Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió.
Pasaría una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.
Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el
final.
En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por
espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos,
compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel
fugitivo al que algunos ya creían muerto o perdido por calles de mala
reputación en un rapto de amnesia.
Una semana más tarde, un policía de paisano creyó reconocer a
aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación
de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El
agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era
Oscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del
internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo
de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas.
Nos sentamos en un banco del andén. El policía encendió un
cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios. Me dijo
que había un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me
convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos,
estudiándome. "A veces, contar la verdad no es una buena idea,
Oscar", dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en
el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada.
Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que
no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. "Sólo desaparece la
gente que tiene algún sitio adonde ir", contestó sin más.
Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme
dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo
intacto le seguía como un perro fiel.
Aquel día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona
nubes imposibles sobre un azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el
internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento.
Durante cuatro semanas, maestros y psicólogos escolares me
martillearon para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería
oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que
habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie
la verdad de lo que había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo
tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él.
Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto
a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estación de Francia y el nombre
de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca.
Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del
alma. Éste es el mío.
Carlos Ruíz Zafón, Marina
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