(relato apocalíptico)
La chica se sentó sobre el taburete y se volvió hacia
la inmensa cristalera para contemplar el paisaje.
En la playa las rocas arrancaban a las olas volcanes
de espuma. El cielo era de un gris mate y denso. No se distinguía ni una nube,
ni un pájaro ni una simple gaviota.
El camarero se acercó hacia ella.
—Casi parece un atardecer cualquiera. Nadie diría
que se trata del último.
La chica se volvió hacia el camarero. Dejó escapar
un suspiro de alivio.
—¿Me pones una menta con lima, por favor?
—Claro —él le sonrió.
—Mucha menta y poca lima.
El camarero se alejó unos metros y rebuscó debajo de
la barra. Enseguida regresó con un vaso alargado que contenía tres cubitos de
hielo con forma de corazón.
—Con hielo, supongo.
Ella afirmó con un gesto.
Él mezcló las bebidas y las agitó hasta conseguir un
tono verdoso, casi fosforescente. Al final incluyó una cáscara de limón que se
enroscó ansiosa sobre los cubitos.
Puso la bebida frente a ella y la chica tomó un sorbo.
—Mmmm. Está muy bueno. Gracias.
—De nada —El camarero se fijó entonces en el exiguo
vestidito de lentejuelas y leds que se pegaba como un guante al cuerpo de la
chica—. ¿No te unes a ellos?
Con un gesto señaló al grupo que permanecía en el
suelo perdido en su propio paraíso. Aún mantenían los ojos entre abiertos, pero
en blanco. Algunos babeaban y otros soltaban espumarajos por la boca.
—No. Yo prefiero verlo.
El camarero echó un vistazo alrededor.
—Creo que somos los últimos conscientes entre todos
estos.
Ella lanzó una mirada distraída a los cuerpos que se
repartían por la inmensa sala. Unos pocos se encontraban tumbados sobre las butacas,
los divanes, las camas y los cojines, pero la mayoría se encontraba sin
sentido, sobre el suelo, bañados en sus propios vómitos y todo tipo de fluidos.
—Ese aún se mueve.
Ella apenas le dedicó una mirada de refilón.
—Por poco tiempo. Está puesto de todo. Hasta arriba.
Ya no sabe ni quién es.
—Nadie lo sabe —él la interrumpió.
—Yo sí.
—¿Y quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?
—Soy una simple chica entre tantas otras. Nací bonita
y Madame Gesteau me adoptó —contestó arrastrando cada palabra—. Vine con Don Boscino.
Él pagó por mí.
El camarero se volvió hacia el montón de cuerpos
desnudos que, en una completa confusión, se apiñaban junto a la piscina.
—Don Boscino, vaya. Uno de los grandes —La chica
asintió—. ¿Te importa si me pongo un whisky?
—Como quieras... Mientras no te emborraches.
—No lo haré. Yo también quiero verlo.
El camarero buscó una botella achatada y colocó un
vaso ancho ante él.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?
—Es una larga historia...
—Pues no tenemos mucho tiempo —ella sonrió con
tristeza.
—Dejémoslo entonces en que soy un camarero. Trabajaba
para EndiCorp. Era un buen trabajo. Muy bien pagado. Alguien tenía que poner
las copas a todos estos —Hizo un gesto amplio—. Y aquí estoy.
—Y ¿sigues poniendo copas? —ella señaló su bebida—
¿Incluso en el último momento?
—Como la orquesta del Titanic. He tocado hasta el
final. No me importa. Sobre todo si se trata de trabajar para una mujer guapa
como tú. Me gusta mi trabajo.
—Yo odio el mío.
—Ahora ya da igual.
—Sí. Supongo.
Los dos dirigieron sus miradas hacia la cristalera.
Se había levantado un poco de viento y la cresta de
las olas del mar se revolvía entre amplias espumas blancas. Un puñado de polvo
y de tierra se vio arrastrado por una ráfaga de aire.
—Qué luz tan rara. El sol ya no se ve.
—Está tras las nubes y la ceniza.
El camarero probó su bebida.
—Siempre pensé que el último atardecer sería más
espectacular —dijo ella antes de llevarse su vaso a los labios.
—Los finales reales nunca son espectaculares. Son
discretos.
—Como tú.
—Un camarero siempre ha de ser discreto. Escuchamos,
observamos y... callamos. Nadie se fija en el barman, ya sabes.
—Excepto hoy —Ella lo miró a los ojos. Eran unos
ojos grises y mates, como el cielo de aquella última tarde—. ¿Cuánto crees que
tardará? —Su mirada se volvió hacia la playa.
—Dijeron que unas horas. No sé... No he mirado el
reloj.
—Supongo que nos quedan un par de horas.
—Ya no queda nadie a quien servir. Excepto a ti,
claro —Él volvió a hundirse en su bebida—. Me gusta este whisky. Lo probé una
vez, pero era demasiado caro. Ahora tengo la suerte de poder disfrutarlo y...
apreciarlo. La mayoría a los que se lo serví sólo sabían de su precio, no de su
valor.
—¿Me dejas probarlo?
El camarero le acercó el vaso. Ella lo olió antes de
degustarlo.
—Es muy suave. No quema.
—Acaricia la garganta.
Ella sonrió.
La cristalera tembló empujada por una ráfaga de viento.
—Está bueno, pero prefiero mi menta —Ella empujó el
vaso de vuelta al camarero—. He tenido suerte. Nunca pensé que llegaría a vivir
este momento. Imaginaba que estaría como ellas —Señaló al suelo—, drogada o
borracha perdida, quizás ya muerta. Nunca pensé que lo vería. Y menos aún que
tendría al lado a alguien con quien hablar.
El aire sopló con fuerza y se coló ululando en la sala.
Los dos guardaron silencio y contemplaron la playa.
—¿Quieres que salgamos fuera?
Ella asintió.
El camarero se llevó la botella de whisky y la chica
se envolvió en una chaqueta de piel larga y sedosa.
Afuera hacía frío. Sortearon los cuerpos que se repartían
alrededor de la piscina hasta llegar a la arena.
Un silencio inusual y pesado cubría el mar. No se
oía ni un pájaro, ni una voz. Sólo quedaba el omnipresente silbido del viento.
—Hace frío.
—Dijeron que sería parecido a los eclipses de sol,
pero que duraría más. Por eso hace frío.
El cabello de ella flotaba al viento, confundido con
el pelaje de la chaqueta.
—Mira, todos esos también se han acercado a la playa
para verlo.
El camarero dirigió su mirada a la lejanía. Más allá
de la nube de alambradas se distinguían puntos diminutos. Algunas decenas de
personas habían conseguido alcanzar las playas.
Ella giró sobre sí misma.
—No hay sombras.
—Es por lo del sol.
Una ola rompió contra las rocas. Algunas gotas diminutas
les salpicaron.
El camarero se sentó sobre la arena y se sirvió otro
vaso de whisky. Ella se acomodó a su lado. Olía a algo dulce e intenso.
—Me alegra no estar sola... ¿Te importa si te doy la
mano?
Él buscó su mano. La piel era suave y fría.
Ella dio un sorbo a su bebida y después se apoyó en
el hombro del camarero.
—Somos afortunados.
—Los más afortunados del mundo.
Susana Vallejo
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