… y mi
historia comienza un día de no hace mucho tiempo.
Mi vida en
aquellos momentos era una... No sé cómo decirlo para que suene más suave... En
fin, te lo cuento y ya rellenas tú los puntos suspensivos.
Vivía en un apartamento
de una sola habitación con mi tía abuela Paula; es más abuela que tía, su amor
puede llegar a ser agobiante, pero, aun así, me siento agradecida por tenerla.
Me llevó a vivir con ella cuando yo era un bebé. Mis padres murieron poco
después de nacer yo. No tengo recuerdo alguno de ellos. La tía Paula es mi única
familia.
Nuestro piso
era diminuto, apenas una habitación estrecha, y teníamos que compartir el
cuarto de baño con nuestro casero, que también era el propietario del
restaurante mejicano que había justo debajo de nuestro piso y del edificio en
el que vivíamos, un edificio que se caía a pedazos situado en uno de los peores
barrios de la ciudad. El casero ya no trabajaba en el restaurante, lo llevaba
uno de sus hijos. Él sólo pasaba por allí para comer. El hombre adoraba la
comida mejicana. «Adoraba» = «No comía otra cosa». Y cuanto más picante, mejor,
le encantaba el picante.
Kilotones de
picante.
Tenía que
levantarme antes del amanecer para ir al baño porque el casero era muy
madrugador. Si perdía la carrera, aquello se convertía en zona catastrófica.
Habría sido necesario ponerlo en cuarentena, en alarma de guerra biológica.
Habría necesitado una pinza en la nariz para internarme en aquella jungla
olfativa, de lo contrario me hubiese esperado una desagradable muerte por asfixia.
Sin embargo,
mi vida estaba a punto de cambiar.
Y no sabes de
qué manera.
Bárbara Montes y Juan
Gómez-Jurado, Una herencia peligrosa
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