IN
MEMORIAM, URSULA K. LE GUIN
(1929 –
2018)
Sé quién fui, y puedo decirte quién podría haber sido yo, pero
ahora sólo estoy en esta línea de palabras que escribo. No estoy muy segura de
la naturaleza de mi existencia y me asombra encontrarme escribiendo. Hablo
latín, claro, pero ¿aprendí a escribirlo? No parece muy probable. Sin duda
existió alguien con mi nombre, Lavinia, pero podría habersido tan diferente de
la idea que yo misma tengo sobre mí, o de la idea de mi poeta sobre mí, que
pensar en ella sólo me confunde. Hasta donde yo sé, fue mi poeta el que me
otorgó realidad. Antes de él, sólo era la más nebulosa de las figuras, poco más
que un nombre en una genealogía. Fue él quien me dio la vida, quien me dio a mí
misma, y de este modo me capacitó para recordar mi vida y recordarme a mí. Y lo
hago con viveza, con emociones y sentimientos que percibo con intensidad a
medida que los pongo por escrito, puede que porque lo que recuerdo sólo cobra
existencia a medida que lo escribo, o lo hiciera sólo a medida que lo escribía
él.
Pero él no lo escribió. Él menospreció mi vida en su poema. Me
desatendió, porque sólo llegó a saber quién era cuando estaba agonizando. No se
le puede culpar por ello. Era demasiado tarde para hacer modificaciones, para
volver a pensarlo todo, para completar las líneas incompletas y perfeccionar
una obra que él creía imperfecta. Es algo que lamentó, lo sé. Lo lamentó por
mí. Puede que allí donde está ahora, allá abajo, en la otra orilla de los ríos
oscuros, alguien le diga que Lavinia también lo lamentó por él.
No moriré. Estoy prácticamente segura de ello. Mi vida es
demasiado fortuita como para desembocar en algo tan absoluto como la muerte.
Carezco de la necesaria mortalidad real. Sin duda, me iré disolviendo hasta
desaparecer y perderme en el olvido, como habría hecho ya hace mucho de no
haberme invocado el poeta. Puede que me convierta en un falso sueño, adherido
como un murciélago al reverso de las hojas del árbol que hay en la puerta del
inframundo, o en una lechuza que revoloteará entre los oscuros robles de
Albunea.
Pero no tendré que arrancarme de la vida y descender a la
oscuridad como lo hizo él, pobre desgraciado, primero en su imaginación y luego
como fantasma. Cada uno de nosotros tiene que soportar la otra vida a su
manera, me dijo en una ocasión, o al menos esto es lo que yo entendí en sus
palabras. Pero ese sombrío vagabundeo, allá en el inframundo, esperando al
olvido o al renacer... Eso no es existir de verdad, no es ni la mitad de
existencia que ésta que llevo ahora mientras escribo esto que estáis leyendo, y
no es ni la mitad de veraz que sus palabras, las espléndidas y vívidas palabras
en las que he vivido durante siglos.
Y, sin embargo, mi papel en todo ello, la vida que me dio en su
poema, es tan aburrido –salvo en el momento en que se me prende el cabello–,
tan monótono –salvo cuando mis mejillas de doncella enrojecen como el marfil
pintado con tinte carmesí–, tan convencional, que ya no puedo seguir
soportándolo. Si he de pervivir siglo tras siglo, al menos por una vez tendré
que romper el silencio y hablar. Él no me dejó decir una sola palabra, así que
habré de arrebatársela. Me dio una vida larga, pero pequeña. Necesito espacio,
necesito aire. Mi alma tiende los brazos hacia los antiguos bosques de mi Italia,
hacia las colinas bañadas por el sol, hacia los vientos del cisne y del cuervo
agorero. Mi madre estaba loca, pero yo no. Mi padre era viejo, pero yo era
joven. Como la espartana Helena, provoqué una guerra. Ella lo hizo dejando que la
tomaran los hombres que la deseaban. Yo, no dejándome dar ni dejándome tomar,
sino eligiendo a mi hombre y mi destino. El hombre era famoso, pero el destino
quedó en la oscuridad. No es mal balance.
Aun así, a veces creo que debo de estar muerta hace tiempo y que
escribo este relato desde alguna región del inframundo cuya existencia
desconocíamos, un lugar ilusorio en el que creemos estar vivos, en el que
creemos estar envejeciendo y recordar lo que nos sucedió cuando éramos jóvenes,
cuando vimos el enjambre de abejas y se me prendió fuego en el cabello, cuando
llegaron los troyanos. Después de todo, ¿cómo es posible que habláramos unos
con otros? Recuerdo a los extranjeros llegados desde el otro lado del mundo,
remontando el Tíber en dirección a un país del que no sabían nada. Su emisario
llegó a la casa de mi padre, le explicó que era troyano y tuvo con él unas
amables palabras en un fluido latín. ¿Cómo es posible? ¿Es que acaso conocemos todas
las lenguas? Eso sólo les ocurre a los muertos, cuya tierra se encuentra más
allá de todas las demás tierras. ¿Cómo podéis entenderme vosotros, si viví hace
veinticinco o treinta siglos? ¿Acaso sabéis latín?
Pero entonces pienso que no, que no tiene nada que ver con estar
muerta. No es la muerte lo que nos permite entendernos, sino la poesía.
Ursula K. Le
Guin, Lavinia
PREMIO LOCUS NOVELA DE FANTASÍA 2009
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