una noche de luna para tocarle la flauta a su amada, lo único que
encontró fue un árbol que murmuraba el nombre que sólo le había revelado a
ella.
El fauno se
sentó entre las raíces del árbol y sintió el rocío de sus propias lágrimas
sobre el rostro. Las ramas bajo las cuales se encontraba le ofrecían flores,
pero su amada ya no podía abrazarlo ni besar sus labios. Sintió tal dolor en su
corazón salvaje y temerario, que al acariciar el árbol, su propia piel, otrora
cubierta por un sedoso pelaje, se hizo tan áspera y leñosa como la corteza de
su amor perdido.
El fauno se
sentó bajo el árbol toda la noche hasta que asomó el sol y lo obligó a partir.
Su luz brillante jamás le había sentado bien, y cuando regresó al sombrío útero
de la tierra, el árbol, en su tristeza, dobló sus ramas hasta parecerse a la
cornuda cabeza de su amado.
Ocho meses
después, en una noche de luna llena, el tronco del árbol se abrió con un suave
gemido y un niño emergió de él. El pequeño tenía la belleza de su madre,
mientras que los cuernos sobre su cabello verde y las pezuñas en sus esbeltas
piernas delataban la herencia de su padre. Saltó de gusto y bailó cuesta abajo
en la colina, tal como su madre alguna vez lo hiciera bajo los árboles, y
confeccionó una flauta de huesos de pájaro para llenar el bosque con una
canción sobre el amor y la pérdida.
Debajo, en lo
más profundo de la tierra, donde instruía a una princesa sobre los quehaceres
en la corte de sus padres, el fauno escuchó el sonido de la flauta. Se disculpó
y se escabulló rápidamente a través de pasadizos secretos que sólo él conocía y
que desembocaban en el Reino Superior. Pero cuando llegó, el sonido de la
flauta ya no se escuchaba por ninguna parte, y lo único que encontró fue un
camino de pequeñas pezuñas sobre el musgo húmedo, que la lluvia deslavaba
después de unos pocos pasos de baile.
Guillermo del Toro y Cornelia
Funke, El laberinto del fauno
No hay comentarios:
Publicar un comentario