Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su
plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San
Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes-
titubea en las ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el
oro de los altares.
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo
1os libros de coro casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero
Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.
De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna
le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el
Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo
que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo
dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.
El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de
Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia.
Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévense las altas
figuras que rodean al Niño Dios.
Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no
osa mirarlas.
Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron
allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don
Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por
dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que
uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en
aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta
adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de
Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el
destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos
Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.
El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el
barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo
las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el
de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y
enloquece las manti1las de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y
las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no
puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su
tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere
darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se
agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa El capellán abre los brazos. y
relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las
bóvedas la fragancia del incienso.
Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero
a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus
espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una
ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años.
El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes,
desesperadamente, para captar ese balbucir.
Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el
esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.
Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas.
Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco
años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el
caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.
Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A
infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada
de los magos que guiaba 1a estrella divina.
- Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei
munera, aurum, thus et myrrham.
Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al
muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.
Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del
Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le
suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que
sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y
las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso
caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye
detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan
en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos
escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.
Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora
un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el
horizonte donde se arremolina el polvo de 1as caravanas y cuando se aproximan
se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota.
Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas
multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de
Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen
de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican
entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las
armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.
Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.
En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.
Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está
colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy
hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el
cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se
quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a
Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de
orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres,
Rubens deja un pincel.
Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se
esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea
en tomo del Niño.
Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible
ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en
Belén.
Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el
Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran
señor que fue el último en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los
labios en 1os pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su
plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.
Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su
apostadero de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto
súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas
ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue
estremecimiento.
Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y
la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua.
Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una
lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre.
Manuel Mujica
Láinez, Misteriosa Buenos Aires
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