Cal dedicó la
hora del almuerzo a leer un libro de Agatha Christie en edición de bolsillo
mientras daba cuenta de un falafel para llevar. Había estado dándole vueltas a
la decisión de cometer un asesinato. Podía concebir que alguien deseara la
muerte de otra persona, pero ¿desear ser el artífice de esa muerte? ¿Llevar a
cabo la acción física de alzar una hoja y descargarla sobre el cuerpo de otro
ser humano? Eso le costaba entenderlo.
Lo que hacía
de las novelas de misterio de Agatha Christie sus preferidas era
que siempre contenían un número limitado de sospechosos. Con Sherlock
Holmes, prácticamente la mitad de Londres podría haber cometido el
crimen, pero con Agatha los posibles criminales potenciales se reducían a una decena,
que además aparecía expuesta con claridad al principio. Y aunque resultara
difícil seguirlos a todos a medida que la historia avanzaba —¿quién habíamos
dicho que era ese lord Loquesea?— al menos uno estaba seguro de que había sido
uno de ellos. Agatha jugaba limpio: al final de la historia no aparecía un
personaje inesperado del que no habías oído hablar hasta ese momento. Todos sus
libros poseían un giro argumental ingenioso. En Asesinato en el Orient Express,
descubrías que los doce eran culpables. En El asesinato de Roger Ackroyd, la
favorita de Cal, el culpable era el narrador. En Telón, la más triste de
todas, el detective. Podían decirse muchas cosas de la buena señora, pero
¿quién sino Agatha había jugado con absolutamente todas las combinaciones
posibles de presuntos asesinos?
¿Qué empujaba
a los personajes de la autora a cometer sus fechorías? Por lo general, el
dinero. En ocasiones, la sed de venganza. Muy de vez en cuando, alguno de ellos
mataba por amor.
Graham
Moore, La jurado 272
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