¡Zas!
—¿Siempre
es así?
El
chico parecía desorientado. Estaba mirando por toda la habitación, como
distraído. Si no tenía cuidado acabarían por matarlo.
Doce
le dio una palmadita en el brazo.
—No.
No siempre. Si hay algún problema, vendrá de ahí arriba.
Señaló
la puerta de un desván que estaba en el techo, justo sobre sus cabezas. La
puerta estaba entreabierta y la oscuridad aguardaba tras ella como un ojo.
El
chico asintió. Luego preguntó:
—¿Cuánto
tiempo nos queda?
—¿Juntos?
Puede que otros diez minutos.
—Hay
algo que no dejo de preguntarles en la Base, y nunca me contestan. Me dicen que
ya lo veré por mí mismo. ¿Quiénes son?
Doce
no contestó. Algo había mutado, muy sutilmente, en la oscuridad del desván que
tenían encima. Se llevó el dedo a los labios, luego levantó el arma e indicó al
chico que hiciera lo mismo.
Salieron
rodando por la trampilla del desván: eran grises como el cemento, verdes como
el moho, tenían los dientes afilados y eran rápidos, muy rápidos. El chico
todavía se estaba peleando con el gatillo cuando Doce empezó a disparar y los
liquidó, a los cinco, antes de que el chico pudiera disparar ni una sola vez.
Miró
a su izquierda. El chico estaba temblando.
—Ya
los has visto —dijo.
—Supongo
que lo que quería decir era: ¿qué son?
—Qué
o quién. Es lo mismo. Son el enemigo. Se cuelan por las rendijas del tiempo. Y
ahora, en el traspaso, van a empezar a salir en tropel.
Bajaron
juntos por la escalera. Estaban en una casita de las afueras. En la cocina
había un hombre y una mujer sentados a una mesa en la que había una botella de
champán. No parecieron advertir a los dos hombres uniformados que cruzaban la
habitación. La mujer estaba sirviendo el champán.
El
chico llevaba el uniforme bien planchado, de color azul marino, y parecía
nuevo. Llevaba el reloj anual lleno de arena blanca colgado del cinturón. El
uniforme de Doce estaba desgastado y era de un gris azulado descolorido,
salpicado de parches que ocultaban las zonas donde lo habían cortado, rasgado o
quemado. Llegaron a la puerta de la cocina y…
¡Zas!
En
lugar de estar en la cocina estaban fuera, en un bosque, en algún sitio frío.
—¡Al
suelo! —gritó Doce.
El
objeto afilado pasó volando por encima de sus cabezas y se estrelló en un árbol
que tenían detrás.
El
chico dijo:
—Pensaba
que habías dicho que no era siempre así.
Doce
se encogió de hombros.
—¿De
dónde salen?
—Del
tiempo —dijo Doce—. Se esconden detrás de los segundos e
intentan colarse.
En
el bosque, cerca de ellos, se oyó un ¡whumpf!, y un abeto alto empezó a arder
envuelto en llamas parpadeantes de color cobre verdoso.
—¿Dónde
están?
—Vuelven
a estar encima de nosotros. Suelen estar encima o debajo de ti.
Descendieron
como las chispas de una bengala: bonitas, blancas y tal vez un poco peligrosas.
El
chico estaba cogiéndole el tranquillo. En esa ocasión dispararon a la vez.
—¿Te
informaron? —preguntó Doce.
A
medida que iban aterrizando, las chispas parecían menos bonitas y mucho más
peligrosas.
—La
verdad es que no. Se limitaron a decirme que sólo sería un año.
Doce
recargaba el arma a toda velocidad. Tenía canas y cicatrices. El chico apenas
parecía tener la edad suficiente para empuñar un arma.
—¿Te
dijeron que un año sería toda una vida?
El
chico negó con la cabeza. Doce se acordó de cuando era un chico igual que él,
con el uniforme limpio e impoluto. ¿Alguna vez habría sido tan joven? ¿Tan
inocente?
Se
enfrentó a cinco de los demonios envueltos en chispas. El chico se encargó de
los tres que quedaban.
—Entonces
es un año de lucha —dijo el chico.
—Segundo
a segundo —respondió Doce.
¡Zas!
Las
olas rompían en la playa. Allí hacía calor, un enero en el hemisferio sur.
Aunque todavía era de noche. Sobre sus cabezas colgaban los fuegos
artificiales, inmóviles. Doce comprobó su reloj anual: sólo quedaban un par de
granos. Ya casi había terminado.
Inspeccionó
la playa, las olas, las rocas.
—No
lo veo —dijo.
—Yo
sí —terció el chico.
Emergió
del mar justo cuando la señalaba: una criatura enorme, inconcebible, una masa
de inmensidad maligna llena de tentáculos y pinzas que rugía mientras se elevaba.
Doce
se descolgó el lanzacohetes de la espalda y se lo apoyó en el hombro. Disparó y
observó cómo las llamas se extendían por el cuerpo de la criatura.
—Nunca
había visto uno tan grande —dijo—. Quizá reserven lo mejor para el final.
—Oye
—dijo el chico—, que yo acabo de empezar.
Entonces
fue a por ellos: agitaba y chasqueaba sus pinzas de cangrejo, daba latigazos
con los tentáculos, y abría y cerraba las fauces en vano. Subieron corriendo
por la duna.
El
chico era más rápido que Doce. Era joven, pero a veces eso es una ventaja. A
Doce le dolía la cadera y tropezó. Su último grano de arena estaba cayendo por
el reloj anual cuando algo —imaginó que sería un tentáculo— se le enroscó en la
pierna, y él se cayó.
Miró
hacia arriba.
El
chico estaba plantado sobre la duna con los pies clavados en el suelo como te
enseñan a hacer en el campo de instrucción, y sostenía un lanzacohetes de un
diseño que Doce desconocía, supuso que sería posterior a su época. Empezó a
despedirse mentalmente mientras la criatura lo arrastraba hacia la playa y la
arena le arañaba la cara, y entonces oyó una explosión sorda y el tentáculo se
desprendió de su pierna y la criatura salió disparada hacia atrás, hasta
sumergirse en el mar.
Doce
descendía surcando el cielo justo cuando cayó el último grano de arena, y
Medianoche lo cogió.
Cuando
Doce abrió los ojos estaba donde van los años viejos. Catorce lo ayudó a bajar
de la tarima.
—¿Cómo
ha ido? —le preguntó 1914.
Llevaba
una falda blanca larga hasta el suelo y unos guantes largos también de color
blanco.
—Cada
año que pasa son más peligrosos —dijo 2012—. Los segundos y lo que se esconde
detrás de ellos. Pero me gusta el chico nuevo. Creo que le irá bien.
Neil
Gaiman
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