El gato grande, negro y gordo tomaba el sol en el balcón,
ronroneando y meditando acerca de lo bien que se estaba allí, recibiendo los
cálidos rayos panza arriba, con las cuatro patas muy encogidas y el rabo
estirado.
En el preciso momento en que giraba perezosamente el cuerpo para
que el sol le calentara el lomo, escuchó el zumbido provocado por un objeto
volador que no supo identificar y que se acercaba a gran velocidad. Alerta, dio
un salto, se paró sobre las cuatro patas y apenas alcanzó a echarse a un lado
para esquivar a la gaviota que cay ó en el balcón.
Era un ave muy sucia. Tenía todo el cuerpo impregnado de una
sustancia oscura y maloliente.
Zorbas se acercó y la gaviota intentó incorporarse arrastrando las
alas.
—No ha sido un aterrizaje muy elegante —maulló.
—Lo siento. No pude evitarlo —reconoció la gaviota.
—Oye, te ves fatal. ¿Qué es eso que tienes en el cuerpo? ¡Y cómo
apestas! —maulló Zorbas.
—Me ha alcanzado una marea negra. La peste negra. La maldición de
los mares. Voy a morir —graznó quejumbrosa la gaviota.
—¿Morir? No digas eso. Estás cansada y sucia. Eso es todo. ¿Por
qué no vuelas hasta el zoo? No está lejos de aquí y allí hay veterinarios que
podrán ayudarte —maulló Zorbas.
—No puedo. Ha sido mi vuelo final —graznó la gaviota con voz casi
inaudible, y cerró los ojos.
—¡No te mueras! Descansa un poco y verás como te repones. ¿Tienes
hambre? Te traeré un poco de mi comida, pero no te mueras —pidió Zorbas
acercándose a la desfallecida gaviota.
Venciendo la repugnancia, el gato le lamió la cabeza. Aquella
sustancia que la cubría sabía además horrible. Al pasarle la lengua por el
cuello notó que la respiración del ave se tornaba cada vez más débil.
—Escucha, amiga, quiero ay udarte pero no sé cómo. Procura
descansar mientras voy a consultar qué se hace con una gaviota enferma —maulló
Zorbas antes de trepar al tejado.
Se alejaba en dirección al castaño cuando escuchó que la gaviota
lo llamaba.
—¿Quieres que te deje un poco de mi comida? —sugirió algo
aliviado.
—Voy a poner un huevo. Con las últimas fuerzas que me quedan voy a
poner un huevo. Amigo gato, se ve que eres un animal bueno y de nobles
sentimientos. Por eso voy a pedirte que me hagas tres promesas. ¿Me las harás?
—graznó sacudiendo torpemente las patas en un fallido intento por ponerse de
pie.
Zorbas pensó que la pobre gaviota deliraba y que con un pájaro en
tan penoso estado sólo se podía ser generoso.
—Te prometo lo que quieras. Pero ahora descansa —maulló compasivo.
—No tengo tiempo para descansar. Prométeme que no te comerás el
huevo —graznó abriendo los ojos.
—Prometo no comerme el huevo —repitió Zorbas.
—Prométeme que lo cuidarás hasta que nazca el pollito —graznó
alzando el cuello.
—Prometo que cuidaré el huevo hasta que nazca el pollito.
—Y prométeme que le enseñarás a volar —graznó mirando fijamente a
los ojos del gato.
Entonces Zorbas supuso que esa desafortunada gaviota no sólo
deliraba, sino que estaba completamente loca.
—Prometo enseñarle a volar. Y ahora descansa, que voy en busca de
ay uda —maulló Zorbas trepando de un salto hasta el tejado.
Kengah miró al cielo, agradeció todos los buenos vientos que la
habían acompañado y, justo cuando exhalaba el último suspiro, un huevito blanco
con pintitas azules rodó junto a su cuerpo impregnado de petróleo.
Luis Sepúlveda,
Historia de una Gaviota y del Gato que le Enseñó a Volar
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